He leído y acepto los términos y condiciones. O no los he leído, pero igual, con sonora indolencia, los acepto. Suscribo el contrato vinculante. Doy por bueno que una red social sepa mi edad, mi procedencia, ni nombre y apellidos, los de mis familiares, los de mis amigos, mi paradero, mis gustos, mis acciones y hasta mis deseos.
Otorgo mi consentimiento para que una aplicación de citas, celestina del siglo XXI, sepa la pareja que busco, los rasgos de la personalidad que me enamoran, mi penoso ritual del cortejo, incluso mis vergüenzas morales cuando me hace trastabillar algún match.
Con un leve gesto de mi dedo, fútil y apenas meditado, acepto que revisen mi correo, que anoten cada libro que disfruto, cada serie o película que veo, cada juego que me ayuda a pasar las horas muertas o se lleva algunas de las productivas. Con mi permiso, llegan a conocerme tan a fondo que eligen las canciones que escucho, los restaurantes que visito y los platos con que me deleito. Controlan cuánto ingreso, cuánto gasto y cuánto ahorro. Las horas que ando, las que duermo y las que paso en la cama sin dormir, solo o acompañado.
Si me dejo llevar por la desidia y vago sin rumbo por un mar de 140 caracteres, lo saben. Saben si miento y también si digo la verdad. Si pierdo el tiempo escuchando los monólogos de un quinceañero ante una cámara, lo saben. Si estoy sano, lo saben. Si estoy enfermo, se enteran. Si estoy feliz o decaído, lo perciben. Si trabajo, les consta. Si fallezco, mi vida es un relato que pervive enterrado entre sus páginas.
He leído y acepto conceder sobre mis días y mis noches una licencia no exclusiva, gratuita, sublicenciable y transferible para usarlos, reproducirlos, distribuirlos, crear obras derivadas a partir de ellos, exhibirlos o comunicarlos. Literalmente, consiento que compartan mis desvelos y tribulaciones con otras empresas de su mismo grupo, incluso que los usen cual moneda de cambio en un acuerdo de venta, fusión o bancarrota. Si explota su burbuja, mis idas y venidas serán lo único valioso con que puedan comerciar. Estoy de acuerdo en que lo hagan, o eso he dicho.
Alto y claro lo he expresado cuando, sin leer, he aceptado los términos y condiciones. Uno tras otro. Los de la red social, los del chat, los de la app de citas, la de vídeos, la de finanzas, la de música… Cada parcela que he creído comprar en el ciberespacio, en realidad, ni la he alquilado. Tan sólo me han vendido una licencia para usar un almacén en la nube, una taquilla donde atesorar mis datos más valiosos hasta que se esfumen o un álbum de fotos virtual de hojas caducas que caerán cuando el otoño llegue al ciberespacio.
Las canciones dejarán de sonar, se borrarán los recuerdos y entonces, quizá, entenderé lo que, sin leer, he aceptado: los términos y condiciones de una trampa.
Muy bueno, interesante y… escalofriante. Siempre nos habían dicho que leyéramos la letra pequeña. Ahora ya es tal la fuerza del impulso por poder usar la app de turno, que ¡qué diablos!, que lo lea otro… Sí, es tal como lo cuentas: vendemos nuestro datos a cambio de… ¿qué?