Félix Yáñez es un hombre tranquilo. Eso, al menos, es lo que transmite cuando hablas con él. No hay prisa en su vida ni la deja entrar. Y si tiene preocupaciones, ha aprendido a tomárselas con calma porque, por propia experiencia, sabe que cuando la vida cierra una puerta (o la entorna, en su caso), se abre una ventana por la que sigue entrando luz y aire. Mucha luz y mucho aire.
Yáñez es escultor y ceramista. Empezó haciendo figuritas de barro y pequeños belenes que vendía con mucho éxito en ferias de artesanía, y ahora está empezando a trabajar con el hierro, a experimentar con este material, ya sin la necesidad de vender sus creaciones para comer. Es lo que tiene haber cumplido un sueño: el de crear la escultura más grande del mundo y poder vivir de ella.
Esa enorme escultura (ocupa tres hectáreas de terreno) es Territorio Artlanza, la sorprendente recreación a escala 1:1 de un pueblo castellano, un viaje que va desde la Edad Media hasta el siglo pasado, construida con sus propias manos y con materiales reciclados, y ubicada en el pequeño pueblo burgalés de Quintanilla del Agua.
Las casas que forman este poblado no son reales, son solo fachada, salvo algunos espacios que este escultor y artesano ha convertido en pequeños museos donde mostrar cómo se vivía hace ya mucho tiempo. Lo de conjunto escultórico se lo puso la Administración cuando quiso legalizar su proyecto. De hecho, ante lo inusual de Territorio Artlanza, que no es un pueblo, no tiene estructuras arquitectónicas al uso y no es un decorado, los burócratas tuvieron que inventarse un nuevo epígrafe: Recreación escultórica de un pueblo castellano.
El origen
Pero empecemos por el principio, porque una gran historia tiene que ser bien contada.
A finales de los años 70 y principios de los 80 del siglo pasado, un joven Félix Yáñez tenía que decidir si seguía estudiando tras acabar el COU en Burgos o volvía a su pueblo, Quintanilla del Agua, para ponerse a trabajar con su padre, que era albañil. Eligió lo segundo, aunque no tardó mucho en darse cuenta de que la albañilería no era lo suyo.
Por entonces, tras jubilarse como guardia civil, había regresado al pueblo Rafael Izquierdo, que había sido pastor de niño y ocupaba las horas vigilando el ganado haciendo figuritas de barro. Al retirarse, retomó aquella afición y acabó convirtiéndose en un ceramista de renombre.
Félix observaba a su vecino crear aquellas figuras y, después de acabar la jornada de trabajo con su padre, se dejaba caer por el taller de Rafael para aprender a modelar el barro. Hasta que un día tomó la decisión que le costaría un disgusto familiar: no seguiría trabajando de albañil junto a su padre y se dedicaría solo a ser ceramista, como su maestro.
Las creaciones de Yáñez se vendían muy bien en las ferias de artesanía a las que iba. De hecho, ganaba bastante más dinero que en el oficio paterno. Hasta que llegó la crisis de 2008 y todo se vino abajo. Las ventas disminuyeron drásticamente, y Félix, que ya había cumplido 50 años, veía como su mundo se tambaleaba peligrosamente. Y por si tenía poco, también le diagnosticaron un cáncer. Se estaba quedando sin medio de vida, sin dinero y sin salud, todo mal.
Y me fui liando, me fui liando…
Para entonces, en el mismo terreno en el que se ubicaba su pequeño taller de cerámica, una vieja viña abandonada que había pertenecido a su suegro, Yáñez había empezado a decorar lo que rodeaba a su lugar de trabajo. Podía haberse limitado a plantar árboles y setos, o a crear un pequeño jardín, sin embargo, a Félix le gusta trabajar con las manos. No quiso dedicarse a ella, pero la albañilería se le daba bien.
Así que empezó por reproducir una plaza castellana, con sus soportales y sus fachadas de adobe. Un capricho, como el mismo lo define, sin más aspiración que hacer un poco más bello su entorno de trabajo y crear un lugar diferente en el que celebrar meriendas y chuletadas con los amigos.
No había dinero para comprar materiales, pero no le hacía falta. Yáñez acudía a las escombreras, esos lugares que solía haber en todos los pueblos de Castilla en los que se dejaban los materiales de derrumbe cuando se hundía una casa. Las escombreras le proveían abundantemente de cuanto necesitaba: adobes, portones de madera, viejas ventanas, rejas, vigas, tejas…
Con más tiempo libre para dedicar a recrear su capricho, ya que tuvo que reducir considerablemente la producción de cerámica y las ferias a las que iba a vender, y mientras daba vueltas a la cabeza pensando en cómo reorientar su vida profesional, cómo buscar la salida a aquella crisis laboral, de salud y personal, Félix empezó a pasar más tiempo en la viña de su suegro.
A la plaza se le unió una calle más, con más casas típicas. Y un puente. Y otra calle… Y todo lo hacía él solo, con alguna pequeña ayuda de su padre, ya jubilado por entonces, que se empeñaba en tirar de nivel para hacerlo todo de una manera más profesional. Yáñez se negaba y discutía con él. «»¡Que no pongas niveles!, ¡que antiguamente no había niveles! Basta con que no se hunda, pero da igual que esté así o así”. Está todo hecho como yo me imagino que se hacía».
La plaza castellana a escala de Félix empezó a llamar la atención. Primero entre sus vecinos. Después, la voz corrió por toda la comarca y llegaron los primeros visitantes. Y cuanta más gente venía a ver aquella enorme escultura, más construía Félix. Y ahora otra plaza. Y un arco. Y otro. Y una escuela para niños, como las de antes. Y otra para niñas. Y una bodega. Y un corral de comedias. Bueno, no, mejor dos. Y una ermita…
Y entre plaza y plaza, entre casa y casa, entre calle y calle, Félix continuaba trabajando como ceramista en su taller, que ahora alberga también la oficina que recibe a los visitantes. Aquel pueblo escultórico era para él un juego, una manera de mantenerse ocupado mientras confiaba en que el chaparrón de la crisis pasara pronto. Y fue pasando un año, dos, cuatro…
Yáñez no proyectaba lo que iba a construir, no seguía ningún plan. «Me lo ha ido marcando el día a día y lo que me iba encontrando». Eran los materiales que localizaba en las escombreras los que le marcaban el camino. «Yo iba con el coche y con el carro, y lo que me encontraba: ¿adobes?, adobes. ¿Piedras? Piedras, ¿maderos?… Y me hacía un soportal. Ha sido una locura de improvisación, sobre todo. Que es también lo bueno de hacerlo así, precisamente porque no me ha obligado nadie a hacerlo ni a cómo hacerlo, sino que ha sido sobre la marcha».
Lo más complicado de conseguir en las escombreras era la madera, que la gente se llevaba para hacer leña. Si necesitaba grava, se iba al río a recogerla. Y si necesitaba arena, también el río se la proporcionaba. Después, sus propios vecinos le ofrecían materiales y objetos para decorar su creación. Un carro viejo, un juego de bolos, los muestrarios antiguos de una vieja mercería, un portón más, unas tejas viejas… Y cuanta más gente venía a visitar el conjunto, más construía Félix. Y el tiempo seguía pasando tranquilamente entre ferias de cerámica (cada vez menos) y su nueva diversión: cinco años, siete, diez…
A la vieja viña de su suegro se fueron sumando otros terrenos colindantes que Yáñez fue comprando para ampliar su proyecto. El número de visitantes crecía y crecía. Al principio, Félix solo pedía un donativo. Después, cuando encontrar materiales en las escombreras se hizo cada vez más difícil y se vio en la necesidad de empezar a comprar algunos de ellos, no le quedó más remedio que cobrar por la entrada. Y otra calle, y otra plaza, y una cantina… Once años, doce… Hasta llegar a ocupar los 30.000 m2 actuales.
Se entornó una puerta y se abrió una ventana
El pueblo que ha recreado Félix Yáñez es increíblemente fiel a uno real. No ha tenido que buscar muchos modelos para hacerlo, en Castilla y en la comarca del Arlanza, de donde es él, aún hay muchos villorrios así, que conservan esa estética casi medieval. Los más ancianos, cuando lo visitan, quedan impresionados por la fidelidad de los detalles y por el realismo, y se emocionan. Ellos lo vivieron así, lo recuerdan así.
«Toca la fibra a mucha gente que ha vivido en los pueblos. Me estoy sorprendiendo yo de lo que he hecho. No me extraña que la gente se sorprenda, ¡me sorprendo yo…! Y es algo que no busqué. Al principio era pura estética: una plaza típica castellana con sus soportales. Porque todos los pueblos del valle de Covarrubias los tienen, menos Quintanilla del Agua, que nos los quemaron los franceses en la Guerra de la Independencia. Nos quemaron el pueblo. Por eso yo tenía capricho por tener unos soportales, con adobes, un ventanuco…».
Las visitas crecieron tanto que la cerámica pasó a un segundo plano y Territorio Artlanza se convirtió en su medio de vida. El cáncer también remitió y Félix recuperó lo más importante, la salud. La vida quería volver a sonreírle. Desde que comenzara a construir la primera plaza hasta ese momento, habían pasado ya unos cuantos años. Tocaba ahora registrar el proyecto de cara a las instituciones públicas —lo que más costó y lo que más quebraderos de cabeza le ha dado, afirma—, y convertirlo en negocio legal.
De cara a atraer turismo, definió Territorio Artlanza como un «pueblo medieval», «pero yo creo que esto ha sido así hasta hace 50 años. Yo he visto a mis abuelos sin luz, sin agua en la casa, con los animales dentro… Seguro que como en la Edad Media. Se vivía exactamente igual».
Trece años le ha llevado a Félix concluir esta gigantesca escultura. En los últimos terrenos que adquirió, ha construido una zona para niños, mucho más colorida, en la que reproduce las casas tradicionales en miniatura, junto con personajes de dibujos animados y de cuentos. Su proyecto ya no puede crecer más. El río le marca la frontera.
«Ahora ya me lleva más mantener que ampliar. Ya no tengo más espacio. Es todo mantenimiento, prácticamente. He cambiado alguna pared. En una mañana cambio una pared. Lo que pasa es que lo estoy haciendo yo. Y digo: el día que no esté yo, los hijos no sé…. No saben de albañilería, y albañiles no hay, ya no quedan albañiles en los pueblos».
Y, además, teatro
También organiza un pequeño festival de teatro en verano, para el que cuenta con la ayuda de un amigo actor de Lerma. Él le ofrece un muestrario de compañías y de obras de teatro que pueden representarse en los dos corrales de comedias que forman parte de su conjunto escultórico y Félix, tras ver las obras, elige las que se representarán.
A la vez, entrega un premio honorífico a algún personaje de la farándula conocido, cuya escultura ha creado él mismo (un busto de don Quijote). Este año lo ha recogido el actor Carlos Sobera, pero por el festival de Territorio Artlanza han pasado figuras como Pepe Viyuela, Fernando Cayo, José Luis Alonso de Santos y Gemma Cuervo.
Sigue haciendo esculturas, pero ya solo por encargo o por puro placer. «Ahora estoy haciendo una colección de esculturas de hierro; insectos de hierro, a ver si hago una exposición con mi hijo. Son pequeñitas, con chapas viejas, con alambres… Mi hijo hace fotografías de insectos, y yo dije: pues voy a hacer yo el hierro y hacemos una exposición conjunta. Y estoy envenenado ahora con ellas, ¿eh?», se ríe.
Territorio Artlanza es ya su principal medio de vida. Suyo y de su familia. «Incluso la mayoría de los encargos se los dono a Caritas. Ya no lo necesito para vivir». Como él dice, ha cumplido un sueño. Al año, recibe unas 50.000 visitas, y en un día ha llegado a tener más de 2000 visitantes. «Y esto no es así tampoco. Hemos pasado de morir de hambre, literalmente, a morir de éxito. Y es peor morir de éxito, ¿eh? De hambre no te mueres: la suegra, las gallinas, la huerta… Pero de éxito…».
Esa es su peor pesadilla, que las visitas se le vayan de las manos y todo se venga abajo. Sin embargo, la cabeza no deja de darle vueltas con nuevas ideas. Una de ellas es hacer visitas teatralizadas, pero prefiere contenerse. «No nos da la vida para más, pero estamos en ello. Ya tenemos bastante con recibir a la gente, no queremos morir de éxito».