Mientras paseaba por Tokio, Genpei Akasegawa reparó en un curioso elemento arquitectónico que no tenían ningún sentido: una escalera que no tenía entrada ni llevaba a ningún lado. Pero lo más llamativo era que su pasamanos tenía signos de reparación, como si aún se estuviera sometiendo a algún tipo de mantenimiento, a pesar de que la escalera ya había dejado de ser funcional.
A partir de ese momento empezó a fijarse en cuanto le rodeaba con más atención mientras paseaba. Y aparecieron más elementos similares: una puerta a la calle situada en un segundo piso, un balcón sin puertas ni ventanas, barandillas en muros donde no son necesarias…
Akasegawa era, por entonces, un reconocido y polifacético artista en Japón que había saltado a la fama por sus performances y su obra vanguardista. Una de ellas, haber enviado invitaciones para una de sus exposiciones en una galería de arte imprimiendo billetes de 1.000 yenes, le llevó a la cárcel acusado de falsificación en la década de los 70.
Ver esta publicación en Instagram
Aquellos elementos arquitectónicos locos tenían dos cosas en común: eran totalmente absurdos y no cumplían con su propósito natural o función, y todos, sin embargo, parecían estar bien cuidados, como si alguien se ocupara de evitar su deterioro. Esa observación le llevó a pensar que sí tenían un sentido, que eran mucho más que meros errores. Y pronto encontró su relación con el arte.
Porque para Akasegawa eso era lo que eran, obras de arte que iban más allá del propio arte, lo que él denominó hiperarte. «Un objeto que, al igual que una obra de arte, no tiene ningún propósito en la sociedad, pero también, al igual que una obra de arte, se conserva con cuidado, hasta el punto en que parece estar en exhibición. Sin embargo, estos objetos no parecen tener un creador, haciéndolos aún más parecidos al arte que el arte normal», explicó posteriormente en un artículo publicado en la revista de fotografía Sashin Jidai en 1982.
Ver esta publicación en Instagram
Ver esta publicación en Instagram
Compartió aquellas fotos con sus conocidos y alumnos de la escuela de arte Biggako, que encontraron divertido localizar más elementos arquitectónicos absurdos en otros lugares. Los fotografiaban y se los mostraban al artista. Entonces surgió la necesidad de poner nombre a esas muestras de hiperarte.
En 1981, los Yomiuri Giants, el equipo de béisbol nipón del que Akasegawa era seguidor, ficharon a la estrella estadounidense Gary Thomasson. Con un contrato millonario, la temporada se presentaba prometedora para los Yomiuri, pero el rendimiento del norteamericano resultó no ser tan bueno como se esperaba. Sus estadísticas bajaron tanto que estuvo a punto de establecer el récord de strikeouts (caer eliminado por acumular tres strikes —batear sin golpear la bola— consecutivos) de aquella liga, así que se pasó la temporada sentado en el banquillo. Un bluf. Un inútil, comentaban los seguidores de los Yomiuri Giants.
Ver esta publicación en Instagram
Ver esta publicación en Instagram
Y ahí fue cuando se le encendió la bombilla al artista nipón: aquellos elementos arquitectónicos que descubría en las calles de Tokio eran tan inútiles como Thomasson. Para él, la asociación era clara, así que propuso llamarlos así, thomasson, y con ese nombre los presentó al público en general en 1982 a través de una serie de artículos publicados en Sashin Jidai que luego fueron recopilados en el libro Chōgeijutsu Tomason publicado por Byakuya-Shobō en 1987.
Ver esta publicación en Instagram
En aquellos artículos Akasegawa, lejos de reírse de su inutilidad, celebraba la rareza de todos aquellos elementos arquitectónicos. Y tuvieron otro efecto inesperado: convirtieron los thomasson en un auténtico fenómeno social, ya que el artista invitaba a los lectores a enviar los suyos propios a cambio de una recompensa. Eso sí, una recompensa tan inútil como los propios thomasson: un billete de cero yenes.
La avalancha de fotos que recibió le llevó a crear el Thomasson Observatory Center, donde fue recopilando todas aquellas fotografías. Y era tal la variedad de elementos inútiles que se recogían en ellas que le llevó a crear 20 tipologías diferentes. Algunas hablaban por sí solas: ‘Escaleras inútiles’, ‘Puertas inútiles’…
Ver esta publicación en Instagram
Pero a otras les dio una nomenclatura un poco más complicada. Así, por ejemplo, estaban las ‘Bombas A’, que englobaban las siluetas de edificios que ya no existían y que quedaban marcadas en la pared que aún estaba en pie. Si esas marcas aparecían debido al agua, entraban en la categoría de ‘Bombas de hidrógeno’. Y si aparecían al derribar una valla publicitaria o un cartel, entraban en ‘Bombas de neutrones’. Aunque quizá la categoría con el nombre más bizarro era la que recogía postes telefónicos cortados y a la que bautizó como ‘Abe Sada’, el nombre de una prostituta japonesa de los años 30 que cortó los genitales a su amante.
Ver esta publicación en Instagram
Ver esta publicación en Instagram
Ver esta publicación en Instagram
El éxito de los thomasson de Akasegawa no se basaba solo en lo divertido que podía resultar para el público general buscar, localizar y recoger aquellos elementos arquitectónicos tan absurdos. Ese hiperarte basado en la observación callejera era un arte abierto a todos, alejado del elitismo de las galerías de arte. Cualquiera podía entender el concepto y apreciarlo, incluso aquellas personas que no vivían en Tokio. De ahí que saltara las fronteras de Japón y empezaran a localizarse thomassons por todo el mundo.
Después, a finales de los 90, el bum de los thomasson llegó a su fin. Pero la llegada de internet e Instagram, entre otras redes sociales, consiguió revivir el fenómeno. Por el camino, los thomasson perdieron su interpretación como obras de arte absurdas, como las entendía Akasewaga. Hoy son meras imágenes humorísticas que nos hacen preguntarnos qué pasaba por la cabeza de quien las hizo. Aunque, bien mirado, lo de hacer reír tiene su arte.