Un tigre se levanta de la cama, se emperifolla, se peina, se perfila bien las rayas negras y se va al estudio del británico Tim Flach para hacerse una foto muy formal, con cara de patriarca; una placa para colgar encima de la chimenea de su mansión.
Esa es la impresión que dan todas estas imágenes. Ocurre como si las bestias confiasen en este fotógrafo que consigue aunar el salvajismo con una actitud de posado. «Me interesa la yuxtaposición del caos y el control», escribió.


Le gusta también trastear con la frontera entre animalidad y humanidad. Juega con la tendencia del cerebro sapiens a transferir características morfológicas y emociones propias de los animales. Por eso introduce un fondo negro: así descontextualiza a las criaturas del ambiente que las rodea, las hace sujeto reconocible y equiparable a nosotros.
Muchas de las especies que retrata están al borde de la extinción, por eso, la prioridad del fotógrafo británico es «producir imágenes emocionalmente activas».

Hizo lo necesario para lograr estas tomas. En una ocasión viajó a Rusia, cerca del mar Caspio, pero como era verano los negativos salieron distorsionados, inutilizados por el calor extremo. Regresó en invierno, a -20ºC. Así consiguió la imagen de la saiga con su pelaje invernal: una criatura casi desconocida, una especie de cabra con nariz de trompa que, como anotó Tim Flach, no desentonaría en una cantina de Star Wars.


En sus colecciones aparece un picozapato con mirada ceñuda y honesta como la de un minero Asturiano; un mandril con cardado ochentero y ojos asertivos; una paloma jacobina coronada por su mantón flamenco; o un murciélago con pantalones cagados dándoselas de urbanita clandestino.
La fotografía, para Tim Flach, tiende un puente entre el mundo natural y unas civilizaciones que viven desde hace siglos completamente desconectadas de la naturaleza, y que son, precisamente, las culpables de la depauperación del planeta y, a la vez, las únicas que pueden enmendar el daño.
