Siempre apoyaré la no discriminación por razón de sexo, aunque en ocasiones invertimos tantos recursos en ella que da la impresión de que no existen otras clases de discriminación, como la de por razón de belleza o por estrato socioeconómico.
De hecho, si analizamos la forma de proceder de nuestro cerebro, enseguida descubriremos que discriminamos continuamente a los demás por toda clase de razones, mayormente espurias o veleidosas. Y que si dejamos de discriminar por un motivo, discriminaremos por otro, hasta el punto de que ya no deberemos preguntarnos cómo dejar de discriminar a los demás, sino qué motivos serían los más justos y racionales para hacerlo.
La impenetrable jungla de los sesgos
Nuestros cerebros no están preparados para asimilar toda la información que reciben, de modo que filtran esa información y solo nos llega una parte a la consciencia. También el cerebro necesitaría demasiado tiempo para evaluar cada situación nueva en la que nos encontramos, o cada individuo que se cruza en nuestro camino, así que también usa atajos mentales, reglas aprendidas en casos o personas similares, a fin de que actuemos en vez de quedarnos horas o días enteros reflexionando bajo un roble. A esta clase de atajos se les llama sesgos cognitivos.
Todo lo que pensamos está cruzado por toda clase de sesgos cognitivos, seamos o no conscientes de ellos. De hecho, nuestras primeras impresiones de las cosas son tan poderosas y perdurables que difícilmente las cambiaremos a lo largo de la vida. Esto se vio perfectamente ejemplificado cuando a un grupo de los voluntarios se le permitió cambiar su primera respuesta a un test. La mayoría fue reacia a hacerlo a pesar de que ello, porcentualmente, mejoraría sus respuestas al test, tal y como revelaron Kruger, Wirtz y Miller en este estudio publicado en Journal of Personality and Social Psychology.
También, a la hora de emparejarnos, estadísticamente lo hacemos más con personas que tienen un nivel cultural y socioeconómico similar al nuestro, en parte porque así ya creemos conocer parte de lo que probablemente ignoramos de la otra persona. Preferimos a gente de nuestro propio país, de nuestra etnia, de nuestro segmento de edad.
Discriminación por estereotipo
Los estereotipos son atajos sobre la naturaleza de las personas en función de algún rasgo que sea fácilmente identificable y que, a diferencia de los sesgos, han cristalizado socialmente. Por ejemplo, socialmente hay cierto consenso al siguiente estereotipo: si nos topamos con un desconocido en un callejón oscuro y viste de cuero con tachuelas desconfiaremos más de él que si viste con traje y corbata. El individuo trajeado quizá es más peligroso que el individuo de cuero (máxime si trabaja en un banco), pero lo más probable, nos dice el estereotipo, es que esto no sea así, y como no tenemos tiempo ni ganas de comprobarlo, mejor obramos conforme a dicho estereotipo.
Todo este proceso sucede en parte a nivel inconsciente y en cuestión de segundos. Y sucede en miles de interacciones sociales, todos los días, a todas horas. Nos comportamos también de modo distinto con quienes no pertenecen a nuestro grupo, grey, panda, etc. Por eso los negros que se encuentran con blancos se comportan de manera distinta a que si se topan con otro negro. Lo mismo sucede entre ricos y pobres. Ancianos y jóvenes. Hombres y mujeres. Hasta el punto de que ni siquiera vemos, en el sentido más literalmente del término, a las personas que no son como nosotros. Como señala George Loewenstein, profesor del Carnegie Mellon y uno de los mayores expertos en el papel de la parcialidad en la formación de nuestros juicios: «La gente siempre cree que no es tendenciosa, aun cuando se pueda documentar estadísticamente que hay una gran parcialidad».
Es lo que sucedió en un divertido experimento llevado a cabo por Daniel Simons y Daniel Levin, de la Universidad de Cornell. En el experimento, un grupo de «forasteros» debían dirigirse a un campus universitario para preguntar a los peatones por algunas direcciones. En mitad de la interacción social, entonces, ambos eran bruscamente interrumpidos por dos hombres que pasaban entre ellos portando una puerta. La interrupción solo duraba un segundo. Pero en ese segundo, uno de los hombres que transportaba la puerta se cambiaba por el «forastero». Cuando la puerta acababa de pasar, el peatón se encontraba de frente con una persona distinta, que continuaba la conversación tal cual. En la mayoría de los casos, el peatón no advertía que nada hubiera cambiado. Solo siete peatones se dieron cuenta del cambio: los siete eran estudiantes de aproximadamente la misma edad que el «forastero».
Repitieron el experimento con un pequeño cambio: los forasteros ya no vestiría de manera informal, como un estudiante más, sino como trabajadores de la construcción. A pesar de que solo interactuaron con estudiantes de su misma edad, la mayoría no se dio cuenta tampoco del cambio. Tal y como abunda en ello Joseph Hallinan en su libro Las trampas de la mente:
Más que verlos como individuos (como había sucedido cuando iban vestidos de estudiantes), los experimentadores eran vistos ahora como miembros de otro grupo. (…) es decir, lo había catalogado enseguida como un obrero de la construcción y no había percibido los detalles (como su cabello, sus ojos o su sonrisa) que le permitirían verle como un individuo.
Otra forma de advertir hasta qué punto anclamos asociaciones de ideas sobre cosas que nos resultan familiares consiste en usar los Tests de Asociación Implícita (Implicit Association Test (IAT)), a través de los cuales se miden los tiempos de reacción para asociaciones entre atributos positivos y negativos y fotografías de representantes de los grupos. Responder al test a través de un ordenador permite medir con una precisión de milisegundos la rapidez de las respuestas.
En función de la velocidad de categorización en cada una de estas variantes se determina el grado de prejuicio implícito. Por ejemplo, si alguien asocia con más rapidez «negro» con «malo» estamos ante un prejuicio racial implícito. Uno de los creadores de este test, Anthony G. Greenwald, sostiene que al haber una asociación previa fuerte las personas tardan en contestar entre cuatrocientos y seiscientos milisegundos. Tal y como señala Joan Ferrés i Prats en Las pantallas y el cerebro emocional:
Pues bien, más del 80% de las personas que han realizado el test en Estados Unidos tardan sensiblemente más en contestar cuando se les pide que asignen conceptos positivos a la categoría negro, que cuando han de asociar conceptos negativos con personas negras. (…) En realidad, de los cincuenta mil afroamericanos que han realizado el test en Estados Unidos, casi la mitad manifiestan asociaciones positivas más fuertes con los blancos que con los negros.
Los resultados del IAT también han descubierto estas asociaciones implícitas negativas en ideas como «femenino» y «carrera», y la mayoría preferían personas jóvenes a viejas, no discapacitadas a discapacitadas, delgadas a obesas y heterosexuales a homosexuales. Si queréis pasar vosotros mismos el test, lo tenéis en Project Implicit de la Universidad de Harvard.
Si las asociaciones psicológicas no parecen suficiente prueba, Elizabeth Phelps, de la New York University, preguntó a diversos individuos blancos si eran racistas para, posteriormente, analizar sus cerebros mediante una resonancia magnética funcional mientras contemplaban fotografías de rostros tanto de piel blanca como de piel negra. En la mayoría de casos, se tendía a activar la amígdala, el área cerebral asociada con las actitudes de miedo y sentimientos negativos. Sin embargo, si las personas negras eran famosas o conocidas, esto no ocurría. Es decir, que una buena forma de combatir el IAT pasa por convivir más con las personas a las que asociamos aspectos negativos, hasta que se vuelvan más familiares.
Discriminación académica
Si hacemos hincapié a la formación académica, los directores de recursos humanos de las empresas también poseen sesgos muy profundos acerca de los trabajadores que creen que rendirán y los que no. Según Ron Haskins e Isabel Sawhill en un estudio llamado “Creating an Opportunity Society”, desde 1970, simplemente acudir a la universidad ha empezado a abrir una brecha económica entre los ciudadanos que no deja de incrementarse.
Un estadounidense medio con título superior forma parte de una familia que gana de media 93.000 dólares al año. El que tiene título universitario, de una familia que gana de media 75.000 dólares al año. El que ha terminado la secundaria, 42.000 dólares. El que ha abandonado el instituto, 28.000 dólares.
Las empresas no tienen tiempo de conocer en profundidad a los solicitantes de sus vacantes, así que criban, discriminan, a quienes no tienen el título académico correspondiente. El resto, aunque sea más competente, culto o trabajador, no será contratado, o será contratado en empleos de menor remuneración.
Discriminación por dinero
Hasta aquí podríamos argüir que uno cobra, en realidad, por haberse esforzado en estudiar o haber desplegado determinadas competencias intelectuales frente a un examen. Sin embargo, eso no es del todo cierto. No todas las personas tienen las mismas posibilidades de acceder a la universidad, y los motivos pueden ser económicos, sociológicos y hasta hereditarios por vía genética, lo que nos estaría planteando una suerte de meritocracia heredada.
Si bien la igualdad de oportunidades es mayor que hace cincuenta años, todavía dista de ser una realidad, tal y como explica el investigador Ross Douthat en el artículo “Does Meritocracy Work?” Un niño que nace en una familia cuyos ingresos ascienden a 30.000 dólares tiene una probabilidad entre diecisiete de ser graduado universitario. Si lo hace en una familia cuyos ingresos son de 45.000 dólares, una probabilidad entre diez. En una de 70.000 dólares, una probabilidad entre cuatro. En una de 90.000, el 50 % de las veces será graduado universitario.
Y si, como hemos señalado, el título universitario ofrece un salario mucho más elevado, ello perpetúa a las familias ricas frente a las pobres. El problema es que esta brutal discriminación en función de la renta resulta de difícil solución, como ha argumentado Eric Hanushek en “Milton Friedman’s Unfinished Business”: a pesar de que, entre 1960 y 2000, el gasto de la educación pública en Estados Unidos ha aumentado un 240%, entre otras políticas, la brecha sigue siendo enorme.
Discriminación por ecosistema
La razón de que la discriminación entre ricos y pobres parezca insalvable es que no reside únicamente en el nivel de renta, sino en absolutamente todo el ecosistema en el que se integra un rico frente a un pobre, como explica Malcolm Gladwell en su libro Fueras de serie. Hasta el punto de que los ricos crian de una forma a sus hijos, y los pobres, de otra forma diferente. Las activiades extra escolares, el tipo de instituto, los compañeros, la resolución de toda clase de problemas. Todo ello incide en el futuro desarrollo del niño, y en su forma de abordar sus metas. David Brooks, en El animal social, incluso es más agorero:
Unos niños están inmersos en un ambiente que estimula el desarrollo del capital humano (libros, debate, lectura, preguntas, conversaciones sobre qué quieren hacer en el futuro) y otros viven en un ambiente trastornado. Si leemos parte de una historia a niños de jardín de infancia de un barrio acomodado, aproximadamente la mitad de ellos serán capaces de predecir qué pasará a continuación. Si leemos el mismo fragmento a niños de barrios pobres, sólo un 10% será capaz de pronosticar el curso de los acontecimientos. La capacidad para construir plantillas sobre el futuro es de capital importancia para el éxito en los años venideros.
Discriminación psicoemocional
Todos somos conscientes de la discriminación a la que sometemos a algunas mujeres, a algunos calvos, a algunas obesas, a algunos pobres, a algunos tartamudos, a algunos enanos, a algunos tuertos o estrábicos, a algunos con voz de pitufo, a algunas asexuadas, a algunos con trabajos ridículos. Todos somos conscientes de miles de discriminaciones, pero las más peligrosas son las que pasan totalmente desapercibidas.
Pongamos un ejemplo extremo. Una persona que es vaga, antipática, insegura, demasiado seria, taciturna, deprimente e incluso asocial. Todos huimos de esa clase de personas. No las queremos cerca, ni trabajando en nuestras empresas, ni siendo nuestras parejas, ni siendo amigas de nuestros hijos. Pensaremos que, bien, discriminamos a esa clase de personas porque se lo merecen. Que no es lo mismo discriminar a un tipo feo que a un tipo antipático. El antipático ha tenido la oportunidad de labrarse un carácter más empático; el feo es feo y punto.
Pero eso no es del todo cierto. Los feos pueden someterse a cirugía plástica, al maquillaje, al photoshop. También tienen cierta responsabilidad de su fealdad, ¿no? De igual modo, pretender que un individuo como el anteriormente descrito consiga ser de otra forma es tan artificioso como pasar por quirófano. Nadie quiere ser vago o antipático. Nadie lo decide. Somos como somos por una mezcla de tómbola genética y ecosistema cultural. Nadie decide ni sus genes ni donde ha nacido, ni con quienes ha debido lidiar toda su vida. Estar en lo más bajo la pirámide social lleva aparejados demasiados efectos negativos, como explica Richard Wilkinson en The Spirit Level, tales como obesidad, peor salud, menos conexiones sociales, más ansiedad. Abunda en ello de nuevo David Brooks:
Prosperar depende de destrezas inconscientes que sirven de condición sine qua non para los logros conscientes. A quienes no han adquirido esas destrezas inconscientes les resulta mucho más difícil aceptar una rutina de jornada laboral y cada mañana van a duras penas a trabajar, sin ganas. Para ellos será más difícil ser educados con un jefe que les abruma, sonreír amablemente al conocer a alguien o mostrar al mundo una cara coherente si están atravesando una crisis personal o de estado de ánimo. Les costará desarrollar una fe fundamental en su eficacia (la creencia de ser capaces de determinar el curso de su vida). Es menos probable que tengan confianza en que la causa conduce al efecto, de que si se sacrifican ahora, algo bueno resultará.
Y, sin embargo, discriminamos a la gente que no nos gusta, cuando quizá deberían gustarnos. Para no ser tan injustos como lo somos ante un cucaracha frente a un perro mono. O quizá, no. Quizá la única manera de vivir sea discriminando. Y la virtud estriba en saber cuándo discriminar y cuándo no hacerlo. Me gustaría daros una respuesta clarificadora, pero me siento incapaz. No creo que exista una respuesta binaria, sino fluida, contradictoria y eternamente irresoluta. Discriminar a los demás está mal y bien, está bien y mal. Supongo que el fiel de la balanza tirará hacia uno u otro lado en función del contexto cultural en el que estemos viviendo. Y mañana será otro día.
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