El año pasado llegaron a España 75 millones de personas. Este año lo harán 83: la economía engorda —más del 11% de la economía nacional proviene del turismo— al mismo ritmo que degrada la costa, sorbe los acuíferos, contamina el aire, expulsa a las clases populares de las ciudades y crea empleo precario.
«El modelo económico español de creación de empleo es sano y sostenible», dijo recientemente el ministro de Turismo de España. Algo que desmienten los informes de los ecologistas y las evidencias, pero parece que la política no tiene en cuenta las consecuencias.
Siempre, desde que el hombre es hombre, y la mujer, mujer; desde que el primer vikingo se subió a su barca, y el esquimal en su chalupa de piel, y el fenicio cruzó el Mediterráneo; siempre la población se ha mezclado: por ambición, por necesidad, por conquista, por hambre. En otro tiempo, los aspirantes a discípulos se perdían en los Himalayas en busca de su maestro. Los osados hombres se iban a la guerra y los conquistadores y exploradores confiaban su suerte al cielo.
Hoy, más de 1.000 millones de personas en todo el mundo viajan anualmente a otro país por el simple placer de hacerlo; en 1950, apenas eran 20. España es una de las potencias económicas del turismo; un sector que atraviesa problemas por su desregularización y el inmenso caudal de viajeros, que llegan a borbotones.
“En algún momento hay que empezar a poner en marcha políticas que contribuyan al decrecimiento turístico y reequilibrar las economías, reduciendo esa sobredependencia”, explica a Yorokobu el investigador en turismo responsable y coordinador de Alba Sud, Ernest Cañada.
Ya hay ciudades que lo están haciendo entre manifestaciones, protestas y pinchazos de ruedas a bicicletas turísticas: el turismo en masa, descontrolado, es una apisonadora que deja al turista en la cúspide de un sistema que satisface los deseos más egocéntricos.
Rodrigo Fernández, autor del libro Viajar perdiendo el sur, así lo sostiene: «El consumismo turístico se caracteriza por la escasa o nula conciencia de límites; la poca importancia que se le otorga a las distancias; el hedonismo radical; la moral del placer; la percepción de libertad, y el control absoluto del tiempo y el espacio durante las estancias vacacionales. Con el valor añadido que supone la capacidad del consumo turístico de eximir a sus consumidores de las obligaciones y responsabilidades, de des-rutinizar, alejándolos de la rutina y la cotidianeidad».
Las implicaciones para España, un país que ha apostado —casi— todo al sector, es un reguero de daños, muchos de ellos irreversibles y cuyas consecuencias pueden ser catastróficas. Y así vemos cómo el Mediterráneo es uno de los mares más envenenados del mundo en hidrocarburos con varias zonas inertes, como el Mar Menor o una costa alicatada hasta las entrañas. «Como si se tratase de un gran cinturón litoral prácticamente continuo a lo largo de su costa», dijo Greenpeace en su informe Destrucción a toda costa (2013) sobre la franja mediterránea a la vez que alertó de «mediterranización» de la costa cantábrica. Un panorama desolador.
En la expansión del capitalismo, ya hay precedentes de destrozos aún mayores en la costa, de la mano del concepto todo incluido (invento español y exportado a los países caribeños). El impacto recae, mayoritariamente, en la población local, algo que ya está sucediendo en España. «En determinados lugares de España, la sobredependencia del turismo y el escaso desarrollo de otras actividades productivas, cuando no abandono, nos está llevando a una situación crítica que comporta enormes costes sociales, como la expulsión de la población local por falta de vivienda asequible o unas condiciones laborales muy precarias», argumenta Ernest Cañada.
Pero también el reguero de daños alcanza a la configuración social de las poblaciones afectadas, a las que alguna vez se les prometió aquello del empleo: la sustitución de tierras agrícolas por suelo urbano y turístico subirá el PIB, pero hace más vulnerable a las poblaciones. Paradigma de ello son las Islas Canarias, cuya soberanía alimentaria es —simplemente— nula: solo producen el 10% de su consumo, menos que Cuba; un concepto, el de la soberanía alimentaria, que la FAO define como un derecho, «respetando sus propias culturas y la diversidad de los modos campesinos, pesqueros e indígenas de producción agropecuaria, de comercialización y de gestión de los espacios rurales».
El turismo de masas está en manos de unos pocos. Las grandes cadenas aglutinan la mayoría del negocio, por lo que la desigualdad es una de las normas del sistema. Podríamos suponer que la llamada economía colaborativa salvaría esta situación, pero Cañada advierte que también está controlada por los grandes capitales. «Los principales beneficiarios de la economía colaborativa son en realidad los capitales globales ligados a grandes fondos de inversión», aclara.
Como alternativa, el investigador pone la vista en las experiencias de turismo comunitario que se están desarrollando en América Latina, donde la participación de la población local es central, siendo ellos quienes toman las decisiones y quienes se benefician directamente del turismo a través de su implicación absoluta.
Esa participación y respeto —y ensalzamiento— de la diversidad es una de las claves del turismo que viene, a pesar de los tambores que anuncian que pronto habrá 1.800 millones de turistas en el planeta: algo insostenible. El arrollamiento producido por el turismo de masas, con la pérdida de la diferencia y la homogeneización cultural, ha sido una de las consecuencias globales que eliminan esa diversidad y aplanamiento. Una auténtica extinción.
A la eliminación de lo diferente, se le unen los costes medioambientales de mover a millones de pasajeros de un sitio a otro. El turismo global representa, según Ecologistas en Acción, el 5% de los gases de efecto invernadero. A ello se suma el impacto en el territorio bajo la denominada capacidad de carga, aquella cantidad de personas que un determinado lugar soporta sin alterar un espacio específico; algo que no parece importarle a los estrategas del turismo ni a los políticos, que siguen apostando por sorber de los acuíferos hasta la última gota de agua que ya apenas queda con la connivencia de la población. Hubo vecinos —muchos— que defendían, en nombre del empleo, esa barbaridad ecológica llamada EuroVegas.
(Por cierto: el 2 de agosto el planeta entró en números rojos para este año. En siete meses hemos agotado los recursos que la Tierra puede proveernos de manera saludable. Los cinco meses que nos quedan por delante viviremos de esa herida).
La dinámica del turismo nos hace olvidarnos de la huella ecológica. Los vuelos baratos —prácticas dumping mediante subvenciones— dan la posibilidad de viajar a precios de risa en una democratización del turismo que sigue siendo, al menos económicamente, antidemocrática: solo el 20% de la población mundial participa de esta nueva manera de divertirse. En España, según encuestas recientes, el 40% de la población no puede irse una semana de vacaciones al año.
Henry David Thoreau, viajero impenitente, se burlaba de la comunicación por telégrafo entre Maine y Texas porque «puede que Maine y Texas no tengan nada importante que comunicarse. (… ) Como si lo importante fuera hablar con rapidez y no con sentido común».
Josep Pla, que recorrió Cataluña en autobús, escribió: «Yo no me opongo a que la gente progrese. ¡Peor para ella!». «Debes cambiar de alma, no de clima», le aconsejaba Séneca a Lucilio cuando el viaje no calmó su ansiedad; y Goethe, en su más de año y medio de viaje por Italia, escribió desde Roma: «Estoy muy bien, me encuentro cada vez más en el camino hacia mi propio ser y aprendo a distinguir lo que me es propio de lo que me es ajeno».
¿Cuál es el propósito de nuestro viaje?
La satisfacción desaforada de nuestros deseos (¿quiénes somos?) ha regado de alcohol las costas y ha dejado estampas insólitas de turistas a la carrera para ocupar hamacas. Ruido, suciedad y violencia se han instalado en varias zonas de España mientras el gobierno se felicita porque España está de moda y somos el tercer país más visitado de este planeta congestionado. No han dicho el precio que tenemos que pagar por ello, que pagamos, que pagaremos.
«Esta lógica de desarrollo turístico ilimitado y que se extiende por todas partes provoca cada vez más la pérdida de la calidad de la experiencia turística, y puede acabar provocando el rechazo de determinados sectores», sostiene el investigador Cañada. Algo que también está sucediendo ante el desbordamiento de las visitas en puntos concretos y que ahora se traslada a las grandes ciudades, algunas de ellas, como Barcelona, asfixiadas de visitantes.
La urbanización depredadora de los últimos años, unido a un urbanismo sin planificación, ha alimentado una burbuja turística en lugares como Canarias, Cataluña y Baleares, combinado con un turismo intermitente o inexistente en otros lugares. El desequilibrio es absoluto y la pregunta es si la burbuja turística estallará.
«En determinados lugares de España, la sobredependencia del turismo nos está llevando a una situación crítica», opina Ernest Cañada, que continúa diciendo que «de alguna manera habría que reequilibrar la economía de muchos territorios y ciudades, por el bien de su población, pero también para garantizar el funcionamiento de la propia actividad turística».
Ante una realidad turística poco prometedora, Naciones Unidas declaró el 2017 como Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo, quizá con la esperanza de mover el inmenso buque del turismo hacia aguas pacíficas. De momento, sabemos que en la historia yacen civilizaciones extinguidas y que ya hay ecosistemas que, zarpa humana mediante, han colapsado.
Este artículo se iba a titular El turismo está jodiendo España, pero Ernest Cañada matizó que no es el turismo lo que jode el país, sino que son «los capitales que están reproduciéndose a través del turismo los que nos están poniendo en dificultad a grandes mayorías. La atención hay que dirigirla hacia los capitales, no sobre la actividad turística o los mismos turistas, porque si no, corremos el riesgo de perder perspectiva y desacertar hacia dónde hay que dirigir las críticas».
Hay un turismo que está amargando a esa España que Machado tildó de «especialista en el vicio al alcance de la mano». O precisamente por eso.
La masificación lo está machacando todo. La derivada de esto es que los sitios no masificados empiezan a tener un fuerte atractivo que hacen que aparezcan reiteradamente en todo tipo de listas de los medios (las 10 playas más solitarias, los 20 pueblos con encanto donde no encontrarás un turista,…), llamando de esta forma la atención de la gente que acude… masivamente. Y detrás de esta gente «los capitales» que ordeñarán la nueva vaca.
El turismo masivo es una depredación consentida.