Estamos en época de campaña para esos simpáticos insectos, y los spots de TV se encargan de recordarnos que los piojos acechan las cabezas de nuestros hijos… Ello me anima a contarles una aventura en la que hay sexo interracial, criaturas de seis patas y problemas de comunicación. Es rigurosamente cierta, y me sucedió en Nueva York hace doce o trece años.
Elizabeth era una negraza preciosa. Coincidimos en el ascensor de un rascacielos emplazado en Lexington Avenue porque los dos habíamos acudido a la llamada de un anuncio en el New York Post donde una agencia solicitaba modelos de todos los colores y tipologías para campañas publicitarias. Subimos en silencio las treinta y tantas plantas, mirándonos de reojo e intercambiando tímidas sonrisas.
Llegamos al recibidor de la agencia y una secretaria impecable nos indicó la sala de espera, donde no había nadie más, y desde la que se disfrutaba una espectacular panorámica del sur de Manhattan. Tras la breve entrevista con el responsable de casting, y cumplimentar una ficha cada uno, pronto coincidimos de nuevo en el ascensor de bajada.
Debo apuntar que yo llevaba el pelo suelto y muy largo por aquel entonces, y recordaba al primo pequeño del cantante de Europe o de Van Halen, y ella me parecía de una belleza arrebatadora. Es cierto que debía de pesar ciento cuarenta kilos, pero tenía una de las caras más bonitas que vi ese año (1999).
Al salir del edificio le propuse:
– Do you want a cup of coffee?
– Yeah!
Siempre llevaba encima un ejemplar de mi primer libro, entonces recién publicado, que le entregué con una improvisada dedicatoria. En Nueva York nadie regala nada, por lo que el obsequio me sirvió para entrar en su corazón y me invitó a conocer su barrio, al otro lado del East River. Quedamos en Jamaica Center, en un Wendy’s… Apareció puntual en un descapotable destartalado y me llevó a una inmensa playa de Long Island, donde nos besamos y acariciamos apasionadamente durante horas.
En la siguiente cita yo me aventuré a invitarla a mi casa. Mi cuarto estaba atestado de vestidos de novia que colgaban de las paredes. Era una de las excentricidades de mi compañero de piso, que dormía en el sofá del salón. Yo llevaba casi dos meses de doloroso celibato, y recuerdo aquella velada como una de las más inolvidables de mi dilatado y turbio historial amoroso.
Se estigmatiza a menudo a personas que padecen la visita de las ladillas, y se les acusa de promiscuas, desaseadas o cosas peores. En mi caso debo decir que los insectos se instalaron en mis zonas bajas sin que yo cometiera la menor falta ni tuviera contacto alguno con nadie. ¿Entonces, cómo, se preguntarán? La esponja. Utilicé en una ocasión la esponja de baño de mi compañero de piso, que no era un tipo excesivamente pulcro, la verdad. Pero esto fue unos días antes de acudir a la agencia de modelos de Lexington Avenue.
Cuando estuve seguro del problema, recuerdo mi aprensión, y mi inglés balbuceante (llevaba poco tiempo instalado en la Gran Manzana) preguntando en una farmacia por un remedio.
En inglés, Lice (piojos) se pronuncia casi igual que Lies (mentiras). Así que pregunté a la joven farmacéutica algo así como “Por favor, tengo mentiras en las ingles ¿me puede ayudar?”. También las llaman Crabs (cangrejos) pero eso yo no lo sabía, y no quiero ni pensar cómo pediría en una marisquería media docena de ladillas para la cena.
Pero volvamos a Elizabeth. Sus brazos de mármol oscuro eran más gruesos que mis muslos, y respecto a la talla de sujetador, debo confesar que nunca en mi vida he vuelto a ver nada semejante, ni siquiera en revistas médicas.
He sabido con tristeza que su barrio de Queens, el Jamaica Center ha quedado devastado tras el paso del huracán Sandy. Espero que Elizabeth esté bien, y que algún día pueda perdonarme esa involuntaria transferencia de fauna inguinal que sin duda se produjo, pues nunca más contestó a mis llamadas telefónicas.
Sirva este post tardío como petición pública (o púbica) de disculpas. Aunque, ahora que lo pienso… ¿Y si las ladillas… eran suyas?
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