La popularización del Seat 600 en los 60 hizo que muchos españoles convirtieran el verano en una estación de huida. Partieron el año en dos mitades y lo atravesaron con un mes de trashumancia, a cientos de kilómetros del marrón más cercano, afianzando tanto la idea de escapada que seis décadas después aún se pauta religiosamente: elegimos destino, exprimimos el paréntesis en un viaje cuasi trascendental y retornamos envueltos en una capa de angustia y resignación.
Pero ¿qué buscamos fuera? A base de repetirlo, el periplo anual de las vacaciones corre el riesgo de adquirir la espesura de una rutina. De autoplagiarse en actividades anodinas que raramente dejan verdadero poso, porque vacar muy largo y muy exótico no significa encontrarse más. O al menos no siempre.
Las epifanías de personas que emprenden un viaje y vuelven completamente cambiadas son rarezas afortunadas e irreproducibles. En esos términos se contarán aquí:
ANTÓN
Mientras ejercía como informático en Madrid, el vigués Antón Ruiz (46 años) decidió suspender el trabajo para recorrer el sudeste asiático en unas vacaciones que le sembraron la semilla del nomadismo. Fue un viaje de Vietnam a Mongolia y luego a la India, del que volvió para retomar su labor profesional en otra consultoría informática madrileña.
«Tenía buenas condiciones y buen salario, pero se me hacía duro verme en el bucle de trabajo y gasto continuo. Empecé a sentir que un mes de vacaciones se me quedaba corto si quería hacer lo que de verdad me apetecía: moverme», cuenta el informático vigués.
Tardó ocho años en planificar una salida ordenada de su propia vida. Ahorró, buscó opciones y asumió el reto mayúsculo de darle la vuelta a España en kayak, un proyecto compartido con la Fundación Gomaespuma para la que recaudó fondos con la travesía.
«Fueron cuatro meses navegando en solitario en los que descubrí cómo dinamizar unas redes sociales, enfrentarme a los medios de comunicación y resolver complicaciones diversas. Todo eso me ha servido luego para montar una agencia de viajes y convertir mi hobby en mi fuente de ingresos», confiesa.
De ese modo, Antón reunió los ahorros de dos años y creó ‘3000 KM’, un negocio de viajes alternativos en el que rentabiliza su pasión por la vida ambulante. Ahora dice tener más tiempo para sí mismo, pero a la vez, al haber dejado de abrir nuevas rutas y dedicarse a tareas más organizativas, intuye que se ha construido una nueva celda. Por eso últimamente busca fórmulas para compatibilizar la gestión de la agencia con su propia deslocalización, porque, tal y como ejemplifica, la rutina siempre gana.
JAVIER
Este barcelonés de 39 años trabajaba como administrativo en una asociación cuando descubrió que su vocación latente, para infortunio de su familia, crecería mejor a 17 horas de su Nou Barris natal.
Esa vocación se le despertó en un viaje a Indonesia: «Bucee por primera vez y la sensación fue indescriptible. Salí del agua emocionadísimo, gritando y con lágrimas en los ojos. Vimos cinco tortugas en esa primera inmersión. Los colores, la vida, me impresionó todo muchísimo», relata Javier Gálvez.
Al volver del bautizo se incorporó al trabajo regular, pero lo empezó a compatibilizar con otra afición en ciernes consistente en liderar a grupos de turistas en destinos como Birmania o Tailandia. A medida que se enganchaba a los viajes, Javier siguió formándose en el buceo con unos cursos en Barcelona que no avanzaron demasiado.
Ese fue el detonante que le motivó a unir los puntos de su trayectoria reciente y situar el índice en la isla de Koh Tao. «Alquilé mi casa, dejé el trabajo, despedí a mi gente y me vine para Tailandia», cuenta al otro lado del teléfono.
Hoy vive en una islita paradisíaca, camina descalzo y bucea entre tiburones ballena. Trabaja como monitor para una escuela llamada ‘Pura Vida’ y disfruta cada inmersión como si fuera la suya propia: «Coger a alguien y moldearle para que gestione su aire y sus problemas debajo del agua es muy gratificante», exhala el buceador catalán, que a la vez admite la cara menos amable del nomadismo.
«Estoy haciendo lo que me gusta, pero también tengo miedo a perder los lazos en España. De algún modo u otro, todos tenemos miedo de algo», se consuela.
LOURDES
A sus 37 años, la granadina Lourdes Olmos dice haber encontrado la plenitud en un velero que navega entre arrecifes polinesios y fondea curioso en las costas de medio planeta. Antes era profesora de Turismo en un instituto de su ciudad natal, donde tenía plaza fija tras haber aprobado las correspondientes oposiciones.
Su vida le gustaba, los alumnos la apreciaban, pero un año las vacaciones le trastocaron el plan de vida: «Cuando monté por primera vez en un velero me cambió la vida. Fue una semana por el Mediterráneo y pensé: ya sé lo que quiero hacer, recorrer el mundo en barco», relata.
No perdió el tiempo. En los ratos libres Lourdes se formó para obtener el título de barco y a la vez indagó sobre páginas mediante las que compartir embarcaciones ajenas.
«Descubrí el ‘Barco Stop’ en el que personas con barco propio acogen a gente como yo para ser parte de su tripulación. Así me metí en el micromundo de la navegación», relata la profesora granadina, que con el tiempo y los viajes terminó por embarcarse de lleno: «El impulso definitivo llegó al conocer a mi actual pareja navegando en la isla de Huahine, en 2017. Ahora vivimos en nuestro barco».
En Lourdes se repite el patrón de Antón y Javier: unos cuantos ahorros y la falta de ataduras les permitieron saltar desde sus vidas anteriores. Fueron de vacaciones y volvieron incubando ideas extravagantes que no arrojaron al contenedor de las ocurrencias, sino que las persiguieron hasta encontrar la manera de validarlas.
«En mi caso fue un cambio radical y muy lento, pero he terminado encontrando la plenitud en este velero y solo quiero dejarme llevar», confiesa la profesora. «Por ejemplo en la isla de Tonga me ofrecieron ser guía de ballenas y no pude quedarme porque tenía que zarpar a Fiji. Hoy aceptaría el trabajo», apostilla.
EPARQUIO
En este punto, el reportaje veraniego se estrangula con un flotador deshinchado y se impugna a sí mismo mediante la voz de Eparquio Delgado, autor de Los libros de autoayuda, ¡vaya timo! Según el psicólogo canario, las historias colmadas de éxito tapan frecuentemente las mucho más comunes trayectorias torcidas, y junto a la argumentación deja un ejemplo:
«Conozco a un tipo que estuvo tres años cruzando los Andes y después escribió un libro de su experiencia. El otro día me lo encontré vendiendo sus libros en la calle. 15 años después el tipo no ha tenido probablemente otra opción. Esta es una realidad que no aparece casi nunca en las revistas».
En su opinión, el reportajismo inspiracional suele reunir relatos que excluyen las condiciones materiales de la gran mayoría, porque –afea– «si no te quedas a vivir en las Azores, parece que seas un aburrido. Es una ficción».
En contraposición, aboga por los discursos que insuflan cierta desesperanza sobre estas aventuras y prefieren construir lazos comunitarios en el terreno, a unos palmos de la rutina.
«Creo que hemos pasado de comunidades muy opresivas donde lo normal era defender la libertad individual, a un mundo occidental en el que ignoramos que somos terriblemente débiles y dependientes de los cuidados. Irse lejos supone con frecuencia ignorar ese elemento esencial de la vida humana».
Supone olvidar los cuidados y la precariedad, porque volver a España con más años y un puñado de experiencias difusas es una pirueta hacia la incertidumbre. Quizás solo por eso merezca la pena escuchar ciertas vivencias. Luego cada cual decidirá si el espejo moviliza o frustra, si la tensión entre descubrir o permanecer se decanta a un extremo.
Cada uno elegirá, pues, su propia aventura, pero habrá de atenerse al hecho de que los viajes acompañados de cambios radicales son complejos y exigen condiciones propicias con sacrificios infinitos. O dicho de otro modo: cuando la epopeya iniciática de las vacaciones cabe en tres hashtags cuquis, entonces probablemente no pase de anécdota.