Oda al viaje compartido

16 de mayo de 2018
16 de mayo de 2018
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Viaje compartido
Jara y Pablo en una calle de Sicilia.

Hace doce años hice mi primer viaje. Mi primer viaje serio. Antes habían caído el clásico Interraíl, un par de Marruecos durmiendo en azoteas, varios trenes que recorrían estepas orientales de noche o algún que otro camping por diferentes costas europeas. Pero fue en 2006 cuando mostré mi pasaporte en Barajas sin vuelo de regreso. A tumba abierta. Iba a Perú con mi amigo Pablo. Sin planes, sin mapas y sin ninguna noción básica de lo que supone cruzar el Atlántico (para hacerse a la idea: llevaba un bote de champú de un litro en la mochila).

Allí, la confusión se materializó en un devaneo aleatorio. En un rumbo mareante. Primero al sur, hasta el Matto Grosso brasileño; luego al norte, desandando muchos de los mismos pasos dados. Acabamos en Cuba un año después. Brindamos con pena en el Malecón de La Habana por ese regreso inminente, del que aún nos arrepentimos. Esa semilla de cansasuelos errante germinó y desde entonces –por suerte– no han dejado de repetirse los mostradores de facturación. A veces solo, a veces con pareja o amigos.

Viaje compartido
Con Pablo en La Habana. Enero de 2006.

No quiero contar esto como un despliegue altivo de currículo viajero, sino como preámbulo para una defensa concreta: la del viaje compartido frente al viaje solitario. Aunque esta postura siga siendo mayoritaria y la más elegida, tengo la impresión de que se estila cada vez más el largarse sin nadie más que tu sombra. Incluso se alaba como muestra de superioridad o gallardía en etiquetas como #solotravel. Tiene su mérito, claro está. Más si eres mujer, discriminada todavía en miles de lugares.

Sin embargo, la experiencia pierde un punto clave de lo que para mí es visitar otros lugares: compartirlo. Y no digo en redes sociales, donde todos somos expertos compartidores de nuestra intimidad más retocada, sino en el momento. En vivo. Sé que este punto conlleva desacuerdos: cierto es que muchas de las vivencias de cada escapada se realizan junto a alguien o que el tenerlas para uno mismo ya merece la pena, pero ¿qué mejor que imprimirlas con la persona que quieres?

Y aquí hago un inciso necesario con dos tendencias que he visto en mis últimas salidas. A riesgo de parecer demasiado impertinente o capullo, que lo soy, alegaré que son impresiones muy subjetivas y parciales y que puedo caer en la exageración o el reduccionismo.

Veamos: por norma general, la mayoría de personas que he conocido viajando solas oscilaban entre dos identidades frecuentes del mochilero solitario común. La de adobarse al primero que pase y no soltarle en días o semanas, por lo que el ‘viajar solo’ se convierte en una pantomima, o la del aventurero esquivo que empeña más horas en la zona wifi del hostal chateando con sus amigos del otro lado del mundo que disfrutando del lugar.

Tengo ejemplos (excluyéndome a mí, que encajaría en cualquiera de las dos): un enero, en Punta Cana, una joven alemana con la que compartía todo el día una mesa de plástico –yo currando, ella en internet– se acercaba tres minutos a la playa para sacarse fotos y volver a colgarlas en sus redes sociales.

Cuando tenía cierta repercusión de likes y comentarios, me decía: «Mira, mis amigos tienen envidia de que esté al sol en bikini y ellos metidos en casa con frío». Otra vez, un curtido viajero, que llevaba meses de pleitos trotamundos a cuestas, no dudó en desbaratar sus planes en diez minutos para sumarse a nuestro grupo. Aunque ya hubiera estado en nuestros destinos. Todo con el mantra de que viajando solo gozaba de libertad absoluta y no se debía a los caprichos de nadie.

Una parada en medio de la India, 2008.
Un catre en medio de la India, 2008.

Que esto no desvíe mis razonamientos. Viajar solo está muy bien, no lo niego. Te pone a prueba y puede que incluso produzca un mayor acercamiento con la cultura local o sus protagonistas. Mis últimas sensaciones, no obstante, son otras, como ya he mencionado: el viajero solitario suele acodarse en un sillón de hostal con el portátil entre las rodillas y los auriculares en las orejas, evitando la interacción no solo con los nativos, sino con sus compatriotas.

Algo que me sorprende aún más si rememoro esos días en los que la palabra wifi no era el talismán del foráneo, la piedra Rosetta que descifra todas las eventualidades propias de un viaje: horarios de transporte, distancia a la siguiente parada, restaurantes donde tomar un trago.

Me da pena cuando rememoro –ay, qué viejo y qué reciente– las llegadas a pueblos o ciudades hace nada, cuando el primer escollo consistía en preguntar por todo eso e implicaba sentarte en una butaca a beber de un mismo vaso.

Sé que huele a lamento trasnochado. A queja pretenciosa de quien, encima, cumple con el manual del milenial: lo primero que hago al llegar a un sitio es pedir la contraseña de la red en cuestión y enfrascarme en una pantalla como si hubiera comprado un billete a un cibercafé y no a otro continente.

Eso no deja que me pellizque un poquito el corazón con el recuerdo de aquellas tardes de happy hour en las que chapurreabas cualquier idioma para unirte a las risas de otro grupo. O para intentar compartir litera, quién sabe. Todo valía en terreno ajeno. Contabas lo mismo en mil ocasiones y jamás sentías en esa repetición el cuñadismo que cargamos todos los turistas de medio pelo en forma de verdades absolutas o anécdotas chispeantes.

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Mirando al Taj Mahal con Pablo, allá por 2008.

Y ahí va otra pauta repetida: insolentes como somos, cada uno se cree único. Más aún si viaja solo, porque no tiene un espejo en el que darse cuenta de que tal valoración es falsa. Despreciamos a menudo determinados aspectos del viajero que se sienta a nuestro lado, con aires de grandeza, solo por envidia o cerrazón. Siempre hacemos todo mejor. Y despotricamos contra el otro, en un ejercicio de xenofobia viajera que ya quisieran los supremacistas yanquis.

Aprovecho otra vez para hacer una digresión: después de mucho tiempo desdeñando los resorts y sus clientes, tildando la experiencia de garrulismo y escupiendo sobre el mojito en piscina o la crema de coco en tumbona, en un último viaje he tenido una revelación que ha modificado algunos prejuicios enquistados.

Conocí a una pareja serbia que empeñaba sus diez días de vacaciones en una pulsera ‘todo incluido’ para no salir de la parcela donde se procuraban de alcohol y chapuzones. ¿Horteras? ¿Catetos? No, simplemente un par de currelas (él vivía en Estocolmo, ella seguía estudiando en Belgrado) que recibía ese placer después de a saber cuántos meses de trabajo y frío.

¿Qué pasa, que nosotros nos interesamos por la coyuntura social y ellos no? ¡Venga ya, si en cuanto se nos acercan a pedir limosna o suben el precio acordado berreamos como bebés!

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Con Jara cerca de la frontera de Senegal con Guinea Bissau, en 2015.

Que conste que hablo siempre desde la versión del turista occidental, con recursos (y pasaportes) suficientes para poder moverse casi a donde le plazca y un presunto bagaje educativo de esos que te transforman en el recalcitrante mochilero de pitillo de liar y moreno con marcas de gafas de sol. Entiendo por tanto que la opción de viajar ni siquiera se considera un privilegio y la de irse solo responde a un capricho más dentro de nuestros lujos cotidianos.

Conviniendo todo esto, y por ir concluyendo, creo que las razones por las que defender el viaje con alguien –aparte de lo de compartir, mencionado al principio– se pueden sintetizar en unos escuetos guiones:

  • Ya que somos bastante estúpidos e insulsos, ¿por qué no juntarte, al menos, con tus insulsos y no con los que te tocan al azar en el rellano de un hostal?
  • Todo es más barato: las habitaciones, los menús, los paseos en camello… Entre dos o más personas, los gastos se dividen. Y como buenos cicateros que somos, un ahorro diario en estas cosas básicas no vienen nada mal (aunque a veces este punto puede tener trampa: lo que escatimas en taxis o alojamiento se duplica en comprar cosas, beber, etcétera).
  • Te ríes más. Obviamente, a no ser que te tiemble un poco la cabeza, andar acompañado de alguien da para más tonterías.
  • Ligas más. Es una afirmación discutible –y claro que hay miles de viajeros solitarios que encuentran varios amoríos en el camino con suma facilidad–, pero de siempre el grupo fomenta la conjunción. Y más si corre el licor en esos encuentros.
  • Los momentos de mierda (y hay muchos) son menos frustrantes. Siempre son jodidos, y más yendo solo, pero con alguien a tu lado tienes dos ventajas: la queja es mutua y en cualquier momento se puede tornar en un instante irrepetible. En una anécdota que contar a dos voces en el futuro.
oda viaje compartido
Javi y Arcenillas en Odesa, Ucrania. Verano de 2016.

Por eso, volviendo a esa primera aventura, exclamo esta oda al viaje compartido. Claro que en esos meses Pablo y yo fantaseábamos a ratos con volar cada uno por separado. Incluso llegábamos más o menos a hacerlo durante las horas de sol, pero por la noche regresábamos a nuestro espacio mutuo. Recuerdo la vez más crítica en esa tentación de marcharnos cada uno a su aire: habíamos pasado todo el día cambiando de vehículo y jamás alcanzábamos el pueblo que buscábamos.

Al final, ya sin luz y sin opciones, nos quedamos a unos doce kilómetros de esa playa soñada. Yo me empeñé en ir andando, a pesar de que en la entrada del camino un guardia con fusil me lo desaconsejó. No atendía a ningún argumento y me lancé a la oscuridad de una trocha.

Al minuto, apareció Pablo con un taxi. Elección que supuso un dispendio de dinero mucho mayor al que habituábamos y, por supuesto, enormemente superior al que habíamos empeñado durante la jornada, alternando medios de transporte precisamente para ahorrar.

Nos dejó en un billar frente a la orilla y jugamos sin dirigirnos la palabra. En absoluto silencio. Al final de la partida, Pablo dijo: «Ni de coña te dejaba solo, que esto lo estamos haciendo los dos». Ahora, cada vez que se nos ocurre algún futuro viaje, siempre acabamos con la coletilla «pero eso es para hacerlo juntos». Aunque en realidad medien otras escapadas solos o con pareja y haga tiempo que no nos plantamos en un aeropuerto con las cartas por desvelar. Ni con un champú de un litro en el bolso.

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