El vino caro me sabe mejor que el vino barato aunque sea el mismo

17 de septiembre de 2014
17 de septiembre de 2014
8 mins de lectura
Henri de Toulouse-Lautrec

El precio de un objeto no describe con precisión el coste de dicho objeto. El precio apenas nos informa acerca de la rareza de los materiales que constituyen el objeto, el número de unidades fabricadas o la inversión de medios para su fabricación. De hecho, valor y coste apenas tienen relación. Por ejemplo, Wikipedia es gratis, pero los libros de Pablo Coelho, no.
Pero no hace falta aludir a la anécdota sardónica. Tras analizarse la fijación de precios en 35 sectores económicos de Estados Unidos entre 1958 y 1992, el economista Robert Hall halló que casi nunca ha existido una correlación entre los aumentos de la demanda y los incrementos de los precios, tal y como señala en su artículo publicado en Quarterly Journal of Economics «Measuring Factor Adjustment Cost». A decir verdad, los precios, las más de las veces, responden mejor a una explicación psicológica de cómo funciona nuestro cerebro.
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(Shutterstock)
Vino caro e impostura
Una de las actividades relacionadas con la gastronomía que mayor grado de impostura y esnobismo reclama, al nivel de un museo de arte abstracto o una película de Woody Allen, es la enología. Todos hemos cogido una papa con calimocho, pero luego somos capaces de probar un vino caro, elaborar todo un ritual a la hora de descorchar y servir, descifrar el buqué, paladear el caldo, chasquear la lengua y pronunciar alguna frase que contenga palabras como «seco», «exquisito», «aromático», «afrutado» o «buena cosecha». La impostura puede llegar a ser tan atornillada que, a través de una suerte de método Stanislavski, el impostor asume como real su propia actuación.
Por ejemplo, tal y como explica el consultor de vinos australiano Michael Hill en Professor Sniffs Out Folks’ Eating Habits, a la mitad de los comensales de un restaurante se les comunicó que el vaso de cabernet Sauvignon que la casa obsequiaba esa noche procedía de California (región vinícola por excelencia, sobre todo en el valle de Napa); a la otra mitad de los comensales, sin embargo, se les informó de que el vino procedía de Dakota del Norte. El grupo que bebió vino de Dakota del Norte comió menos, terminó antes y se marchó antes. Como si todos tuvieran el paladar lo suficientemente entrenado como para advertir la diferencia. Lo más interesante es que el vino era exactamente el mismo en ambos casos.
En un estudio realizado por la Universidad de Stanford y el Instituto Tecnológico de California con 20 voluntarios que debían catar vinos de diferentes precios (5, 10, 35, 45 y 90 dólares la botella), se calificaron como mejores los vinos caros respecto a los baratos, a pesar de que fueran el mismo vino (la única diferencia era la etiqueta con el precio). Además, en el experimento se analizó lo que pasaba realmente en el cerebro de los catadores a través de la resonancia magnética funcional, descubriéndose que realmente, ante el vino caro, se producía una tormenta de actividad en la corteza orbitofrontal medial, la zona donde se percibe el agrado, tal y como señala Jonah Leherer en su libro Cómo decidimos:

Al llevar a cabo la cata en una máquina de resonancia magnética funcional (el vino se tomaba mediante una red de tubos de plástico), los científicos vieron cómo respondía el cerebro de los individuos a los diferentes vinos. Aunque durante el experimento se activaban diversas regiones cerebrales, sólo una parecía reaccionar ante el precio del vino, más que ante el vino propiamente dicho: la corteza prefrontal.

Lo más revelador del experimento llegó más tarde, cuando el experimento se repitió exactamente de la misma manera con miembros del club vinícola de la Universidad de Stanford. Los resultados fueron prácticamente los mismos.
La música también influye en cómo abordamos nuestras preferencias vinícolas, con independencia del precio, lo cual sugiere de nuevo que estas preferencias no son en realidad preferencias, sino reacciones contextuales a otros factores externos. Tal y como explica Joseph Hallinan, de la Universidad de Harvard, en su libro Las trampas de la mente, al referirse a un experimento británico en una tienda de comestibles, publicada en Nature, en el que se había instalado un equipo de música en el estante superior de la sección de vinos:

Debajo del equipo de música pusieron cuatro vinos franceses y cuatro alemanes de características similares (vinos secos y con el mismo precio). Luego pusieron música francesa y música inglesa en días alternos. Y descubrieron que el vino francés se vendía más que el alemán cuando se oía música francesa. Pero cuando se escuchaba música alemana, sucedía lo contrario: el vino alemán se vendía más que el francés. (Esto era así aun cuando la mayoría de los clientes de la tienda generalmente preferían vinos franceses.)

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Malabares con precios
Echar un vistazo a la etiqueta estampada con el precio de un objeto no resulta una operación visual sencilla. Una vez hemos contemplado el precio, ésta cifra se imbrica en nuestro cerebro y pasa por una serie de tamices y sesgos, como el llamado efecto anclaje. Un sesgo cognitivo que describe la tendencia a confiar demasiado en la primera pieza de información que se ofrece (el «ancla») al tomar decisiones.
Las rebajas o descuentos también explotan este defecto del cerebro: nos centramos en el precio rebajado, y compramos más artículos que no están rebajados porque ya hemos ahorrado dinero con los rebajados. Finalmente, la adquisición de esta segunda clase de artículos tenderá a compensar lo que hayamos podido ahorrar del artículo «rebajado», tal y como explica Julie Jargon y sus colegas en su artículo Grocers Tout ‘Sales’ Even as Prices Climb.
Otra forma de aprovecharse del efecto anclaje por parte de los vendedores consiste en fijar límites en la cantidad, como «Sólo 10 unidades por comprador». Esa cifra es el ancla, y cuanto más elevada es, más altas son las ventas. Solo si el número ancla es demasiado elevado (por ejemplo, 50), el efecto se diluye.
Ni siquiera los expertos están a salvo del anclaje, como en el caso de un estudio realizado con agentes inmobiliarios: a la hora de tasar un nuevo inmueble, a una mitad se les mostró un precio de oferta sustancialmente alto en comparación al precio de cotización, y a la otra mitad un precio sustancialmente bajo. Tal y como explica el premio Nobel de Economía Daniel Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio:

Cada agente dio su opinión sobre un precio de compra razonable para la casa, así como el precio más bajo por el que estaría dispuesto a vender la casa si él fuese su propietario. Luego se preguntó a los agentes sobre los factores que habían influido en sus juicios. Sorprendentemente, el precio de oferta no fue uno de esos factores; los agentes presumían de ser capaces de ignorarlo. E insistieron en que el precio de cotización no afectó a sus respuestas; pero se equivocaban: el efecto ancla fue del 41 por ciento. Era evidente que los profesionales eran casi tan susceptibles de los efectos de anclaje como los estudiantes de una escuela de negocios sin experiencia inmobiliaria.

Una vez superados todos estos obstáculos, el precio debe recordarse, y es entonces cuando dicho precio puede de nuevo deformarse en función de las reglas heurísticas que empleamos para archivar los datos. Al intentar evocar de nuevo los precios que hemos visto, tendemos a «abreviarlos» porque resulta más sencillo recordarlos tal y como han analizado Marc Vanhuele y sus colegas en un artículo publicado en Journal of Consumer Research. Hasta el punto de que se ha calculado que cada sílaba extra en un precio reduce la posibilidad de que se recuerde en un 20%. Es decir, que si el precio es de 77,51 dólares (que tiene 13 sílabas, setenta y siete con cincuenta y uno) se recordará menos que un precio de 62,30 dólares (ocho sílabas, sesenta y dos con treinta). El precio más cómodo, más redondo, se nos queda más fácilmente grabado, aunque no sea el precio real.
También nuestra falta de atención puede colarnos un precio por otro. Por ejemplo, esos precios en grande que parecen baratos, pero que en realidad son precios con determinado descuento aplicado, siendo el verdadero precio el que queda debajo, en pequeño. O esa caja de manzanas, ¿está marcada a veinticinco céntimos la pieza o marca cuatro piezas a un euro? Un estudio llevado a cabo por Brian Wansink y sus compañeros de la Universidad de Cornell sugiere que si los precios se indican para múltiples unidades (cuatro por un euro), en lugar de por pieza (uno por veinticinco céntimos), las ventas se incrementan. Tras analizar las compras de consumidores reales en 86 tiendas de comestibles, la fijación de precios por varias unidades produjo un incremento del 32 % de las ventas respecto a las realizadas fijando los precios por unidades (1 por 25 céntimos).
También la demanda influye en nuestra percepción de cuán elevado es un precio. Ésa es la razón de que, tras hacer una búsqueda de un vuelo a Nueva York, por ejemplo, al repetir la búsqueda aparezca ligeramente más caro. Así se sugiere que el trayecto tiene mucha demanda, lo cual implica que el precio no es tan injusto si tanta gente está de acuerdo con él. Se rumorea, incluso, que American Airlines cambia los precios de sus trayectos 500.000 veces al día.

Rei at en.wikipedia
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Justicia económica
El consumidor también toma sus decisiones influido por una suerte de justicia económica latente: penaliza a aquellos vendedores que exageran el precio de sus productos. Incluso, gracias a aparatos de resonancia magnética, una herramienta muy apreciada por los neuroeconomistas, sabemos que las personas ajenas que observan un comportamiento injusto a menudo se suman a la penalización. Tal y como abunda en ello Daniel Kahneman, a rebufo de un estudio que él mismo realizó para la American Economic Review:

Las personas que ven en un nuevo catálogo que otro comerciante pide menos por un producto que han adquirido recientemente a un precio más alto, reducen sus futuras compras a aquel proveedor en un 15 por ciento, el cual sufre una pérdida media de 90 dólares por cliente. Los clientes evidentemente perciben el precio más bajo como un punto de referencia, y piensan que han sufrido una pérdida al pagar más de lo que les parece justo. Por otra parte, los clientes que reaccionan con más intensidad son aquellos que adquieren más productos y a precios más altos. Las pérdidas exceden en mucho a las ganancias por unas adquisiciones incrementadas por los bajos precios del nuevo catálogo.

Con todo, las marcas aportan significado (exclusividad, por ejemplo), lo que permite que un objeto relativamente barato se pueda vender a un precio exorbitado. Marcas como Louis Vuitton, al ir acompañadas por precios elevados, activan regiones de nuestro cerebro como el núcleo accumbens y el cíngulo anterior, lo cual revela la combinación entre el placer de la gratificación anticipada y el conflicto por permitirse en lujo tan ostentoso. Y todo ello sucede con independencia del valor intrínseco del producto, porque su consumo es una muestra de distinción, frente a los demás y frente a nosotros mismos. Al fin y al cabo, según la irónica Revelación de Sturgeon, «el 90 % de cualquier cosa es basura», y el precio nos evita la carga cognitiva extrema de averiguar cuál es el 10 % restante.
Todo lo cual espero que sirva, al menos un poco, para que la lectura de este artículo os parezca lo suficientemente enriquecedor a pesar de que os ha salido gratis. Si no, la próxima vez lo pondré a 5.000 euros. A ver qué pasa.

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