Vivimos una era de megalomanía: todo debe ser grande porque, si no, no existe, no deja huella. Grandes edificios, grandes libros, grandes eventos, grandes alegrías y grandes tragedias también. Esa obsesión por los grandes gestos, por la necesidad de ser siempre visibles y estar permanentemente sobreactuados se traslada también a nuestra forma de vida, olvidando que la mayor parte de nuestras acciones quedan en penumbra.
Es la tiranía de la excelencia, y en esa dictadura que aceptamos sin pararnos a pensar en ello se nos olvida que es quizá en la mediocridad, en esos desdeñados términos medios, donde esté la virtud y nuestra verdadera esencia.
De virtudes minúsculas habla Marina van Zuylen, profesora de Filología Francesa y de Literatura Comparada de la Universidad de Bard (Nueva York) y directora académica del programa Clemente Course in the Humanities, en su ensayo Elogio de las virtudes minúsculas (Siruela, 2025).
Haciendo un recorrido por la filosofía universal y por autores como Marcel Proust, Antón Chéjov o Samuel Beckett, Van Zuylen ensalza esas experiencias banales y actos insignificantes en nuestras vidas que, sin embargo, son quizá las que les den el mayor valor.
¿Cómo podríamos definir esas virtudes pequeñas (pero suficientemente buenas) y cuáles son?
Las virtudes pequeñas no llaman la atención porque son lo contrario de la autosatisfacción y el postureo.
Imagina que te invitan a una fiesta en la que hay gente aparentemente importante. Tu instinto tal vez te lleve a relacionarte con los invitados más visibles e influyentes. Pero escucha a la vocecita dentro de ti que te susurra: ¿qué pasa con esa persona sentada en un rincón con la que nadie habla? Quizá ocurra algo milagroso si le dedicas toda tu atención. Esta conversación fortuita podría sacudirte hasta lo más profundo, podría acercarte a una revelación.
Cuando el escritor ruso Antón Chéjov participaba en un encuentro, la gente se acercaba a hablar con él porque era famoso. Pero en cuestión de minutos les hacía olvidar su fama y les hacía sentir que eran ellos quienes podían enseñarle algo.
¡Qué don tenía ese hombre!, hacer que todos los seres humanos se sintieran importantes, aunque él fuera la persona más importante de la sala. Estas pequeñas virtudes nunca son grandiosas ni glamurosas.
¿Por qué son importantes? ¿En qué tipo de persona nos convierten?
El gran filósofo Spinoza consideraba que cada uno de nosotros posee un don privado, una excelencia que solo nosotros podemos cultivar. Una vez la despertamos, depende de nosotros desarrollarla y «perseverar en nuestro ser».
A menudo, no nos damos cuenta de cuál es ese don. Podemos pensar que consiste en tener un éxito manifiesto (ser el primero en un examen, ganar al ajedrez, conseguir 100.000 likes en Instagram…). Pero, en realidad, puede ser algo aparentemente diminuto: el don de la resistencia, la capacidad de sentir alegría con la felicidad de los demás, la capacidad de ser leal…
Cuando profundizamos en esos dones, estos se expanden y, con ellos, el mundo parece menos frágil, menos solitario. Sin embargo, cuando alimentamos el demonio del interés propio, nos sentimos mal. Disminuimos nuestras posibilidades de conexión. Las virtudes pequeñas son íntimas, son lo contrario de una actuación. Son como un abrazo.
¿Y qué son esas otras cosas que definimos como buenas, como algo a lo que aspirar, y que puede que no sean tan buenas?
Bueno, por una parte, está el Bien en sí mismo y, por otra, lo que creemos que es bueno para nosotros. Creo que querer ser famoso, aspirar a ser el primero o procurar abrirse camino antes que los demás son formas de ocupar espacio, de hacer ruido, pero que no tienen nada que ver con una bondad duradera.
Hay una gran diferencia entre el ruido y la honestidad silenciosa que puede reparar el mundo. El otro día estaba sentada en un café de París. Una familia se sentó a mi lado: el padre, la madre, el hijo y su novia (yo escuchaba a escondidas). El padre no paraba de hablar. Estaba explicando su último libro académico y nunca hizo una pregunta, ni siquiera se dio cuenta de que su mujer se levantaba de la mesa. Se creía tan importante, tan interesante. Le odié de inmediato.
La prometida parecía tan intimidada… ¿Estaba impresionada? Espero que no. Pero este hombre vivía en su propia cabeza, y no dudaba de que su conversación no solo era interesantísima, sino la cumbre de la sabiduría. Representaba lo contrario del Bien. ¡Su pobre familia!
Ese «término medio» se convierte en algo a lo que aspirar para encontrar la felicidad, pero, al mismo tiempo, es algo que nos hacen ver como malo en una sociedad que siempre aspira a lo más alto, a lo máximo (más riqueza, más diversión, más bienes, mejor posición social…). ¿Cómo podemos sobrevivir en esa continua contradicción, en esa lucha?
Realmente hace falta práctica para abrazar el término medio, lo «suficientemente bueno». Yo solía ser muy mala estudiante, incluso me echaban de los colegios, y, por extraño que pueda parecer, prefería estar abajo, con orejas de burro, que estar en el medio. Al menos, ser un payaso tenía cierto prestigio.
Pero ahora que soy profesora y he vivido una vida llena de altibajos, he llegado a detestar palabras como «éxito» o «fracaso», términos como «poco interesante» o «aburrido». Por supuesto, yo también las utilizo, pero intento desconectar esa parte de mi cerebro y practicar un modo de pensar al margen de esas categorías.
Después de todo, ¿no hay un mundo ahí fuera lleno de gente que parece «mediocre», que parece no haberse «distinguido»? Esas personas, de hecho, son tan opacas para mí como yo lo soy para ellas. Quizá escondan secretos magníficos. Y esas son precisamente las personas que suelen resistirse a anunciar sus puntos fuertes, y podrían haber pasado desapercibidas si yo no hubiera frenado mi impulso de juzgar.
Lo que me encanta del término medio es que me ha hecho darme cuenta de que la vida está en los pequeños detalles. Más riqueza, más diversión, más posesiones nunca son suficientes. ¿Te has fijado cuántas veces se casan los multimillonarios? Bueno, ¡esperaban que la felicidad se pareciera a un enorme yate, en lugar de hablar con su chófer o con su cocinero! Podrían aprender a tener otro tipo de perspectiva si tuvieran esas conversaciones.

La obsesión por el éxito en la que vivimos, ¿implica que somos una sociedad vacía?
Yo no diría que somos una sociedad vacía porque hay mucha gente a nuestro alrededor que realmente cambia el mundo cada día, a su pequeñísima manera. Parece que las presiones del mundo y nuestras narices firmemente clavadas en nuestro iPhone hacen que sea tan difícil preocuparse por aquellos que a primera vista no nos aportan nada aprovechable. Pero seamos sinceros. Es muy difícil comprometernos a no juzgar, a detenernos cuando estamos a punto de emitir juicios apresurados.
Estamos vacíos, y nuestra sociedad se vacía, cuando nuestros gestos son automáticos, cuando carecemos de imaginación comprensiva. ¿Qué es eso?, se preguntarán. Pues bien, es cuando mantenemos vivo el sentido de la maravilla con el que un extraño, una persona cualquiera, podría sorprendernos.
A menudo nos apresuramos a sacar conclusiones sobre los que no son como nosotros, a los que inconscientemente podríamos tachar de mediocres, de inútiles. ¡Qué terrible es considerar a algunas personas útiles o desechables!
El éxito, al igual que el fracaso, es una palabra pasada de moda que está vacía. Son atajos que nos mantienen seguros en nuestro propio sentido del yo en lugar de acoger el misterio que podríamos honrar al encontrarnos con el otro.
¿Podrías hablarme de la tiranía de la meritocracia y de cómo nos afecta?
Por mucho que me gustaría no preocuparme por quién tiene éxito y quién no tanto, la lucha por el centro del escenario es algo real. Pero obstaculiza lo que ocurre entre bastidores y deja fuera a las personalidades más recesivas. Estas personas podrían relacionarse con el mundo a través de acciones no dramáticas, acciones que pasan desapercibidas.
Como escribe Michael J. Sandel en su maravilloso libro La tiranía del mérito, la apariencia del mérito ejerce «una poderosa atracción porque a primera vista parece que da poder…, pero es defectuosa. Conduce a un mercado competitivo que ahonda las divisiones y corroe la solidaridad».
«Lo que a menudo atribuimos al mérito no es más que producto del azar». ¿Puedes comentar esta frase?
Es un error creer que nuestros éxitos nacen simplemente de nuestro talento puro. En realidad, nunca nos hacemos a nosotros mismos ni somos autosuficientes. Quizá un profesor nos mostró el camino; quizá una película nos inspiró para cambiar de rumbo.
Recuerdo haber visto una película hace mucho tiempo (Antonia) que cambió mi destino. Por aquel entonces daba clases en una universidad muy prestigiosa, pero sentía que me estaba perdiendo la vida tranquila, una vida hecha de conexiones, de naturaleza, de convivencia. A raíz de esta película, decidí dar clases en una universidad que se preocupaba más por los estudiantes que por el prestigio (Bard College). De repente, mi vida se volvió muy diferente, mucho más significativa; ya no se trataba de una carrera de ratas.
Y sobre este libro: ¿cómo podría afirmar que estas páginas son puros productos de mi cerebro, atribuibles solo a méritos personales? De hecho, cada página tiene su origen en muchas conversaciones inesperadas, desacuerdos, oportunidades e incluso decepciones.
Estoy hecha de mucha gente. Me he convertido en lo que otros tuvieron la generosidad de compartir conmigo. La tiranía del mérito es tanto la tiranía del orgullo como la de la inseguridad. Los libros que escribo son un trabajo de equipo, aunque mi nombre aparezca en la portada (por cierto, ¡me encanta la portada de la edición en español!).
¿Por qué es importante la interacción con otras personas, qué aprendemos de ella y cómo nos construye?
La mayoría de los personajes menores sobre los que escribo parecen desempeñar papeles no esenciales, pero en realidad son el pegamento invisible que une a las personas, añadiendo profundidad y textura a un cuadro más grande que es la vida. Siempre me entristece entregar un billete o dinero al empleado o empleada del peaje. Esta persona tiene interacciones tan terriblemente cortas con los demás… ¿Recuerdas la cara de esa persona? Tal vez haga el esfuerzo de sonreír y dar las gracias, pero hay algo desgarrador en la falta de calidad de la experiencia.
El filósofo Emmanuel Levinas podría haber parado su coche, sin importarle que la gente tocara el claxon detrás de él, y haberse detenido. Para él, esa persona debe ser mirada, detenida. Todo ser humano tiene el potencial de representar lo que George Orwell llamaba la decencia común. Pero requiere esfuerzo, hay que detenerse para darse cuenta.
La decencia común (¡que no es común en absoluto!) es lo contrario de lo llamativo, de los quince minutos de fama de Andy Warhol. La decencia no es una abstracción; nunca será prescriptiva, prestigiosa o totalitaria. No importa el tenor de nuestro trabajo, nuestra nacionalidad, nuestra raza, nuestra religión: todos somos, ante todo, seres humanos. Todo el mundo merece una oportunidad de ser reconocido como decente, como excelente… en clave menor o mayor.
La clave de la felicidad, entonces, estaría en una vuelta a la sencillez ¿o implica algo más?
Puesto que dependemos tristemente del juicio de los demás y estamos influidos por sus éxitos y fracasos, ¿por qué no reajustar nuestras expectativas?
Me imagino la escena en una oficina, o incluso en una cena familiar, donde la presión por un camino más ambicioso proviene del miedo. Los padres que quieren que su hijo demuestre algo al mundo, el trabajador ignorado por un supervisor o el artista atormentado por la falta de reconocimiento: en todos estos casos no se trata solo de exhibiciones públicas de logros, sino también del temor a ser invisible para el mundo.
Algunos han dicho que la buena vida es el resultado de cientos de pequeñas cosas insignificantes. El sociólogo Richard Sennett, sobre todo en El artesano, se resiste y rechaza la dicotomía entre ser un genio y un artesano común. Al borrar la distinción entre lo alto y lo bajo, eleva la pericia manual al nivel de la inspiración, mostrándonos que la minucia y el cuidado son componentes vitales de la creatividad.
El placer de hacer una vasija de barro tiene que ver con el tacto, con el proceso, y la satisfacción no solo proviene del producto final. ¿Qué es una vasija exitosa? ¿Y una vasija fallida? Tal vez sea la imperfección lo que la hace bella.