El aeropuerto se ha convertido en una segunda residencia. Aquellos que viajan con asiduidad ven más a los auxiliares de vuelo, a los vendedores del Duty Free y a los agentes de seguridad del control de equipajes que a sus propias familias. El aeropuerto es la más clara conversión de un no-lugar en un espacio cercano, casi familiar.
Pero existen casos aún más extremos, situaciones en las que los espacios aeroportuarios se han convertido en hogar, en refugio e incluso en cárcel para algunas personas.
El aeropuerto como refugio
Un mes y medio llevaba Eric Snowden viviendo en el aeropuerto Sheremétievo de Moscú hasta que obtuvo el asilo oficial por parte del Gobierno ruso. Tras su famosa revelación de documentos clasificados de la NSA, Snowden se había convertido en el hombre más buscado de Estados Unidos y se encontraba en Rusia como única opción para evitar la justicia estadounidense. Mientras esperaba, el espacio aeroportuario era un lugar seguro y aparentemente neutral, aunque, en realidad, ya se encontraba en suelo ruso.
Existe la idea errónea de que el espacio de tránsito aeroportuario es una zona internacional, neutra y que da una protección especial a los viajeros, pero no es cierto: todo el espacio de un aeropuerto está bajo la jurisdicción del país al que pertenece. Pero este hecho es bastante flexible, tan flexible como el propio estado quiera, como ocurrió en el caso de Rusia, que alegó la permanencia de Snowden en el espacio de tránsito como zona fuera de su jurisdicción mientras Putin estudiaba las implicaciones de dar asilo a Snowden.
Sin embargo, ese espacio, aun bajo la soberanía del país, en ocasiones sí que se convierte en un limbo para algunos viajeros. Como Tom Hanks, por ejemplo.
En la película La terminal, Hanks es Victor Navorski, un ciudadano de Karakhozia, un país ficticio de Europa del Este. Narvoski se convierte en exiliado de forma involuntaria en la terminal internacional del aeropuerto JFK de Nueva York cuando estalla una guerra civil en su tierra de origen y su pasaporte queda anulado. Navorski no puede tomar ningún avión ni pisar suelo estadounidense.
La historia de Narvoski es, en realidad, la adaptación (un tanto libre y bastante garrapiñada) de la historia real de Mehran Karimi Nasseri, un refugiado iraní que vivió en la terminal de salidas del aeropuerto de Paris-Charles de Gaulle entre el 8 de agosto de 1988 y julio de 2006. Nasseri vivía como refugiado en Bélgica, pero mientras se mudaba a Reino Unido, le robaron toda su documentación en el aeropuerto Charles de Gaulle.
El iraní consiguió volar a Heathrow, pero fue rechazado y enviado de vuelta al De Gaulle. Allí comenzó su nueva vida. Incapaz de probar su identidad, fue trasladado a la zona de espera, dedicada a los viajeros sin papeles, en la que estuvo hasta 2006, año en que fue hospitalizado en un centro sanitario de París.
El aeropuerto como cárcel
Mohammed Al Bahish estuvo 150 días en un encierro que parecía más una cárcel que un aeropuerto. Sucedió entre marzo y agosto de 2013, en el Aeropuerto Internacional Almaty de Kazajistán. Al Bahish, refugiado palestino, extravió sus documentos mientras formalizaba los trámites de boda con una mujer kazaja. Al expirar su tiempo de permanencia en el país, voló a Estambul para tratar de renovar su visa, pero fue devuelto a Kazajistán al no tener papeles que acreditasen su estado.
Al final, las autoridades decidieron trasladarlo a la zona estéril, destinada al personal del aeropuerto. Allí dormía, en un cuarto de tres metros cuadrados, y se alimentaba con la comida del catering de los aviones, en muchas ocasiones la misma durante todo un mes. Se le permitía salir a un espacio cercano a la pista y ducharse en los baños destinados para el personal, pero siempre vigilado por los agentes de seguridad del aeropuerto.
Finalmente, el 17 de agosto de 2013, se le permitió viajar a un centro de tránsito para refugiados del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en Timisoara, Rumanía, donde consiguió el asilo en Finlandia.
El aeropuerto como hogar
El autor J.G Ballard dijo una frase bastante premonitoria en su artículo Aeropuertos: las ciudades del futuro (1997): «Sospecho que el aeropuerto será la verdadera ciudad del siglo XXI».
A juzgar por lo que ocurre en la actualidad, no andaba equivocado.
Prueba de ello es que los aeropuertos se han ido transformando de espacios fríos, asépticos, feos e impersonales a entornos donde, a veces, da pena embarcar y dejar de disfrutar de los goces que ofrece la terminal.
Un ejemplo: el aeropuerto Changi, de Singapur. El Changi lleva seis años siendo coronado como el mejor aeropuerto del mundo en los World Airport Awards. Es una mezcla entre centro comercial, polideportivo y complejo residencial donde se pueden encontrar varios cines, piscinas y jardines repartidos a lo largo de sus terminales.
Para finales de 2018 está programada la inauguración del nuevo edificio, el Jewel-Changi, un edificio de 5 plantas con un gran jardín interior con 25.000 árboles y una cascada de 40 metros situada en medio del recinto.
El Hamad-Doha de Qatar (quinto en el ranking) tampoco se queda corto en sus servicios, con sus pistas de squash, varias mezquitas, una galería de arte, un balneario y una piscina. ¿Y si alguien tiene una mascota? Pues también está solucionado el problema, al menos en el aeropuerto de Frankfurt, donde existe un hotel para perros que se hace cargo del animal mientras su humano está de viaje.
Pero de todos los ejemplos de conversión de un aeropuerto en ciudad, el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles (LAX) es el que se lleva la palma. Y no precisamente por la belleza y confortabilidad de sus instalaciones.
A comienzos de la primera década del 2000 comenzó a crecer una nueva comunidad en el aparcamiento E del LAX . Se trataba de un campamento de empleados del aeropuerto que, equipados con sus caravanas, comenzaron a ocupar el extremo oriental del parking. En el año 2005, la autoridad aeroportuaria reconoció formalmente a esta comunidad, fijando su límite en 100 vehículos.
Pilotos, copilotos, auxiliares, mecánicos o personal de carga se convirtieron en vecinos, todos ellos acuciados por diversos problemas: los elevados precios de la vivienda en Los Ángeles, los sueldos insuficientes (y cada vez más reducidos) y la enorme cantidad de tiempo que empleaban para llegar a sus casas (Los Ángeles es la ciudad con más atascos del mundo, según un estudio de febrero de 2018), lo cual les restaba el tiempo de descanso que necesita el personal de aviación.
El aeropuerto, ese no-lugar en el que miles de itinerarios individuales se entrecruzan ignorándose, se está convirtiendo, poco a poco, en un nuevo lugar que la gente se ve obligada a aceptar como un espacio más de su vida, no una simple zona de paso, no un simple lugar donde esperar un medio de transporte.
Y aquellos viajeros frecuentes que ya saludan al agente de control de equipajes como si fuese un colega de toda la vida, lo saben mejor que nadie.