Ian Schneller es una persona que se toma muy en serio su trabajo. Tanto que dice que duerme más tranquilo por las noches, cuando se mete en la cama, al saber que ha contribuido a luchar contra ‘la chapucería’ que impera en la mayor parte de productos que nos rodean. “Cuando desmonto los objetos actuales me quedo horrorizado. Los tornillos están escondidos. Nada es intercambiable ni reparable. En los años 30, 40 y 50, los ingenieros siempre buscaban dar más de lo que se esperaba para aguantar imprevistos. Hoy solo veo a mi alrededor productos hechos para durar unos años y que, al poco tiempo, se acaban desechando. Se acabó el afán por comprar cosas de calidad y duraderas”, explica mientras camina de arriba abajo por su taller, en el barrio de Humboldt Park, Chicago.
La protesta de Schneller podría ser interpretada, posiblemente, como el llanto impotente de alguien atrapado en el pasado contrario a la democratización y masificación de los instrumentos. Él dice no verlo así en absoluto. Comprar un instrumento, en su estimación, debería ser algo similar a adquirir un reloj que pasa de generación en generación. “Es una cuestión de permanencia. Mis guitarras no están hechas para durar unos años. Están pensadas para durar vidas”.
Cada día, este cirujano de la acústica se encierra en su taller que utiliza como base de operaciones de Specimen Instruments. Una marca fundada por él mismo hace 25 años y que elabora guitarras, ukeleles, bajos, altavoces y sistemas de sonidos de forma completamente artesanal y bajo encargo. Sus propuestas más experimentales llegan incluso a considerarse obras de arte por coleccionistas de todo el mundo que buscan objetos especiales para escuchar música. Una de sus piezas más cotizada en este campo es el Horn Amp, un amplificador con forma de gramófono más cercano a una escultura que a un altavoz, que elabora con papel de periódico reciclado y madera reforzada. ¿El precio? Más de 1.000 dólares.
La pasión con la que concibe los instrumentos le ha llevado a trabajar con músicos como Jeff Tweedy, de Wilco, o Jack White, de los ya difuntos White Stripes, a quienes proporciona equipo y arregla guitarras. Pero su relación más duradera y sólida es con el multiinstrumentista Andrew Bird con quien colabora frecuentemente.
Schneller es el científico loco siempre buscando ir más allá. Bird, su conejillo de indias, siempre dispuesto a probar sus nuevas creaciones. “Es una simbiosis que ayuda a explorar los límites de cada uno. Yo le intento proporcionar los mejores instrumentos para sus conciertos y él busca sacar lo mejor de los míos en esos conciertos”.
En diciembre encabezaron Sonic Arboretum, una instalación en vivo que transmitía la música de Bird por los altavoces esculturales de Schneller repartidos por una enorme sala en el museo de arte contemporáneo de Chicago. En el pasado, también han expuesto su trabajo conjunto en el Guggenheim de Nueva York.
El escultor de instrumentos
Precisamente, una de las piezas que concibió originalmente para Bird es la que utiliza este artesano para hacer una demostración en vivo de lo que sus instrumentos son capaces de ejecutar durante nuestra visita a su taller. Dos de sus altavoces característicos en forma de gramófono yacen sobre una estantería. Schneller pulsa un botón y empiezan a rotar como una hélice. Coge una de sus guitarras y toca unos acordes de blues. El sonido es nítido y envolvente. El movimiento de los altavoces crea un efecto hipnótico.
Una vez terminado el pequeño concierto, Schneller se acerca a su mesa de trabajo y demuestra una vez más que su imaginación transciende lo meramente artesanal. Se sienta y abre una libreta con un dibujo coloreado de un proyecto que espera llegar a realizar en los próximos años. Es una especie de carrusel en el que cuelgan seis altavoces giratorios.
Su forma de concebir la artesanía está fuertemente influída por su formación. Estudió bellas artes y se especializó en escultura, aunque la fascinación que siente por cómo funcionan las cosas viene de antes. “Tenía 13 años. Recuerdo que se estropeó un coche que me había regalado mi padre. Localicé la pieza que fallaba y compré un repuesto por 6 dólares y lo instalé. Me acuerdo, como si fuera ayer, de la satisfacción que recorrió mi cuerpo cuando se encendió el motor”, rememora.
Este némesis de la obsolescencia programada no se resigna a aceptar que su batalla esté perdida. No reivindica que todos sean tan de nicho como él, pero sí hace un llamamiento para que se revise cómo la gente afronta la fabricación de guitarras y productos hoy en día.
Schneller tampoco quiere que este oficio se vaya con él. Para asegurarse, el estadounidense transmite, desde hace años, sus conocimientos en Chicago School of Guitar Making, los cuales imparte en su taller. Una escuela por donde han pasado más de 1.000 personas. Es su forma de asegurarse de que siga viva su manera de entender la fabricación de instrumentos y, de paso, dar la espalda a lo efímero en favor de lo duradero.
Fotos: Caleb Condit
Este artículo fue publicado en el número de febrero de Yorokobu.