Bienvenidos al parque infantil más bonito del mundo

Seguro que has pasado en más de una ocasión por un parque infantil y has mirado a los columpios o al tobogán con ojos melancólicos. Querías volver a usarlos, volver a sentir lo que sentías cuando eras un niño, pero al final, la vergüenza te ha podido y has continuado tu camino entre suspiros de nostalgia. Claro que  alguna vez, quién sabe si poseído por una leve intoxicación etílica desbordante alegría de vivir, te has dicho: “¡Que le den por el saco a todo!” y, efectivamente, te has mecido en los columpios, has bajado por un tobogán y has subido y bajado en uno de esos balancines con cabeza de patito de madera que pueblan los parques infantiles de nuestras ciudades.
Sí, los parques han cambiado mucho desde que jugábamos en ellos. Antes eran una colección de instrumentos de tortura; afilados entramados metálicos del cual nos colgábamos cual simio en época de apareamiento sin ningún tipo de respeto ni apego a nuestra integridad física. ¡Y lo bien que lo pasábamos!
De hecho, el fenómeno del parque infantil es relativamente moderno. Hasta después de la 2ª Guerra Mundial, lo único que había eran explanadas de tierra donde los niños correteaban, le daban patadas a un balón o a cualquier objeto susceptible de ser considerado como tal (por ejemplo, una lata de garbanzos) y al final se acababan poniendo las rodillas llenas de polvo y rasguñones con el maravilloso componente antiséptico que proporcionaba la unión de sangre, sudor y lágrimas. Estos lugares no se llamaban parques infantiles, sino descampados.
Fue Aldo van Eyck el primero en proponer una mirada distinta al fenómeno del parque infantil. Aprovechando la reconstrucción del Ámsterdam de posguerra, el arquitecto holandés diseñó una nueva manera de repensar la ciudad y de ocupar los solares vacíos que aparecieron, a menudo como consecuencia de los bombardeos de artillería. En vez de volver a levantar edificios, estos lugares se convertirían en los primeros parques infantiles tal y como los conocemos, con sus columpios, sus puentes y sus barras de metal. Van Eyck se fijaba por primera vez en un usuario en el que nadie había reparado hasta el momento: los niños.

Los parques de Aldo van Eyck
Los parques de Aldo van Eyck

A partir de ese momento, las ciudades de todo el mundo se llenaron de parques infantiles, en plazas, en avenidas, en jardines y, a veces, en lugares creados expresamente para ellos. Y hasta hoy, donde no hay barrio que no tenga sus columpios y su tobogán. Eso sí, todo cada vez más acolchado, más seguro y más aséptico. Y pese a que han pasado más de 60 años, lo cierto es que la mayoría de los parques infantiles siguen estando poblados de los mismos cacharros que proponía Aldo van Eyck en sus proyectos holandeses. O sea, los puentes, los toboganes y los columpios.
Por suerte, hay toda una generación de creadores que trabajan desde la escala y la mirada del niño y que han construido los parques infantiles más sorprendentes y sí, más bonitos del mundo. Desde las irreverentes y divertidísimas obras del colectivo danés MONSTRUM, hasta el estupendo, por comprensión y escala del personaje, Parque Gulliver en Valencia, pasando por los cerditos de madera de Madrid Río o el el minimalista patio del Colegio Mirabal en Boadilla del Monte.
Con todo, quizá los más interesantes y los más novedosos sean los parques que “construye” Toshiko Horiuchi MacAdam. Y entrecomillamos el verbo “construir”, porque lo que hace la artista Japonesa-canadiense no tiene que ver con el acero, la madera y los ladrillos, sino con las cuerdas y los hilos. Horiuchi MacAdam lo que hace es, literalmente, tejer grandes superficies textiles empleando técnicas de crochet y ganchillo. El resultado son unos espacios casi ingrávidos donde las niñas y los niños –y no nos engañemos, también los adultos- se columpian, corretean y juegan boca arriba y boca abajo entre redes flexibles y multicolores.
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Según cuenta la propia Toshiko Horiuchi, sus piezas iniciales estaban concebidas exclusivamente como objetos de arte. Fue durante una exposición como la de Roma que figura en la imagen anterior, cuando un grupo de niños decidió encaramarse a su «obra de arte», saltándose todas las normas y los protocolos. Horiuchi comprendió en ese momento que, fuese cual fuese el objetivo inicial, su obra acababa de cobrar una nueva dimensión. Una que la alejaría de las galerías de arte y la colocaría en medio del público. Del más pequeño.
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Las piezas de Horiuchi MacAdam parecen una suerte de reinterpretación más amable y juguetona de las superficies tensadas que Frei Otto construyó en los 60 y 70. Como las del Estadio Olímpico de Munich.
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Estos parques textiles se han instalado en Japón, donde son la atracción estrella del Museo al Aire Libre de Hakone o del Parque Nacional Takino Suzuran, pero también hay piezas de Horiuchi MacAdam en Corea e incluso en Zaragoza. Y viendo las fotos, está bastante claro que los niños se lo pasan pipa haciendo la cabra entre las pelotas de goma, los flotadores hinchables, las cuerdas y los hilos.
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Toshiko Horiuchi MacAdam  sigue tejiendo a mano cada una de sus piezas, pese a que ya tiene 74 años. Porque la mirada de un niño no se pierde nunca. Si no quieres.
 
 

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Patrick Thomas

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