La ciencia ficción aventura hipótesis, plantea preguntas que la cotidianeidad nos empaña. Cualquiera da por sentado que, en situaciones excepcionales, habrá que salvar a los niños primero y ceder el asiento a los ancianos, pero luego llega una pandemia y solo se limpia el culo con papel de doble capa el más rápido. En la ciencia ficción –y en especial en la catastrofista–, como en la filosofía, el fin último es el interrogante y lo que este trae consigo, es decir, el qué pasaría si más que el cómo solucionar esto en caso de.
La desestabilización de las premisas, la reconfiguración de los roles, la vuelta a empezar. No queda nada que dar por sentado, las reglas de antes ya no valen. Todo está por construir. Lo único que queda del pasado son sus protagonistas, los humanos. Esa es la esencia de todos aquellos relatos en los que algo ha cambiado, generalmente nunca para mejor, y hay que adaptarse a lo que viene.
Algunas de las mejores distopías como la que nos confina hoy obliga a sus protagonistas a encerrarse siguiendo una lógica sencilla: estar encerrado es una mierda, pero salir afuera es peor. Bajo esta simple premisa el cine posapocalíptico ha construido algunos relatos espectaculares, pero no es el único género que la ha trabajado. A continuación van algunos ejemplos en los que el cine ha retratado cómo estar encerrado es la carta menos mala que nos reserva la baraja.
10 Cloverfield Lane
Además de gran fabulador, J. J. Abrams es una máquina de hacer pasta. Ambas virtudes han sido ya tan ampliamente demostradas que vincular su nombre a una película es sinónimo de éxito, al menos en taquilla. En esta ocasión se encargó de producir una de esas joyas que se convierten en referente del género al tiempo que alimentan las fobias y filias del survivalismo más conspiranoico.
La historia se desarrolla en un búnker anticatástrofe (what a wonderful place!) regentado por Howard, a quien da vida esa leyenda viva llamada John Goodman. Howard, que no es precisamente la alegría de la huerta, hace las veces de pastor del rebaño y comparte su refugio con otras dos personas a quienes da cobijo y comida bajo inflexibles normas de convivencia y comportamiento que él impone, pues para eso es su búnker. Que te cuelguen el sambenito de majara por prepararte para el armagedón y luego tener razón debe ponerte de un arrogante que agüita.
10 Cloverfield Lane no es la secuela de ninguna película, como ya aclaró el propio Abrams, pero sí forma parte de un mismo universo ficcional que comparte con Cloverfield –que aquí en España algún estratega del marketing rebautizó como Monstruoso– y con Cloverfield Movie, que iba a llamarse God Particle, pero así el espectador no tiene que molestarse demasiado atando cabos él mismo.
Decía Álex de la Iglesia en una entrevista a raíz del estreno de El Bar que si una historia de este tipo pasa en Madrid, el espectador se devanará los sesos tratando de desentrañar la alegoría, pero si pasa en Manhattan es solo una historia, que pasa en Manhattan, «porque Manhattan es el puto ónfalo».
El bar
Frente al topicazo norteamericano, Álex de la Iglesia nos da producto patrio. Frente a los héroes cachas con pistola y los grandes despachos con ventanales desde donde se salva o se deja caer al resto de la humanidad, De la Iglesia construye un escenario de histeria catastrofista en un bar castizo en pleno centro de Madrid, donde se sirve café en vaso de caña y pinchos de tortilla, con la sinfonía de la máquina tragaperras de fondo.
Allí reúne el director las miserias de cada uno, que son un poco las de todos, y las echa a pelear. La dueña del bar y su mala leche, un expolicía borracho, una ludópata, un hípster y su iPad, una pija impoluta, un mendigo con aires mesiánicos. Todos ellos congregados alrededor de una barra cuando alguien que salía del bar es asesinado por un francotirador. Al momento, un segundo que sale a socorrer al primero corre la misma suerte. Dos personas abatidas en plena capital y nadie sabe nada. En la tele, ni mu. Tampoco los móviles tienen cobertura. Entonces surgen las dudas nerviosas, las teorías absurdas. ¿Hay un loco ahí fuera matando en nombre de no se sabe qué? ¿Es el Estado el que intenta liquidarlos? ¿Por qué? Nadie sabe qué está pasando, pero sospechan que hay algo dentro del bar que sobra y parecen ser ellos.
El director ya ha demostrado que le importan poco las dobles lecturas o la dimensión psicológica de sus personajes. Él quiere leña y la quiere cuanto antes. Quizá por eso sus películas, tan bien encaminadas, desembocan a veces en una catarsis sin sentido. Pero antes de que todo se le vaya de madre, El Bar ofrece un divertido ejercicio de histeria colectiva, un sálvese quien pueda casposo en el que sus protagonistas no se llaman Matthew ni Ryan, sino Trini, Amparo y Saturnino.
Hidden
Los hermanos Duffer, creadores de Stranger things, pusieron su talento al servicio del cine de encierros posapocalípticos apenas un año antes de reventarlo con la serie de Netflix. Hidden, el primer largometraje de los Duffer, narra la historia de un matrimonio y su hija pequeña, que llevan encerrados en un búnker casi un año. Afuera, algo que se irá explicando mediante flashbacks parece haber arrasado con todo, y solo sobreviven unos pocos a los que llaman los breathers (respiradores), unos tipos con máscaras antigás que parecen tener pocas ganas de trabar amistad.
A estos dos hermanos les encanta mezclar ciencia ficción con tintes de terror, eso ha quedado ya claro. Esperamos que vuelvan pronto a la carga.
Green room
Jeremy Saulnier ya venía de ganar el premio de la crítica en Cannes con Blue ruin y su última película funciona tan bien o mejor. En Green room, los jóvenes integrantes de una banda de punk a los que no parece irles precisamente bien en el negocio se les ofrece un último bolo para saldar deudas. Nada puede salir bien de una oferta que empieza con «mi primo tiene un local frecuentado por skins neonazis», pero allá que van, de perdidos, al río. Tocan, les abuchean, cobran y recogen sus bártulos. Pero justo antes de largarse descubren un pastel que no deberían haber descubierto, y los gerentes del local, cabezas pelonas marcialmente organizadas, los encierran en una habitación del backstage hasta decidir qué hacer con ellos.
Saulnier, amante confeso de Black Sabbath, se forjó como cineasta en los noventa con los mismos amigos con los que se desgañitaba tocando punk, y es precisamente esa familiaridad con el ambiente que se retrata lo que permite a la película funcionar sin efectismos. Jamás el imaginario punk encontró mejor complemento que esta amalgama claustrofóbica de violencia y humor negro.
Los últimos días
En esta ocasión es la agorafobia la causante de que una maltratada humanidad se vea obligada a vivir de puertas adentro. Los hermanos David y Álex Pastor, que despertaron tibio interés y poco entusiasmo con su ópera prima Carriers, eligen esta vez Barcelona como escenario para su fatalidad posapocalíptica. Por alguna razón un miedo irracional a los espacios abiertos se ha extendido a nivel mundial y quien decide contravenir este inexplicable –e inexplicado a lo largo del metraje– toque de queda permanente muere fulminado.
Los últimos días, como la mayoría de fábulas en que todo se va al carajo y hay que empezar de –casi– cero, juega la baza de una justicia poética en que las formas de poder y las desigualdades previas al cataclismo se reconfiguran, tornándose más primitivas. Ahora, exejecutivos con barba de meses y trajes enmugrecidos hacen cola para mendigar su ración de agua potable con una botella de plástico sin etiqueta, y el jefe de recursos humanos (José Coronado) y el empleado a punto de ser despedido (Quim Gutiérrez) sobreviven como pueden en una road movie por los túneles del metro barcelonés, donde ya nadie ojeará tu currículum con desinterés, ni te pedirá que te definas en cinco palabras, ni te preguntará dónde te ves en unos años o qué puedes aportar a la empresa. Las sofisticaciones son ya cosa del pasado, como el walkman.
Sin duda es don José Coronado, rey del bífidus activo, paladín del tránsito regulado, quien hace que la película no se derrumbe antes de tiempo, pero tampoco la salva ni evita los tópicos que hacen del filme, en palabras de Jordi Costa, una suerte de «anuncio de Dodotis posapocalíptico». Si tenemos que hablar de agorafobia en el celuloide, me declaro mucho más fan de Musarañas, marca España de la buena, y de la soberbia Macarena Gómez, a caballo entre la candidez y el desquicio en una reformulación del clásico norteamericano Misery.
La zona
En esta ocasión los protagonistas están encerrados en un lugar bastante más diáfano que un búnker o un apartamento. La zona narra la historia de una urbanización de lujo que vive totalmente aislada del barrio limítrofe, un arrabal de chabolas. Para ello han levantado un muro coronado de alambre de espino y cámaras de vigilancia que les protege de la miseria que les rodea. Pero un día una tormenta destruye parte del muro y un grupo de chavales del barrio pobre se cuela en la urbanización.
La historia de La zona es la historia de las fronteras que levanta la desigualdad dentro de una misma ciudad; la historia de La zona se repite en cada continente, es la historia de muchos, por ejemplo, la de este muro en Lima, que separa la exclusiva urbanización de Las Casuarinas, donde algunas viviendas pueden llegar a costar cinco millones de dólares, de las villas de Pamplona Alta, sin luz ni agua corriente. El término compatriota queda tan hueco que casi da risa emplearlo. Aquí la cartera es la única bandera y constituye una falla insalvable.
El bosque
Como en La zona, los protagonistas de El bosque de M. Night Shyamalan también viven recluidos en su aldea. Más allá, en el bosque, vive una especie de puercoespín gigante malrollero con el que los habitantes de la aldea han llegado a una especie de pacto tácito: nosotros no atravesamos la linde del bosque, vosotros no entráis en nuestra aldea. Como en La zona, una pequeña asamblea, una suerte de grupo de sabios, decide el destino del resto asegurándose de que la historia de lo que sea que haya ahí fuera constituya un relato lo suficientemente fuerte como para mantener unida a la comunidad. La aldea constituye un todo y quien quede afuera solo puede ostentar el papel de enemigo.
Con un casting de lujo (Joaquin Phoenix, Bryce Dallas Howard, Adrien Brody, Sigourney Weaver) y una imaginación potentísima, Shyamalan recrea aquí una sociedad cerrada sobre sí misma en una época que no es fácil adivinar. Todo ello para narrar una historia de amor entre los personajes a los que interpretan Phoenix y Howard. Tanto es así que incluso el propio Shyamalan admitió arrepentirse de la estrategia de marketing elegida en su día para la película, que la vendía como una historia de terror cuando en realidad este solo sirve como excusa para el resto. Una historia de amor, pero también una historia sobre el poder del mito en la construcción de un ideal de convivencia.
When the wind blows
Basada en una novela gráfica homónima de los años 80, firmada por Raymond Briggs, When the wind blows es un relato antibelicista cargado de ternura, inocencia y sarcasmo. La historia de una pareja de jubilados, Jim y Hilda, en una casa en la campiña británica que debe hacer frente a un ataque nuclear del que las autoridades de su país llevan ya tiempo advirtiendo. Dos abuelos que discuten en la cocina las órdenes de la administración, órdenes confusas sobre qué comprar, cómo tapiar las ventanas o cómo construir un refugio en medio del salón.
Combinando la animación y el stop motion con la música de Roger Waters y la participación de David Bowie o Genesis, entre otros, When the wind blows no es solo una declaración de intenciones sobre lo neurótico del conflicto armado sino también sobre nuestro papel como marionetas y la fe naíf en que quienes mandan tienen la más remota idea de lo que hacen.
La purga
https://youtu.be/BV_QGzsvlsk
El argumento de este blockbuster, que ya va por la cuarta entrega de la saga, es bien conocido: el Gobierno estadounidense concede cada año una noche en la que toda prohibición es levantada y cualquier crimen pasa a ser legal durante doce horas, entre ellos el asesinato. Y digo concede porque el brillante planteamiento de la película es tan premeditado y maquiavélico que parece salido de un despacho institucional. La purga se ha vendido como catarsis terapéutica para liberar esas pequeñas tensiones acumuladas a lo largo de 364 interminables días en los que matar está feo.
El votante queda contento. Quien ajusta rencillas con el vecino o quien limpia la morralla de sus calles a golpe de machete parece ver en la purga ventajas evidentes; y es que si algo aprendimos de Xavier García Albiol en su etapa como alcalde de Badalona es que las ciudades hay que «limpiarlas» de chusma. Para quienes optan simplemente por encerrarse en casa y esperar a que pase el tiempo también hay beneficios indirectos: paro del uno por ciento y la tasa de criminalidad más baja de la historia del país. Quien no ve ventajas es porque no quiere.
La purga representa aquella eugenesia respetable en la que el Estado interviene únicamente de manera pasiva, no actuando, que es también una forma de actuar, pero también constituye una crítica a la visión más darwinista del neoliberalismo. El último en salvarse ya no es el capitán del barco y la derrota está justificada en sí misma como forma de equilibrio social natural. O lo que es lo mismo: si tienes una casa grande y fortificada, bien por ti; si no, ya puedes correr.
En una pregunta abierta en la web Debate.org, un 40 por ciento se posicionó a favor de que la iniciativa de la purga se convirtiese en algo real. La credibilidad demoscópica de la fuente es dudosa, pero los números siempre dan que pensar.
Snowpiercer
https://youtu.be/R6GMT39Uvqk
Entra en acción Bong Joon-ho, el cineasta del momento, el gran triunfador de la última edición de los Óscar. Arrasó con Parásitos, llevándose cuatro estatuillas: mejor dirección, mejor guion original, mejor película internacional y mejor película, siendo la primera cinta de habla no inglesa de la historia en llevarse este reconocimiento. Pero el surcoreano llevaba mucho tiempo dando guerra.
Snowpiercer fue, con 40 millones de dólares, la producción más cara del cine surcoreano. Basada en una novela gráfica francesa, la película presenta a los supervivientes de una nueva era glaciar. El mundo ha dejado de ser habitable y quienes no la han palmado viven en un gigantesco tren que no para de circular. Los distintos vagones del tren han incorporado una estructura jerárquica de clases de forma que los más humildes ocupan los últimos vagones, donde se desloman y malviven mientras quienes parten el bacalao se pegan la vida padre entre terciopelo rojo y copas de champán en los vagones a la cabeza. Una división jerárquica de los individuos –de alguna manera, recuerda en algo a El hoyo– atrapados en una cárcel en movimiento, porque salir fuera no es una opción.
Bong Joon-ho vuelve a demostrar que su cine puede ser masivo y aun así generar un universo riquísimo y preñado de detalles, aunque en este caso el mensaje sea algo menos sutil pero deliciosamente distópico.
El desconocido
El desconocido forma parte de aquella tanda de películas que surgieron tras la crisis del 2008 –una de mis favoritas quizá sea A puerta fría– que narraban las historias de los pringados de siempre tratando de salvar los muebles mientras algunos se frotaban las manos. En España concretamente, los más ricos, el 10 por ciento, pasaron de ser dueños del 44 por ciento de la riqueza nacional en 2008 a serlo del 53 por ciento en el 2014, según el Banco de España.
La película es puro cine social que clama justicia y a ratos venganza con buenas dosis de acción. Luis Tosar interpreta al director de uno de esos bancos que hizo malabares con el dinero de algunos. Una mañana, mientras lleva a sus hijos en coche al colegio recibe la llamada de un desconocido que le advierte que quiere que el banco le devuelva su dinero. Si salen del coche, volarán por los aires. El lujoso BMW se convierte así en una cárcel que es mejor no abandonar.
Como en el mediometraje de Antonio Mercero La cabina, los protagonistas de El desconocido se convierten en el centro de un espectáculo del que les gustaría escapar, pero, como dice mi madre, en la vida no es lo que uno quiera, sino lo que tenga que ser.
Delicatessen
Obra de la pareja de directores Jean-Pierre Jeunet (Amelie; Alien: Resurrección) y Marc Caro, Delicatessen sitúa su narración en un París arrasado por una hecatombe, no sabemos muy bien cuál, que ha dejado una atmósfera respirable pero densa y cobriza, que lo tiñe todo de un ambiente malsano. La comida escasea, el dinero ha dejado de existir y cada cual se busca la vida a costa de lo que sea. Sus protagonistas apenas salen de un edificio de viviendas medio en ruinas plagado de personajes pintorescos que se las han ingeniado para sobrevivir.
Allí llega Louison, un payaso retirado atraído por el anuncio de alojamiento a cambio de trabajar como encargado de mantenimiento. Lo que no sospecha es que sus vecinos pretenden descuartizarlo y merendárselo ante la escasez de alimento y especialmente de carne.
Delicatessen, coproducida por Terry Gilliam, es una película hipnótica con una estética deslumbrante cargada de pesimismo, mugre y humor, donde la inocencia y buena voluntad de Louison contrasta con el ansia del resto de lunáticos, que miran al pobre payaso como un trozo de carne que hace tiempo ya que debería estar en la sartén.
Extraterrestre
Chico y chica amanecen juntos de resaca en un apartamento. La noche no dio para conocerse demasiado, pero sí para que los extraterrestres decidieran que ya era hora de pasarse a visitar. Esta premisa, misma que la de su corto Domingo, basta a Nacho Vigalondo para construir una comedia que se grabó en apenas cuatro semanas en su piso de Lavapiés y un elenco de solo cinco intérpretes: Julián Villagrán, Michelle Jenner, Carlos Areces, Raúl Cimas y Miguel Noguera.
Pero con el cine de Vigalondo tengo la sensación de que el tipo debe pasárselo en grande escribiendo y rodando sus películas, como quien se ríe a carcajadas de unas bromas que solo entiende él. En 2004 la Academia de Hollywood nominó a los Óscar su cortometraje 7:35 de la mañana y luego sorprendió con Los cronocrímenes, que sirvió de inspiración a Damon Lindelof y Carlton Cuse para crear la serie de culto Lost. Desde entonces, poco más.
The mist
Esta película la firma Frank Darabont, director de La milla verde o Cadena perpetua (la película mejor valorada de la historia en IMDB), con un guión basado en la novela homónima de Stephen King. Era difícil que la cosa fallara. The mist cuenta, como en The fog, de Carpenter, la historia de un pueblo sorprendido por la llegada de una niebla que trae consigo algo más que mal tiempo. En este caso a sus protagonistas la llegada de la niebla les pilla en el supermercado y allí deciden recluirse cuando se dan cuenta que salir no es una opción segura.
Como decía, la dupla Darabont-King parecía ser aval suficiente, pero el resultado es una película de serie B que con suerte contentará a los amantes del género. Un desfile de topicazos y situaciones absurdas salpicadas de una fauna de bichos con colmillos, alas, tentáculos y aguijones. Hay que estar más pendientes de los partes de Roberto Brasero.