Dos personas entran en una tienda milanesa de ropa de firma. Uno lleva un traje de marca y el habitual despliegue de complementos discretos, reconocibles y carísimos. La otra lleva una sudadera y unas bambas.
Un desconocido entra en una clase de la universidad. Sin mediar palabra empieza a dar una lección magistral. La experiencia se repite en distintas clases y universidades. El conferenciante es siempre el mismo. Unas veces lleva traje y zapatos clásicos, está perfectamente afeitado y responde al tópico cinematográfico del profesor universitario que podría interpretar Harrison Ford. Otras, camiseta negra, «converse» rojas y vaqueros.
Un nuevo grupo de investigación de la Harvard Business School se preguntó cómo responderían dependientes, viandantes y estudiantes, y convirtió el relato en experimento. Resultado: la gente que pasa por la calle piensa que el que entra en una tienda de lujo llevando ropa cara encima tiene más posibilidades de comprar. Hasta ahí, lo previsible. Sin embargo, los que trabajan en las tiendas, opinan lo contrario: si entras llevando una sudadera y no llevas en la mano un vasito de cartón con monedas seguramente es porque tienes el dinero suficiente como para no tener que preocuparte del qué dirán y comprarás lo que te guste sin mirar la etiqueta. Y algo parecido ocurre en las aulas. Reiteradamente, el conferencista con barba que no acaba de decidirse entre los Ramones y Steve Jobs es percibido como alguien «más competente» o «más importante» por los estudiantes que el que va «vestido de profesor».
¿Se equivocaba mamá? ¿Ya no hay que ir «de formal» a las entrevistas de trabajo? No todavía. Pero está cambiando la percepción del inconformismo. Al menos en el código de vestuario. Si en los ochenta daba penita ver de traje a los hackers que creaban nuevas industrias enteras como Bushnell (Atari), Gates (Microsoft) o Wozniak (Apple) y se asumía que la elección de ropa era parte del precio que debían pagar por entrar al mundo de los grandes negocios, en el nuevo siglo los Shuttleworth (Ubuntu), Zuckerberg (Facebook) y demás parecen recordarnos cada día que la corbata es un adorno poco usable y el traje un interfaz antihigiénico. Una antigualla para el que no tiene más remedio.
En realidad ni siquiera fueron los primeros. En los años del boom griego era una broma frecuente entre los banqueros de inversión comentar que a un gran cliente heleno se le reconocía porque era un tipo en camiseta y vaqueros rodeado de trajes. Y en el ya lejano 1999 el príncipe Claus, rey consorte de Holanda, saltó a los titulares de sociedad cuando se arrancó la corbata «para encontrarse más cómodo», aunque algunos testigos aseguraron entonces que lo hizo a la voz de «no soporto más esta soga». Y es que en el fondo no hay forma más fácil de disentir ni manera más racional de mostrar inconformismo que rechazar trajes y corbatas en una época donde la llegada al mercado mundial de Asia y América Latina han democratizado el acceso a la ropa como nunca antes.
Pero no se ilusionen. El nuevo siglo no va a realizar al cien por cien el sueño sesentaiochista de la moda individual y libre. Está naciendo una nueva industria del complemento: la computación «wereable». Google glasses, smartwatches, abrigos inteligentes, mochilas con células solares y ordenador de abordo… El nuevo elemento de distinción está en objetos no reconocibles a primera vista, pero que dan acceso a quien los lleva a nuevas capas de información: a parecer más informado, más agudo, más rápido. A vivir en una realidad aumentada como ciborgs discretos. Tal vez en unos años ya no nos preguntemos por la traza social o ecológica de una prenda, seguramente sean normativas; pero probablemente intentemos inferir su procesador o su ancho de banda por el diseño y los acabados. Es la venganza de los hackers. Y aunque solo sea por eso volverán a distinguirse los pudientes. Los humanos somos así.