Te aburres. Tal vez no ahora mismo, y a lo mejor tampoco dentro de un rato. Pero es seguro que en algún momento volverás a sentir esa desazón tan familiar, una desconexión incómoda con el presente que has resumido miles de veces en dos palabras: «Me aburro».
Puede que el aburrimiento te pille haciendo cola en la caja del súper o en una reunión de trabajo demasiado larga, aunque también podrías aburrirte por sorpresa en una fiesta o descansando en el sofá. Probablemente intentes ponerle remedio, y puede que hasta te sientas culpable porque, sin saber cómo, ya estás mirando alguna chorrada en el móvil. ¿Es que eres incapaz de concentrarte más de diez segundos? ¡Maldita tecnología!
Llevas toda la vida espantando el aburrimiento y el aburrimiento espantándote a ti. Mejor será mirarlo a la cara por fin, entender qué está haciendo aquí, aprender a gestionarlo y, si se te da bien, hasta cogerle el gusto a no hacer nada de vez en cuando.
«PUES CÓMPRATE UN BURRO»
Que si solo los tontos se aburren, que si te aburres es porque tu vida está vacía, que si la gente exitosa no se aburre jamás. Un niño dice «Me aburro» y alguien le contesta que se compre un burro. Con esta reputación que tiene el tedio, normal que le tengamos manía.
Pero el aburrimiento no es ni malo ni bueno, sino funcional. En palabras de Josefa Ros Velasco, especialista en estudios del aburrimiento, «es una sensación de malestar que sentimos porque el entorno en el que nos encontramos inmersos o una actividad con la que estamos intentando comprometernos no nos estimula de acuerdo con nuestras expectativas, con nuestra necesidad de excitación cortical».
Cuándo y cuánto nos aburrimos es una cuestión personal. Da igual que estemos hasta arriba de tareas o sin nada en la agenda, porque «lo que nos reporta estímulos depende de factores genéticos y sociales». Mientras no sea patológico, es decir, mientras contemos con posibilidades y recursos para actuar, el aburrimiento no es más que una señal de nuestro cerebro para avisar de que ya es hora de hacer otra cosa.
Sin la molesta e intermitente urgencia de buscar algo distinto, sin el aburrimiento, nuestra especie no habría llegado a donde está hoy. Y aun así, históricamente nos hemos empeñado en estigmatizarlo y condenarlo. Por ejemplo, en el siglo XIX, mientras los ilustrados se obsesionaban con producir una obra intelectual tras otra, los aristócratas se aburrían porque no sabían cómo llenar tanto tiempo libre, y los trabajadores tampoco soportaban la monotonía del trabajo en las fábricas, según cuenta Ros Velasco en su libro La enfermedad del aburrimiento (Alianza, 2022).
La herencia de ese capitalismo incipiente está clara en el actual culto a la producción, en el afán colectivo por dedicar cada minuto a ocupaciones que aporten valor y a la hiperestimulación siempre disponible en nuestras pantallas para paliar el menor síntoma de aburrimiento.
CHUTES DE DOPAMINA A DEMANDA
Siempre hemos sido intolerantes con el aburrimiento, pero nunca antes lo habíamos tenido tan fácil para hacerle frente. Si en el siglo XX el cine, el teatro y los parques surgieron como respuesta a la necesidad de entretenimiento de la población general, ahora solo hay que echar la mano al bolsillo para dar con la fuente de la eterna distracción.
La economía de la atención mueve el mundo. Las empresas saben muy bien cómo utilizar el funcionamiento de nuestros cerebros a su favor, provocándonos inyecciones de dopamina para mantenernos el mayor tiempo posible interactuando con la pantalla. Este inagotable torrente de estímulos está diseñado para invitarnos a escapar de la realidad en cuanto le vemos las orejas al aburrimiento. Cuanto más tardamos en salir de la vorágine, mejor para las empresas, y peor para nuestras cabezas hiperestimuladas.
PANTALLAS DESDE LA CUNA
La sobreestimulación no es solo cosa de adultos: es bastante común ver a niños y niñas de todas las edades con los ojos pegados a una tablet o un móvil en una sala de espera, en el transporte público, en un bar y en cualquier otro escenario tan poco interesante para ellos que podría desencadenar una rabieta.
Las pantallas son un método muy eficaz para prevenir lloros y comportamientos indeseados cuando las criaturas se aburren, ya que no les permiten siquiera llegar a experimentar el aburrimiento.
Todavía no sabemos con seguridad qué efectos tendrá el exceso de pantallas cuando estas generaciones se hagan mayores. La Organización Mundial de la Salud, sin embargo, es contraria a la exposición de los bebés a las pantallas durante su primer año de vida. Hasta los cuatro años podrían utilizarlas, como mucho, una hora al día. Pero cuanto menos, mejor.
[pullquote]«El aburrimiento es una sensación de malestar que sentimos porque el entorno en el que nos encontramos inmersos o una actividad con la que estamos intentando comprometernos no nos estimula de acuerdo con nuestras expectativas, con nuestra necesidad de excitación cortical»[/pullquote]
Cristina Vidal Marsol, psicóloga y mentora clínica, directora de Centre PsiCo Lleida, cree que los niños no deberían aprender a navegar en Internet demasiado rápido. Mantenerlos al margen de los sistemas que hiperestimulan sus niveles de dopamina les da la oportunidad de autoconocerse, explorar diferentes formas de entretenerse y decidir por sí mismos qué hacer cuando se aburren en lugar de recurrir automáticamente a la pantalla. «Como digo siempre: ‘quien para, repara’», sintetiza la psicóloga.
«Debemos enseñarles a estar/ser sin hacer. Es una forma de educar las emociones (estar en calma, atentos pero relajados, tener paciencia), la conexión con el cuerpo, con nuestros sentidos», recomienda Vidal Marsol.
«Y también que sean ellos los que piensen qué hacer cuando se aburren, como inventarse un juego o cantar una canción. A veces parecemos monitores de ocio e invadimos ese espacio que su cerebro necesita para florecer (pensar, crear, etcétera)».
Ros Velasco, la especialista en aburrimiento, dice que las personas tenemos dos catálogos de opciones para combatir el tedio: uno predeterminado (como la tele y las redes sociales) y uno personalizado «que nos reporta sentido y significado» y que varía en función de cada individuo (charlar, dibujar, patinar).
En su opinión, los adultos deben orientar a los niños, impacientes por descubrir el mundo, y ayudarlos a construir su catálogo personalizado, todavía en blanco, con alternativas variadas para que su entretenimiento se prolongue más allá de un dispositivo que se quedará sin batería más pronto que tarde.
OCUPARSE PARA DESPREOCUPARSE
De vez en cuando decimos que quisiéramos «tener tiempo para aburrirnos». Más bien, nos referimos a tomarnos un respiro y dedicarnos a lo que nos gusta, porque, en realidad, nadie desea sentir la incomodidad del aburrimiento. Según Ros Velasco, lo natural es huir de ese fastidio en busca del placer.
Así, los pocos ratos libres que tenemos al terminar con nuestras obligaciones del día a día se nos van en ver stories de Instagram o empalmar un capítulo de una serie con el siguiente. Es verdad que cuando nos excedemos con el entretenimiento fácil y accesible perdemos la ocasión de llenar nuestro tiempo de formas significativas y satisfactorias a largo plazo, pero no hay razón para demonizar estas actividades.
«Mientras recibes estos estímulos no estás realizando un pensamiento profundo, pero tampoco estás siendo un ser pasivo», dice la experta. «Grandes ideas se te pueden ocurrir mientras estás viendo vídeos en TikTok».
Porque lo de que el aburrimiento por sí mismo desarrolla la creatividad es un mito. Ante esta señal tan desagradable podemos ofrecer respuestas adaptativas o no, y estas dependerán de cada cual, de las circunstancias en la que se encuentra y de las herramientas de las que disponga en ese momento. Dependiendo del caso, una tarde aburrida podemos leer un libro o ponernos a beber alcohol para matar el tiempo.
Por eso, a quien la falta de estímulos le supone un tormento no se le debe recetar a la ligera que renuncie a entretenerse. La cantidad infinita de contenido disponible nos facilita el tener siempre algo que ver, escuchar o hacer, y aunque el ruido de fondo constante pueda llegar a saturarnos, en algunas ocasiones viene bien para acallar los pensamientos negativos o distanciarnos de situaciones que nos hacen pasarlo mal.
QUE LA INSPIRACIÓN TE PILLE DESCANSANDO
Cuando las condiciones son favorables, practicar el arte de no hacer nada es muy beneficioso para la mente. Anna Seirian, cofundadora de Spacetime Monotasking, un negocio que ayuda a la gente a reenfocar su productividad mediante la técnica de hacer una única cosa a la vez, sabe que la idea de parar del todo puede asustar un poco al principio.
«Nuestra incapacidad para bajar el ritmo viene acompañada del miedo a lo que pasará. Tenemos miedo de caernos y no levantarnos nunca más, de que la inercia sea demasiado fuerte», explica Seirian. «También tememos a las profundidades de nuestra mente, que podemos percibir como un lugar aterrador. No sabemos qué pasará ni cómo enfrentarnos a ello, así que parece más fácil anestesiarnos y distraernos que afrontar lo que sentimos».
Cuando el mundo se volvió «demasiado ruidoso» para ella, pero el silencio también resultaba atronador, Seirian puso a prueba diferentes formas de no hacer nada. Actualmente, le gusta tomarse un café mientras pone atención a su alrededor intencionalmente: el sabor de la bebida, el canto de los pájaros, el aire de la mañana. A través de esta «meditación con los ojos abiertos», se concentra en sus sentidos y vive el momento con plena consciencia.
Bajar las revoluciones y dejar que la mente divague es también una forma cómoda y relajada de inspirarse. Esta es la razón por la que se nos ocurren grandes ideas en la ducha: la calma ambiental y una tarea poco exigente propician que el cerebro prescinda de su Red Neuronal Orientada a Tareas (RNOT) y active la Red de Modo Predeterminado (RMP). Entonces entramos en una especie de trance donde las ideas fluyen sin apenas esfuerzo.
«Cuando valoramos la divagación mental y creamos espacio para ella en nuestras vidas, es como si las puertas cerradas de nuestra mente se abrieran orgánicamente», cuenta Seirian. «Podemos sentir una gran inspiración si nos libramos de la presión de atraerla».
A la invasión de estímulos, compromisos y obligaciones que nos rodea se le puede plantar cara entregándonos al placer a fuego lento de las cosas sencillas. Algunos se dedican al JOMO (Joy Of Missing Out, el placer de perderse cosas) y otros practican el nesting (quedarse en casa tranquilamente). Los holandeses lo llaman niksen (literalmente, no hacer nada) y los italianos han hecho un arte de il dolce far niente (la dulzura de no hacer nada). Probablemente nos aburramos en algún momento, pero la solución estará, como es natural, en pasar a otra cosa.