«Ojalá lo de la reencarnación sea verdad», pienso mientras miro a Pulguita, Bernardita, Alba, Pixulina, Roco, Pancho, Surco y Vida, todos repantigados (¿repantigatos?) en mullidos sofás, pufs, almohadones o cóncavas camitas de felpa gris hechas a su medida. Sería kármicamente justo, casi un deber, que estos gatos a los que acarician sin parar, que comen paté y piensos especiales, que tienen agua fresca en preciosos bebederos, que juegan, trepan, se afilan las uñas y hacen, por resumir, lo que les viene en gana, en su otra vida hubieran sido gente que la pasó mal.
Ojalá, digo, que esos animalitos sean un señor o una señora o un niño que sufrieron y ahora el cosmos los esté compensando. Porque guau –digo, miau- en esta reencarnación, hoy, la están pasando francamente de maravilla. Qué siestas, qué masajes, qué cariñitos, mientras que una -humana, demasiado humana- mira todo eso con perra envidia.
Estamos en La Gatoteca, el primer neko café (neko es gato en japonés) de España que en estos días abrirá sus puertas al público. La ideóloga, Eva Alexander Aznar, alias Álex, una treintañera amante de los felinos hasta la idolatría, lleva sus brazos tatuados con gatos –Gatito y Polar, sus hijos– y zapatos con cara de ídem en la punta.
Sentada entre Pulguita y Pancho los acaricia sin parar y les susurra cosas dulces, dulcísimas. Ellos, encantados, cierran los ojos de placer. Álex dice:
«Los gatos están en su casa, en realidad nosotros somos sus invitados. Aquí los anfitriones son ellos».
En el local de 180 metros cuadrados de la calle Argumosa, 28, los susodichos ostentan esa superioridad con una lánguida actitud de reyes frente a súbditos: ellos vienen a ti y no al revés, ellos están cómodos y tú lo permites y lo facilitas, ellos no deben ser molestados hasta que decidan que debes acariciarlos.
La idea, explica Álex, es que la gente pueda venir a La Gatoteca, que en realidad es la sede de la asociación Abriga (Asociación Benéfica por el Rescate e Inserción de Gatos en Adopción), a pasar un rato –mimar, acariciar, jugar- con los verdaderos dueños del local: los gatos. Luego, si hay química -como en los portales de citas- podrás, si quieres y eres idóneo -que no siempre es lo mismo- llevarte alguno a tu casa y ser felices por siete vidas.
No sale gratis provocar ronroneos. La entrada, una donación a la ONG, costará cuatro euros la media hora, seis euros la hora y en ese precio se incluirá una consumición no alcohólica.
Sí, yo también me lo pregunto: ¿tendrá éxito un lugar así en Madrid, en España, donde la cosa está como está? Álex, que antes de ser gatohostelera fue camarera y trabajó en Ikea, se ha convencido a sí misma -y a varios voluntarios que hacen mimos a mininos- de que todo va a ir bien y por eso se endeudó con cerca de cincuenta mil euros para adecuar las dos plantas del edificio para el confort de los gatos y de la gente que los consentirá.
En Tokio, donde hay al menos cuarenta de estos cafés gatunos, les va fantásticamente y esa esperanza, la de que en España prenda el espíritu japonés de convertir la caricia al gato en terapia para alcanzar paz y salud mental, es la que mueve a Álex y sus compañeros a sonreír beatíficamente como si aquí no hubiera crisis ni se supiera el significado de esa sucia palabra.
¿Será que funciona lo de acariciar los gatos para olvidarse del sistema financiero y sus marañas, del paro y sus mañanas, del gobierno y sus patrañas?
Yo, por si acaso, me he quedado quietecita y he puesto cara de buena para ver si alguno de los gatos decide convertirme en su masajista.
Oye, nunca se sabe.
María Fernanda Ampuero es escritora. Las fotos son de David Fernández.