El tipo aprieta sus tripas. Sus propias tripas. Pero están fuera del vientre. De su propio vientre. Las sacó introduciendo longitudinalmente el filo de una navaja por su espalda. Las sitúa frente a sus ojos y las mira con orgullo y satisfacción, como haría un rey observando sus territorios desde la cima de una montaña. Las tripas también miran al tipo, un tipo azul, lleno de cicatrices, granos y gotas de sudor.
Ese hombre, que viste un jersey rosa y unas sandalias amarillas por donde asoman unos dedos largos y afilados, apareció una noche en la habitación de Alex Gamsu Jenkins. El británico había empezado a trabajar, bajo la luz eléctrica, como hace cada vez que huye el sol cohibido que alumbra South East London.
El cenicero estaba lleno de restos de tabaco barato, como siempre. La taza de café tenía en los bordes esos restos pegajosos en los que un detective avezado leería que había sido rellenada unas cuantas veces. Era una noche de esas en las que el dibujo acaba al amanecer y el dibujante se transforma en una criatura parecida a la dibujada. Llegado a ese punto, dice, «mis ojos son pelotas de golf, mis dedos están amarillos de fumar y mi mente está ansiosa de tanto café».
Una madrugada apareció el tipo azul. Es probable que, de fondo, sonara algún podcast de humor. «Esas voces grabadas se han convertido en mi única compañía en esas horas oscuras», relata. «Lo habitual es que hablen de algo divertido o que representen algún tipo de comedia para iluminar un poco la cosa».
Ese tipo era azul. Pero podía ser peor. Otra noche apareció un gordo rosa con la cabeza rapada, los labios morados, un diente roto y unos barrillos a punto de estallar. En las sienes palpitaban sus arterias rojas. Jenkins, aunque se declara un «ermitaño» porque ha decidido vivir mientras el resto de la ciudad duerme, está acostumbrado a las visitas de estos seres. Y está bien que aparezcan en su estudio porque le dan de comer. De su mesa de trabajo se van después a páginas de revistas como Vice y eso le permite dedicarse al oficio que más le gusta: ilustrador.
[A]ntes no fue así. Jenkins pasó el fin de su adolescencia y el comienzo de su juventud deambulando por «trabajos basura». «No sabía qué hacer con mi vida», asegura. Hasta que un día encontró un libro del músico e ilustrador estadounidense Robert Crumb y se dio cuenta de que «se podían dibujar cosas horribles de una forma divertida y ser tan asqueroso y políticamente incorrecto como quisieras. Así que supongo que eso me proporcionó una válvula de escape de mis fracasos y mis frustraciones en los primeros años de mi edad adulta. Ahora me encanta ser un ilustrador que dibuja lo que quiere. De algún modo, se puede decir que es mi profesión. No me imagino trabajando en una oficina o en cualquier tipo de edificio similar».
En esos lugares hay normas y poses que no interesan a Alex Gamsu Jenkins. El británico no permite que la apisonadora de lo políticamente correcto se acerque a su puerta. En su mesa de trabajo hay un repelente que aparta a esta estricta moral igual que medio limón con unos clavos pinchados ahuyenta a las moscas. «Cuando me siento a dibujar, lo más normal es que haga referencia a algún asunto negativo. Al observar la vida cotidiana, al buscar información, no encuentro un lugar para lo políticamente correcto. Me gusta mirar las cosas en su fealdad más honesta. Si decides hablar o dibujar algo para que sea políticamente correcto, estás poniendo un filtro y lo estás modificando para que nadie se ofenda. Pero si muestras todos los objetos y a todas las personas de un modo negativo, ya no estás insultando nada ni a nadie».
[J]enkins construye las escenas con puntos y líneas. Las traza con un lápiz y después las retoca con un rotulador de tinta negra. Para darle color, enciende su computadora y empieza a hacer pruebas. «Creo que soy un cobarde», indica. «Es menos arriesgado trabajar las tonalidades de forma digital». Desde hace poco utiliza también una mesa de luz y, según dice, eso ha hecho que sus dibujos sean ahora «mucho más limpios».
El ilustrador cuenta que lo que más le gusta es dibujar objetos que no siempre resultan agradables a la vista y aspectos macabros en clave de humor. «A veces es importante dar luz a una situación negativa e intentar sacar lo que tiene de cómico en vez de mirar lo depresivo. También me encanta presentar la vida cotidiana como un cómic grotesco porque da un chute de vitalidad».
Esa vivacidad es su filosofía existencial. El dibujante de la belleza macabra es feliz en sus noches ennegrecidas por el pulso de la cafeína y el humo del alquitrán. La vida «no solo se trata de ganar dinero. No pasa nada si muero pobre. Lo interesante es que me habré dedicado a algo en lo que tengo absoluta libertad creativa y en lo que puedo trabajar con mi propio reloj vital». Eso que se dice hacer lo que piden tus tripas.