Los árboles son más solidarios que las personas (tal vez por eso viven más tiempo)

17 de noviembre de 2016
17 de noviembre de 2016
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¿Te imaginas una tarta de cumpleaños con 4.843 velas? Pues esas son las que harían falta para celebrar el aniversario de Matusalén, el árbol más antiguo del mundo que se encuentra cerca de Nevada.  El árbol es el ser vivo más longevo del planeta. De hecho, ninguno se muere de viejo, sino por culpa de de los insectos, las enfermedades o, sobre todo, por la desforestación causada por el ser humano.

Pero lo más excepcional de estos portentos vegetales de la naturaleza es su capacidad comunicativa.  Porque, aunque parezca increíble, los árboles hablan entre sí, se protegen mutuamente y comparten sus alimentos.

Que hablan entre sí se sabe desde hace tiempo. Wendy Carrillo nos cuenta, por ejemplo, que cuando los gusanos y las orugas atacan a los sauces, estos emiten una sustancia química que avisa a otros árboles del peligro. Alertados los vecinos, comienzan a bombear más taninos a sus hojas dificultando a los insectos el digerirlas.  También sucede ante el ataque de grandes herbívoros. Dominique Simonnet escribe que «cuando están en presencia de animales depredadores que les quieren comer las ramas bajas, algunos árboles emiten productos volátiles que, transportados de árbol en árbol, modifican la producción de proteínas y dan a las hojas un gusto desagradable».

Pero donde toda esta comunicación y sus consiguientes sistemas cooperativos alcanzan su nivel más sofisticado y eficiente es en los grandes bosques. Y más concretamente, bajo la superficie de los mismos. Suzanne Simard, profesora de Forest Ecology en la Universidad de British Columbia, lleva toda su vida estudiando esta comunicación. Ha descubierto que la estructura de las raíces que conectan unos con otros funciona como una inmensa red de internet en la que los «árboles madre» nutren a los más jóvenes. En una conferencia posterior a sus comprobaciones empíricas valiéndose del rastreo isotópico, declaraba:

«Todos sabemos que favorecemos a nuestros propios hijos, y me pregunté si el cedro podría reconocer a su propia especie. Así que iniciamos un experimento, cultivamos árboles madre con plántulas familiares y ajenas. Resulta que sí reconocen a sus parientes. Los árboles madre colonizan sus plántulas con redes micorrizales más grandes. Les envían más carbono bajo tierra. Incluso reducen la competencia de sus propias raíces para crearle un marco a sus hijos. Cuando los árboles madre están heridos o muriendo, también envían mensajes de sabiduría a la siguiente generación de plántulas. Así que los árboles hablan».

En la película de Avatar, el árbol de las almas es llamado por los na’vi «La Gran Madre», la que a través de sus raíces conecta con Eywa, fuente de toda la energía que heredamos de nuestros antepasados. Es una feliz coincidencia que Suzanne Simard utilice el mismo término para definir a los árboles núcleo descubiertos en sus investigaciones. Porque en ambos casos, ficción y realidad operan de idéntica forma, tal como en esa misma película Neytiri le explica al escéptico Jake Sully: «Nuestra Gran Madre jamás toma partido, Jake, ella sólo protege el equilibrio de la vida».

Ojalá nosotros, los humanos, hiciéramos lo mismo.

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