No recuerdo qué filósofo proponía que el conocimiento en el mundo se adquiere por oposición. Sé que soy hombre porque sé que no soy mujer. De una forma similar, a la hora de ser ‘adiestrados’ como humanos, aprendemos a oponer una idea fundamental a otra: ser bueno contra ser malo. El problema, que la cultura (y a veces, la realidad) juega contra nuestro rechazo aprendido al mal con el arma más poderosa de nuestros instintos: la belleza.
La idea del filósofo en cuestión funciona más o menos bien para realidades dicotómicas. La cosa se complica cuando las opciones se multiplican: ¿sé que algo es rojo porque no es blanco, ni azul, ni verde, ni…? Aunque interesante, parece un esquema de funcionamiento mental un tanto farragoso para acercarse a realidades cotidianas.
Sin embargo gran parte de nuestra realidad es dual, casi maniquea. O es una cosa, o es otra: en un mundo voraz con el tiempo no hay hueco para los puntos medios en muchos planteamientos.
Y eso funciona con la política, el fútbol y casi cualquier cosa. Puede que no votes a PSOE ni PP, pero casi seguro que prefieres a uno de los dos. Quizá seas de un equipo de fútbol diferente, pero en un Real Madrid-Barça casi siempre vas con uno de ellos. Vale, quizá sea generalizar demasiado, pero a grandes rasgos somos así de simples.
En nuestro proceso de aprendizaje una de las primeras ideas que intentan meternos en la cabeza es, curiosamente, la de que seguiremos aprendiendo durante el resto de nuestra vida: lo bueno y lo malo, cada cosa por su lado.
Efectivamente, los matices existen en todo: hay cosas buenas en un sentido y malas en el otro, cosas que son indiferentes y cosas que son inevitables. Incluso se da la curiosa circunstancia de que lo que representa el bien para unos encarna el mal para otros. Ejemplos sobran.
Pero, como en casi todo proceso de aprendizaje, la forma de adquirir conocimiento es la asociación de ideas y la definición de éstas. Los buenos, en su representación cultural (cine, literatura y demás) suelen ser virtuosos, educados, inteligentes, honestos… En oposición los malos son imprevisibles, desagradables, amenazantes…
Yendo un paso más allá, los buenos suelen vestir de una determinada forma (colores claros, ambientes luminosos), tienen una determinada apariencia (atractivos, afables) y determinados dones (humildad) muy alejados de la realidad. Los malos son lo contrario: rudos, presuntuosos, crueles, vestidos de tonos oscuros. Incluso las expresiones faciales y las músicas que les acompañan al entrar en escena te hacen saber en todo momento que ese de ahí es el malo, y que algo va a pasar.
De nuevo, como en todo, hay excepciones. En el nuevo lenguaje audiovisual, igual que en las novelas de hace unas décadas, los guiones exigen mayor complejidad -aparente-. Que no sepas quién es el culpable. Que el bueno sea bueno pero sus métodos no sean tan respetables. Que el malo defienda una causa comprensible e incluso justificable.
Romper los esquemas mentales que nos implantaron sobre la bondad y maldad es la mejor forma de provocar, porque no hay cosa que desasosiegue más a una mente organizada que el caos, la falta de referencia clara y la capacidad de entender y encasillar lo que sucede.
En toda esta lógica hay un rol aún más provocador, que es el de la atracción por el mal. Como decía un anuncio de hace unos años con el piloto Lewis Hamilton como protagonista, cuanto mejor es el malo mejor es la historia. Por eso hay malos fantásticos, cautivadores, como Hannibal Lecter o Darth Vader. Sugerentes, intrigantes, terroríficos.
Pero como seres simples que somos no hay mejor revulsivo para la atracción que la belleza. Y ese es el juego del mito de los vampiros, por ejemplo: ¿cómo pueden resultar atractivos muertos vivientes, fríos, inmortales, que se alimentan de humanos y a quienes repele todo lo sagrado? Con belleza.
Lo que el Drácula de Bram Stocker no era lo fueron los Lestat y Louis de Ann Rice y, tras ellos, toda una saga de ficción en diferentes series. Nocturnos, misteriosos, sensuales, cautivadores. El mal hecho atractivo.
En el mundo real la ligazón de la belleza y el mal es mucho más tenue. Existe el fenómeno fan de aquellos que mantienen relaciones de admiración con convictos criminales por distintas causas psicológicas, sí. Pero también existe la atracción del foco público por determinados casos cuyos protagonistas tienen un magnetismo especial, casi siempre físico.
Es el caso por ejemplo de Amanda Knox, la joven estadounidense acusada de un asesinato que tras cumplir varios años de prisión estuvo cerca de alcanzar la libertad y cuyo caso ha vuelto a complicarse. Su serenidad aparente, sus lágrimas tras la sentencia, su evidente atractivo físico, han hecho que los medios no estadounidenses hayan seguido su historia a lo largo de los años.
En España un caso paradigmático es el de la etarra Idoia López Riaño, recientemente expulsada de ETA tras haber rechazado sus prácticas. En su haber 23 asesinatos y más de dos mil años de condena pendientes. Una de las terroristas más sangrientas de nuestra historia, sí, pero con un gancho especial para los medios: unos enormes ojos verdes, un evidente magnetismo físico y una sugerente leyenda en torno a su azarosa vida sentimental.
Su sobrenombre, ‘La tigresa’, no es precisamente su alias como etarra: en la banda se le conoció como ‘Margarita’ y, antes, como ‘La Muelle’. Pero su apodo popular ha acabado siendo el más literario y encajable en esa aura de ‘mala-guapa’.
Casos como los precedentes hay muchos. Sin embargo la realidad separa de forma mucho más clara la atracción y el mal. Al menos necesita tiempo, distancia, y que el mal que se imputa al sujeto en cuestión no sea tan importante como para vencer esa fuerza de atracción.
El ejemplo es uno de esos malos guapos a los que, en este caso, ningún medio dedica una línea a su apariencia física. Posiblemente si Miguel Carcaño no hubiera cometido un crimen -y un encubrimiento- tan terrible como el que cometió no serían pocos los medios que sucumbirían a la tentación de banalizar su pasado con referencias a su físico, como sí se ha hecho con Amanda Knox o ‘La Tigresa’.
La belleza del mal
