[pullquote author=»Franz Kafka»]La juventud es feliz porque tiene la capacidad de ver la belleza. Quien mantiene esa capacidad nunca envejece[/pullquote]
La última vez que hablamos del brutalismo ya vimos que el mundo lo había relegado a una suerte de condición de escenario casi distópico. Este repudie al hormigón y al fenómeno arquitectónico que había desencadenado nació en los 80, pero se ha ido manteniendo de manera más o menos intermitente hasta la actualidad. Hace tan solo 7 años, en octubre de 2009, Anthony Daniels escribía en City Journal que «Le Corbusier fue a la arquitectura lo que Pol Pot a las reformas sociales», relacionando directamente el brutalismo con el totalitarismo y calificando a sus obras e ideas como «una deformidad moral, espiritual e intelectual». En este punto cabría señalar que el señor Daniels (escribiendo bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple), aparte de decididamente conservador en materia política, es escritor y psiquiatra de prisiones jubilado; ni arquitecto ni urbanista ni especialmente experto en el asunto sobre el cual pontifica tan alegremente.
No obstante, leyendo su pieza, da la sensación de que el brutalismo no fuese un movimiento extinto, sino que el autor estuviese defendiéndose contra horrores presentes. Efectivamente, tenía razón porque, como también dijimos en la primera parte de este artículo, el hormigón estaba esperando a que lo redescubriésemos. Y lo hemos hecho.
Reivindicación

Seguramente se debe a la perspectiva que el paso del tiempo ofrece, pero en los últimos años han surgido varios movimientos de reivindicación y recuperación de la arquitectura brutalista. Desde mediados de los 90, la británica Twentieth Century Society ha llevado a cabo campañas contra la demolición de edificios emblemáticos del movimiento. Algunas veces no ha tenido éxito, pero en otras ocasiones ha logrado no solo parar el derribo, sino impulsar la rehabilitación e incluso presionar para cambiar el grado de protección patrimonial de alguna de estas construcciones. Es el caso de la Hayward Gallery de Londres, que tras su renovación llegó a ser candidata al premio Museum of the Year en 2014; o el del parking de la Preston Bus Station en Lancashire, edificio levantado en 1969 por Ove Arup y que estuvo a punto de desaparecer hasta que en 2013 le fue concedido el Grado II de protección, el segundo más importante del Reino Unido y que clasifica los «edificios de particular interés en más de un aspecto».

La cosa no se queda en Inglaterra; las Unités d’Habitation —el principio de todo— han experimentado intensas renovaciones en los últimos años. De hecho, la de Marsella, que una vez fue foco de marginalidad, es ahora uno de los lugares preferidos por los bobós, los bohemian bourgeois. O sea, los hipsters franceses. Por otro lado, la de Berlín nunca estuvo tan guetificada, pero es que ahora es lugar de peregrinaje turístico y hasta puede alquilarse uno de los apartamentos, que ha sido rehabilitado tal y como lo concibió Le Corbusier en su momento.

Esta nueva mirada a la arquitectura de hormigón no solo viene de sociedades directamente implicadas en la conservación de edificios, sino desde críticos y publicaciones de toda índole. En febrero de 2014, el escritor y cineasta Jonathan Meades (que tampoco tiene relación directa con la arquitectura) publicó en The Guardian un extenso abecedario del brutalismo con el sugerente título de «The incredible hulks: Jonathan Meades’ A-Z of brutalism». El artículo viajaba por todo el mundo redescubriendo edificios tanto famosos como olvidados. La pieza tuvo un enorme éxito con casi 300 comentarios entre los elogiosos y los enfurecidos; pero, sobre todo, sirvió como preparación para el doble documental que estrenaría ese mismo febrero en la BBC 4.
Llamado «Bunkers, Brutalism, Bloodymindedness: Concrete Poetry», el programa, de unas dos horas de duración, es una explicación histórica pero también un canto a la belleza áspera e imponente del hormigón. Por cierto, los que no vivimos en U.K., podemos ver el documental al completo en vimeo: Parte 1 y Parte 2.

Renacimiento
Sin embargo, quizá lo más interesante de este movimiento reivindicativo se está produciendo entre el público general a través de las redes sociales. Bajo el hashtag múltiple #SOSBrutalism, se comparten a diario decenas de imágenes de edificios brutalistas en Tumblr, Facebook, Twitter e Instagram. Una de las cuentas más activas la lleva el fotógrafo Peter Chadwick bajo el nombre This Brutal House. La experiencia sirvió a Chadwick para agrupar sus fotografías en el formidable catálogo This Brutal World, publicado por Phaidon el pasado mes de abril. El volumen de Chadwick no es un caso aislado; solo en el último mes se han publicado hasta cuatro libros dedicados al brutalismo, tal y como reseñaba el Financial Times la semana pasada en un artículo titulado «The revival of Brutalism».

Pero el revival no se limita solo al ámbito académico, también lo hace desde la propia arquitectura. En realidad, el hormigón visto no se fue nunca. Incluso en los años más oscuros se construyeron edificios basados en la belleza del material crudo, como el estadio de la Peineta de Antonio Cruz y Antonio Ortiz, inaugurado en 1994; o la formidable Caja de Granada de Alberto Campo Baeza, que levanta la silueta de su cubo de hormigón perforado por la luz desde el año 2001.
Seguramente no se incluirían nunca dentro de la etiqueta brutalista, pero incluso los arquitectos de mayor capacidad y prestigio han trabajado con hormigón visto en la última década. El holandés Rem Koolhaas inauguró la Casa da Música de Oporto en 2005, regalando a la ciudad del Duero un diamante de hormigón facetado y un icono de la arquitectura contemporánea. El Centro de innovación de la Universidad Católica de Chile, uno de los edificios más conocidos del último premio Pritzker, Alejandro Aravena, basa su potente imagen en las formas rotundas y las superficies tersas y cambiantes del hormigón.



Para encontrar la prueba más palpable de que el humilde material es en realidad el más resistente, quizá tendríamos que ir al Parque de la Arquitectura de Jinhua, en el este de China. Planificado a principios de siglo por el artista disidente Ai Wei Wei y terminado en 2006, el parque se concibió como una suerte de paseo arquitectónico en el que varias figuras de relumbrón del oficio construirían un pabellón de vocación más o menos experimental. El problema principal es que, si bien los pabellones no eran efímeros, sí necesitarían un cierto mantenimiento. Mantenimiento que no se ha producido, dejando al parque en un estado de semiabandono, o como dice Evan Chakroff, «Ruinas de un futuro alternativo». Paseando por el parque, parece que caminásemos por un escenario posapocalíptico en el que las construcciones languidecen a merced del tiempo. Pero no todas: la Reading Room de Herzog & De Meuron es la única que permanece inalterable y prácticamente idéntica a cómo se inauguró hace diez años. Porque el hormigón visto también cambia, envejece, le salen churretes y no es fácil de limpiar, pero nunca pierde su porte.

Tal vez no sea necesario limpiarlo ni mejorarlo. Tal vez tengamos que comprender que el paso de los años forma parte intrínseca de un material tan antiguo, tan maleable y tan duradero. Curvo, facetado, alabeado, plano, recto, terso o rugoso, tal vez en el siglo XXI ya estemos preparados para mirar al hormigón con los ojos del tiempo.
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Brutales los dos artículos de Respeta el brutalismo 😉 Gracias por los links y las referencias aportadas
El día que los arquitectos traten de crear edificios bellos y agradables, ese día sí que nos alegraremos…