Catar es un país extraño, en permanente equilibrio entre demasiadas cosas: amiga de occidente para unas cosas y supuesta colaboradora del terrorismo islamista para otras; atrayente de inversiones y grandes obras, pero un agujero en derechos humanos y laborales; cercana a Occidente para los negocios, pero absolutista y radical en su funcionamiento interno. Sus continuos escarceos en varios frentes le han llevado recientemente a una situación peculiar: enfrentarse a sus vecinos regionales a cambio de contentar a otros más lejanos.
Con una población un poco menor que la de Galicia (2,2 millones de habitantes) y una extensión poco mayor que la de Asturias, es uno de los Estados más ricos del mundo. De hecho, es el segundo con un mayor PIB per cápita, el tercero con menor nivel de desempleo y el decimotercero en reservas de crudo (y el undécimo en su exportación). Eso provoca, además, que sea el primer país del mundo en tasa de migración neta —es decir, la diferencia entre inmigración y emigración—.
Esta diminuta península asentada sobre un ilimitado tesoro de recursos petrolíferos y anclada en mitad de un estratégico punto del Golfo Pérsico ha conseguido hacerse un enorme hueco en el mundo. El dinero llama al dinero, ya se sabe, y se ha dedicado a regar con su dinero a instituciones y organizaciones occidentales durante los últimos años, desde investigación a contratos publicitarios. Eso, junto a su capacidad para desarrollar grandes infraestructuras, como una lujosa isla artificial o su interés en la alta velocidad, han posibilitado que se haya aprobado un polémico mundial de fútbol en el desierto para el año 2022 —aunque eso implique jugarlo en invierno—.
Pero no todo es oro (negro) lo que reluce: Catar acoge a una distinguida población multimillonaria y a una paupérrima masa obrera, venida de fuera especialmente para trabajar en las grandes infraestructuras que el país lleva a cabo. Las obras del mundial, sin ir más lejos, son ya las más mortales de la historia de la competición… y aún quedan años para que se celebre. En la lista de ‘sombras’ de este paraíso, sin embargo, destaca el hecho de que se rige por una monarquía absoluta en la que no existen los partidos políticos y por la ley islámica radical, que incluye la prohibición del consumo de alcohol o la condena a las mujeres violadas por adulterio.
Pero eso no impide que Catar se haya erigido como un socio importante para ciertos intereses, sobre todo comerciales, de Occidente, que ahora se ven en riesgo por el bloqueo impuesto por la poderosa Arabia Saudí.
¿Por qué Catar está en riesgo?
El dinero soluciona muchos problemas, pero no todos. De hecho, Catar podría estar enfrentándose a una situación un poco complicada ahora mismo por varios motivos que no tienen mucho que ver entre sí —es lo que tiene jugar varias partidas de ajedrez simultáneas—.
El primer frente, que no tiene que ver con la política, tiene que ver con el entorno. Catar es un erial desértico y solo la riqueza de sus recursos petrolíferos consiguen evitar eso. En realidad el país importa el 90% de sus alimentos y tiene que desalar agua del mar para poder sobrevivir. Los rascacielos llenos de piscinas y la apariencia paradisíaca dependen exclusivamente de que ese flujo de riqueza no se detenga: sin mediación económica pocos podrían sobrevivir allí por lo extremo de sus condiciones climáticas, quizá por eso el país sea el sexto con mayor tasa de ahorro neto.
Eso les ha obligado a desarrollar una potente industria energética, siendo las plantas desalinizadoras y las centrales solares la base de su supervivencia. Aquí explican el enorme reto infraestructural que requiere llevar vida a un trozo de desierto.
Pero el segundo frente al que se enfrenta el país, el político, es el que realmente podría amenazar su supervivencia. Para ponerlo en contexto hay que ubicarse en el seno de las disputas sectarias en el mundo musulmán. Oriente Próximo es un polvorín de tensiones que se han acallado con dinero: mientras sus economías invierten en Occidente no hay problema. Solo la temida escalada armamentística iraquí —que nunca resultó ser— o el interés nuclear iraní han puesto en peligro este equilibrio de dinero a cambio de mirar hacia otro lado.
En la región hay dos grandes poderes fácticos. El primero es Arabia Saudí, aliado estadounidense de mayoría suní —como casi todos los países árabes—, que ejerce una enorme influencia en todo su entorno —incluyendo los riquísimos Emiratos Árabes Unidos, Bahréin o Catar—. Es otro país en equilibrio, acusado también de financiar el terrorismo internacional y con poco apego al respeto de los derechos humanos, pero como sucede con Catar, es algo no tan importante cuando los negocios son prósperos.
Enfrente está Irán, que es chií y —ya se sabe— enemiga de Occidente, y también una gran influencia para su entorno inmediato —especialmente Irak, ahora casi borrado del mapa por las consecuencias de la guerra y las conquistas del Estado Islámico—. Digamos que las relaciones en esa zona del mundo son algo complicadas…

Catar ha jugado a dos bandas (y no es el único)
El equilibrio, sin embargo, se ha ido rompiendo. Por ejemplo Bahréin, en el área de influencia de Arabia Saudí, tiene un rey suní —aunque una población mayoritariamente chií—. Y también en Catar, que se ha visto de pronto aislado y bloqueado diplomáticamente por todo su entorno (es decir, Arabia Saudí lo ha decidido y toda su cohorte de países satélite se ha plegado a lo mismo).
¿Por qué ha sucedido esto? Una posible explicación, la oficial, es el apoyo al terrorismo. Mejor dicho, a un terrorismo que no es con el que comulga Arabia Saudí, porque las malas lenguas dicen que Catar usa las ganancias de sus negocios europeos para inyectar dinero a Hamás, los Hermanos Musulmanes (suníes, pero quizá no tan alejados de Irán) o incluso Al Qaeda (salafista). El motivo, el supuesto pago de un rescate millonario para liberar a una parte de la familia real del país, secuestrada .
Pero en realidad el bloqueo responde a la auténtica tensión de la región: la guerra energética. Porque Catar no es rica solo por el crudo, sino por el gas natural: es la cuarta potencia del mundo en su producción, la tercera en reservas y la segunda en exportaciones. Por contextualizar, un tercio del gas que importa Reino Unido viene de Catar. Así que sí, la situación de la región podría tener grandes consecuencias en todo el mundo.
Y eso sin contar con la joya de la corona: el mayor yacimiento de gas natural del mundo, South Pars-North Dome, está mayoritariamente bajo su jurisdicción. Lo de «sin contar con la joya de la corona» viene a cuento porque es la madre del cordero del conflicto: en abril Catar levantó un bloqueo autoimpuesto para no explotar el yacimiento de forma masiva porque resulta que la otra parte del yacimiento es iraní. Posiblemente Arabia Saudí no esté muy contenta con este cambio de bando.
Tanto es así que consiguieron que Trump criticara públicamente a Catar por la situación, aunque lo hiciera con la boca pequeña. No en vano, la mayor base militar norteamericana de la zona está en suelo catarí. Pero a grandes males grandes remedios: pocos días más tarde se firmaba un acuerdo por el que Catar se armaba (por lo que pueda pasar) comprando F-15 americanos por valor de 12.000 millones de dólares.
Movimientos en todas direcciones
Pero no es solo Catar el que está moviéndose en varias partidas a la vez. Podría decirse que varios países de la zona llevan tiempo compitiendo en frentes diversos, algunos más evidentes que otros. Entre los evidentes está el geográfico —Egipto votaba ceder a Arabia Saudí dos islas estratégicas en la zona, Tiran y Sanafir— o la lucha periodística por el control de la información.
En ese frente Catar lanzó Al Jazeera que, con una plantilla distribuida en cien países del mundo, se ha convertido en un enorme altavoz para los intereses nacionales. Enfrente, la saudí Al-Arabiya, que no ha conseguido la misma penetración internacional. Las tensiones entre bloques de influencia se ven, por ejemplo, en la constante denuncia de la cadena catarí de la detención de uno de sus periodistas, Mahmoud Hussein, a manos —dicen— del gobierno egipcio.
Otro frente poco amistoso es el de la aviación y sus ramificaciones en el deporte occidental, su gran escaparate. A día de hoy Qatar Airways está considerada una de las mejores aerolíneas del mundo compitiendo directamente con Emirates o Etihad. Pero la guerra en ese frente no se libra en el aire, sino en el campo de césped.
En España, por ejemplo, esa lucha la encarnaban el Barça —que ha lucido patrocinio de Qatar Foundation por unos 200 millones de euros desde el pasado 2010— y el Real Madrid —que se ha llevado al menos la mitad por cuatro años de patrocinio de Emirates—. Bueno, en eso y en que un jeque catarí compró el Málaga y abrió un puente aéreo entre la capital andaluza y Doha así, sin más.
Esos ejemplos no son los únicos. De hecho, Emirates —la gran competidora de la aerolínea catarí— patrocina a equipos como el Arsenal (estadio incluido), el Milan, el Benfica, el PSG, el Hamburgo, el Olympiakos o el Cosmos de Nueva York, además de organizar un torneo de verano —la Copa Emirates— para mayor gloria de su colonialismo comercial. El fútbol se lleva en total el 35% de su presupuesto publicitario, generando un retorno estimado de 8 millones de dólares —que es lo que dicen que revierte en causas un tanto oscuras—. En esa suerte de guerra comercial y de influencia también juega Etihad, que patrocina al Manchester City (estadio incluido), el circuito de F1 de Abu Dhabi o varios intereses deportivos y culturales en Australia. Y todo eso podría ponerse ahora en peligro si la situación empeora.
Así las cosas, la situación de Catar es mucho más que un problema regional que afecta a una diminuta y lejana península. Es una suerte de visibilización de la ‘guerra fría’ entre dos bloques poderosos con capital ingente y armamento de destrucción masiva que, además, son un importante energético y comercial para Occidente. Y eso sin contar con que podrían dejarnos sin fútbol, que para muchos ciudadanos sería incluso más grave.
[…] ¿Por qué debería importarte la crisis de Qatar? […]
Eres lo más crack, Borja Ventura. Gracias por este articulo y todos los demás, molas mucho.
[…] Fuente: Yorokobu […]
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