Historia del ‘cruising’: cuando el sexo es política

Decía José Luís Alvite que las citas no son más que la convención social con la que disfrazamos un instinto. Pero hay lugares en los que ese instinto se desnuda de formalidades. Deja caer la careta y solo queda la carne, las lenguas, los flujos… el sexo. Sobre estos lugares habla Alex Espinosa en Cruising. Historia de un pasatiempo radical. El ensayo, publicado por la editorial Dos Bigotes, combina la investigación con las entrevistas y las vivencias personales. Ofrece así un reflejo íntimo, político e histórico del sexo anónimo entre hombres en espacios públicos.

Espinoza investiga los orígenes del cruising, situándolo en un pasado más remoto del que cabría imaginar. «Algunos jeroglíficos egipcios, vistos con una lente contemporánea queer, muestran claramente temas homoeróticos, temas que fueron borrados por sus descubridores blancos y heterosexuales», llega a decir. «La evidencia está ahí si sabes lo que estás buscando». Este es el leitmotiv que impregna todo el libro, la idea que va cogiendo fuerza a cada párrafo. El cruising está ahí, siempre ha estado ahí. Solo hay que saber dónde mirar.

De la Grecia clásica (que no era tan abierta en estos temas como pensamos) a la Roma imperial. Del París del siglo XVIII al Londres de la Revolución Industrial, donde se encuentra el primer glory hole de la historia (en los primeros baños públicos conocidos). La Florencia renacentista, los mercados medievales… El sexo anónimo entre hombres se ha dado en todas las civilizaciones de la tierra, quizá porque entronca con algo animal, quizá porque siempre ha estado estigmatizado. O por la necesidad de conectar entre iguales, de ser uno mismo aunque sea por unos minutos.

Lo que parece claro después de leer el libro es que esta práctica sexual, antisistema, contestataria, punki, ha ido siempre de la mano de lo urbano. «El problema del cruising es que necesitas mucha gente alrededor para hacerlo», explica el autor. «Necesitas extraños, necesitas variedad. El auge de la cultura del cruising está intrínsecamente ligado al auge de las ciudades-mercado de la Edad Media. Ciudades seguras. De repente se crearon espacios impersonales, plazas, calles y callejones compartidos por vecinos y familiares, pero también por viajeros, extranjeros y desconocidos».

El cruising fue creciendo al abrigo del anonimato urbano, pero siempre de forma marginal, perseguido por los vigilantes de la ley y la moral. El libro hace un exhaustivo estudio de estas instituciones. ‘La oficina de la noche’, en la Florencia del siglo XV, no era muy distinta a las mal llamadas ‘Patrullas de la pederastia’ del París del siglo XVIII o de la ‘Sociedad para la defensa de las costumbres’ de la Inglaterra victoriana. No son muy distintas de las organizaciones civiles y paramilitares que actúan hoy en Uganda o en Chechenia. Solo que estas últimas matan. Y que siguen en activo. Espinoza se detiene a destacar cómo el cruising moderno es una práctica de riesgo en muchos países. Y cómo la gente lo sigue practicando.

Uno de los testimonios más valiosos de todo el libro es el de Dennis, activista ugandés por los derechos LGTB y amigo del desaparecido David Kato (asesinado a palos por reconocer su homosexualidad). Dennis explica cómo la persecución y la represión, en un país donde el 95% de la población ve la homosexualidad como un crimen, no han eliminado el cruising. Es más peligroso, es más discreto, pero sigue existiendo.

GEORGE MICHAEL: CUANDO EL ‘CRUISING’ SE HIZO POP

La represión policial no acaba con el cruising. A veces lo fortalece. Las redadas y detenciones, que se han sucedido a lo largo de la historia, daban  publicidad a un lugar concreto, contaban en medios de gran audiencia lo que muchos desconocían. Era así en el siglo XVII y siguió siéndolo en los albores del XXI. Fue así como el cruising pasó a formar parte de la cultura pop.

El arresto de George Michael en 1998 convirtió una práctica marginal en portada de todos los medios del mundo. Lo relevante de este suceso no fue tanto que una estrella del pop, ídolo de las jovencitas durante los 80, saliera del armario de una forma tan traumática. Lo que dejó al mundo de piedra es que Michael no pidiera perdón, que no agachara las orejas y entonara el mea culpa. En su lugar publicó una canción, Outside, cuya letra y videoclip invitaban a disfrutar del sexo de forma desprejuiciada y, por qué no, en la calle.

En una entrevista en 2004, el famoso periodista de la NBC Matt Lauer le preguntó a George Michael por qué había arriesgado su carrera con algo que podía haber conseguido de forma algo más privada. «La gente no entiende el motivo que rige el cruising para los hombres gais», explicó el cantante. «Pero no tiene nada que ver con la necesidad. Y eso es algo que creo que la gente heterosexual no entiende». Unos años más tarde, sería el propio entrevistador el que se vería envuelto en un escándalo sexual, más privado, cierto, y también más oscuro. Lauer llevaba años acosando a compañeras de trabajo abusando de su posición de poder.

Espinoza aprovecha esta circunstancia para defender la práctica del cruising en contraposición con otros comportamientos más reprobables, pero que hasta hace poco han sido más aceptados. «El cruising […] está desprovisto de las dinámicas de poder que infectan las interacciones heterosexuales y existe fuera de las jerarquías tradicionales. El verdadero cruising permite a la gente establecer las condiciones de su deseo y que todos salgan satisfechos. Está basado en la igualdad», argumenta.

CÓMO EL ‘CRUISING’ SOBREVIVIÓ AL SIDA (Y A GRINDR)

Cruising. Historia de un pasatiempo radical traza una cartografía del deseo urbano. Dibuja una ciudad donde el más anodino baño público puede convertirse en un espacio lúbrico, peligroso, sugerente. Parece casi que hubiera una ciudad secreta que se abriera solo a aquellos que conocen los códigos necesarios. El autor incluso brinda algunos de esos códigos, desvela algunas herramientas, una brújula del deseo para no navegar a ciegas en este mapa del sexo anónimo.

El código Hanky es un lenguaje secreto, una forma de comunicar mediante los colores y la colocación de pañuelos las preferencias sexuales de quien los porta. Así, un pañuelo en el bolsillo izquierdo trasero del pantalón significa que quien lo lleva es activo. Si estuviera colocado en el derecho sería pasivo. El color tiene también su propio código, siendo el rojo, fisting; el mostaza, que calza más de 20 centímetros (o que los quiere, si el pañuelo está colocado en la derecha); el verde significa chapero; el amarillo, lluvia dorada; el negro, sado…

Alex Espinoza desgrana este lenguaje secreto mientras describe un mundo lleno de reinas vigilantes (quienes alertan de que se acerca la autoridad), polluelos (jóvenes inexpertos) y madres (mentores de algún polluelo). Describe desde dentro una realidad escurridiza y misteriosa que se sucede ante nuestras narices, a apenas unos metros de nuestras casas, nuestros parques, nuestros lugares de trabajo. Un mundo invisible y radical en el que la clase, la edad y la raza no son importantes. Solo importa una cosa.

Es imposible analizar la historia del cruising sin reparar en la epidemia del sida de los años 80. Espinoza ofrece una generosa hemeroteca, entremezclada con recuerdos y entrevistas, sobre cómo la enfermedad diezmó la población homosexual y redujo mucho la práctica del cruising. «Cuando el sida emergió», recuerda el autor, «el miedo trascendió cualquier acto individual y cualquier elección personal. De pronto, categorizar y estigmatizar a una población entera y el miedo a que existiera un cáncer gay sonó como algo antiguo y maldito. El condón pasó de evitar una nueva vida a mantener a raya a la muerte».

Pero el autor no se limita a hacer una lectura dramática de aquellos años y analiza la práctica desde otras perspectivas, valiéndole en ocasiones de bibliografía previa. En su libro, Queer Space: architecture and same sex desire, el autor Aaron Betsky escribe que los practicantes del cruising, «queerizaron la ciudad. La hicieron suya, la empujaron hasta los límites, la representaron. Su contribución a la cultura urbana fue inmensa».

Otros libros analizan su función desde un punto de vista más práctico. Tearoom Trade: Impersonal sex in public places, del escritor y psicólogo Laud Humphreys, desgrana con estilo antropológico los hábitos de apareamiento homosexual, casi como si de tratara de una especie exótica de zarigüeyas. Pronto comenzaron a publicarse más guías prácticas como Address Book, de Bob Damron, una especie de páginas amarillas gais que publicó su primera edición en 1965 (y que aún sigue en activo).

Y entonces llegó internet. Cruisingforsex.com se convirtió en una guía de lugares en los 90. Squirt.org, le tomó el relevo, convirtiéndose en el TripAdvisor del sexo gay. Esta web recomienda lugares, horarios y da consejos para evitar guardias de seguridad. Pero la auténtica revolución la han ofrecido las aplicaciones basadas en la geolocalización, como Grindr o Scruff.

En el crusing actual, el apéndice más importante no es el pene sino el dedo. Con unos cuantos swipes o un par de taps puedes concertar una cita sexual. Los móviles han conseguido popularizar el cruising, hacerlo limpio, organizado y eficiente. Y lo han despojado por el camino de su contexto público, contestatario y arriesgado.

Por eso hay quienes mantienen que esto no es cruising. Espinoza da argumentos a favor y en contra, pero parece decantarse por lo segundo. Como dice el periodista Steven W. Thrasher en The Guardian, «el arte del cruising puede ser un espacio de exploración y conexión. Crea lugares en tensión por las posibilidades de conexión y peligro al mismo tiempo. Amplía los límites de lo público y lo privado». Y toda esa complejidad no cabe en la pantalla de un teléfono.

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