De Superman a Batman: cuando la mejor versión de ti mismo huele rancio

Superman Spiderman Batman

«De pequeños somos Superman, de adolescentes Spiderman y de adultos Batman». Dicen. «Luchando por no convertirnos en el Joker», añado yo.

No es casualidad que estos arquetipos coincidan con las etapas clásicas del desarrollo psicosocial: la omnipotencia infantil, la crisis de identidad adolescente y la complejidad moral adulta. Jung habría flipado viendo cómo la industria de entretenimiento norteamericana acabó mapeando perfectamente el inconsciente colectivo occidental. O quizás no tanto porque, como me dijo alguien no hace mucho, «Jung no era psicólogo, era un tarotista».

Pero, sobre todo, una frase que resume a la perfección el desarrollo vital de una generación. Nosotros, los X, los que hemos visto cosas que vosotros no creeríais. Naves en llamas más allá de Orión. Hemos visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhaüser, a un Elon Musk cañí vestido de Superman y gritándole a un ministro «que te pego leche»; hasta hemos visto cómo Robert Pattinson se convierte en un Batman más emo que Eduardo Manostijeras.

Así que, si no quieres que todos esos momentos se pierdan en el tiempo, como lágrimas en la lluvia, acompáñame en este maravilloso viaje, que diría un exyoutuber reconvertido en tiktoker.

Cuando las cicatrices son solo un juego

Empezamos nuestra vida creyendo que podíamos volar con una capa roja y los calzoncillos por fuera. Y es que todo era simple: los buenos eran buenos, los malos eran malos (y encima sinceros que te cagas: «somos malos, malasombra, somos malos de verdad»). Smallville era el verano, las vacaciones, las piscinas del pueblo. Y la kryptonita, las tres horas de digestión, esa teoría de la conspiración parental para que no tocáramos las pelotas durante la siesta.

No necesitábamos CGI, teníamos a Christopher Reeve colgado de un arnés mientras nosotros intentábamos lo mismo saltando desde el sofá de escay. Una pequeña cicatriz en el labio me queda de aquello, aún ajeno a lo de «más cornadas da la vida» de mi abuela.

Porque Superman es/era el sueño americano perfecto: un inmigrante (extraterrestre, pero inmigrante al fin) que abraza los valores tradicionales rurales y defiende el establishment con fe inquebrantable. El hecho de que creciéramos identificándonos con el héroe más conservador del Olimpo Marvel/DC dice mucho de lo que éramos entonces: una generación que aún creía ciegamente en las instituciones.

Clark Kent solo necesitaba cambiar de peinado y ponerse unas gafas de pasta para parecer convincente, casi tanto como lo de «que sí, que ya me he lavado las manos». Porque, por entonces, el mundo, nuestro mundo, era tan simple como la programación televisiva: La 1, La 2, y si teníamos suerte y vivíamos en la zona adecuada, la autonómica. El bien y el mal estaban claramente definidos, y la mayor crisis moral era decidir si mezclábamos Playmobil con LEGO, o si era posible una alianza interdimensional entre He-Man y Superlópez.

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La mayor preocupación de nuestros padres, esos Jonathan y Martha Kent que alternaban entre «no te asomes tanto a la ventana» y «sal a la calle, que te vas a quedar tonto con tanta tele», no era que nos vigilara una oscura alianza capitaneada por Bill Gates y George Soros, sino la vecina del quinto, que ejercía de oráculo del barrio y alertaba de cualquiera de nuestros planes para dominar el mundo.

La realidad era nuestra Metrópolis particular: un lugar donde creíamos que el año 2000 traería coches voladores, mientras nuestros padres seguían orgullosos de su Renault 5 rojo. Nuestras habitaciones eran nuestras Fortalezas de la Soledad, decoradas con pósteres de la Superpop y del Teleprograma, y esa colección de cromos de Érase una vez el hombre que nunca conseguimos completar. Pero como todos los veranos dorados, este también tuvo que acabar. Chanquete ha muerto.

De los Jóvenes Castores al grunge sin manual de instrucciones

Si la etapa Superman fue todo color y optimismo ochentero y facilón («no hay marcha en Nueva York, y los jamones son de York», ya sabes), la etapa Spiderman nos pilló en plenos noventa, cuando descubrimos que la vida tenía más capas que una canción de Los Héroes del Silencio.

De repente, todo se volvió ALTERNATIVO. No éramos raros, éramos incomprendidos. La adolescencia nos pilló en la clandestinidad de nuestras habitaciones mientras, entre paja y paja, rezábamos para que el locutor de los 40 no hablara antes de acabarse la canción y nos jodiera la cinta que estábamos grabando. Por primera vez, empezamos a intuir que quizás el mundo no era tan simple como habíamos creído.

Porque Spiderman era otra cosa: un chaval working class, nuestro primer héroe progresista, aunque hoy, fíjate tú, lo hayamos convertido en insulto; lo de progresista, digo. Mientras Superman defendía el orden establecido, Peter Parker lo cuestionaba desde el precariado. No es casualidad que nos identificáramos con él justo cuando empezábamos a sospechar que los adultos no lo tenían todo controlado.

Porque los noventa fueron nuestra década de la sospecha. España entraba en Europa, llegaba la democracia de verdad, pero también los primeros casos de corrupción mediática, los primeros ERE masivos, la heroína. Por primera vez intuimos que el progreso no era lineal, que las instituciones podían fallar, que nuestros padres habían construido un mundo imperfecto que nosotros tendríamos que arreglar o, al menos, sobrevivir en él.

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La realidad era Queens en versión ladrillo visto, toldos verdes y bar de tercio y montadito. El mundo se nos volvió más complejo: ya no había buenos y malos, había gente que iba a los conciertos de Nirvana y gente que prefería Backstreet Boys y se compraba los discos en la Fnac.

Nuestros padres pasaron a ser como la tía May: intentaban entender por qué necesitábamos que nos instalaran «eso del internet» (y a los que engañábamos con «es que lleva una Enciclopedia Encarta») mientras calculaban mentalmente el coste de la llamada. El «un gran poder conlleva una gran responsabilidad» se traducía en «¡¡¡¡No descolguéis, que estoy conectado al IRC!!!!».

El amor ya no era el «Te regalo mi mejor canica». Ahora era COMPLICADO. Cada interacción romántica tenía el potencial dramático de un episodio de Al salir de clase. Era ese crush que no sabía que existíamos por más que nos empeñásemos en hacernos los encontradizos.

Spiderman nos enseñó que ser héroe duele. Que salvar a otros tiene un coste personal. Que la responsabilidad no es un superpoder, es una carga. Y quizás por eso fue el primero en parecerse a nosotros: siempre jodido de dinero, siempre con movidas en casa, siempre dudando si estaba haciendo lo correcto.

Pero como toda adolescencia, también esta etapa pasa, y con ella llega la revelación de que ser adulto no es más fácil… es, simplemente, más caro.

«Es el mercado, amigo»

Bienvenidos a la edad adulta, esa época en la que hemos visto suficientes Batman como para saber que Frank Miller tenía razón: todos nos volvemos más oscuros con la edad.

Gotham City es básicamente cualquier ciudad española después de que el último videoclub del barrio se convirtió en un kebab, y llevamoss encima suficientes crisis como para saber que el verdadero Pingüino es el local foodie con tosta de aguacate a 12 euros.

Y así Batman, ese multimillonario que usa recursos privados para mejorar la sociedad, se ha convertido en nuestro héroe perfecto: la encarnación del liberalismo económico. Soluciones individuales a problemas sistémicos, filantropía como herramienta de cambio, desconfianza en lo público. Bruce Wayne es lo que hubiéramos querido ser: suficientemente ricos como para que nuestros problemas se solventen con tecnología punta. El sueño húmedo del capitalismo tardío con capa y burpees.

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Aunque la realidad, como siempre, además de tozuda y menos épica, nos ha quedado un poco bastante TEMU: en lugar de la Mansión Wayne, un piso con hipoteca variable en un PAU de la España de las piscinas, dos monitores y una tele del Black Friday como tecnología punta y un traje de Zara para ir a currar montados en un batmóvil diésel que, recién comprado, fue declarado non grato en las zonas de bajas emisiones. ¿Y Alfred? Una cafetera de cápsulas del Mercadona que nos juzga cada mañana. Eso sí, nuestros padres han pasado de tía May a expertos en WhatsApp que nos mandan cadenas de fake news y fotos del tiempo.

¿Y cómo nos va en el amor?

Superman tenía a Lois Lane, la mujer perfecta, un amor puro e idealizado; Spiderman vivía el drama romántico adolescente; Batman, qué te voy a contar, relaciones disfuncionales con femmes fatales enfundadas en látex. Y nosotros hemos llegado a algo más complicado que la Cita a ciegas de Bruce Willis y Kim Basinger: un First Dates algoritmizado a fuerza de anabolizar perfiles de Tinder.

E intentando respetar esa regla no escrita en el dating actual: nunca salgas con alguien con quien tengas más de dos Batman de diferencia. Si crecimos con Michael Keaton y nuestro match piensa que Batman empezó con Christian Bale, red flag al canto, que decís ahora.

Quizás sea por todo eso que el Joker ya no da tanto miedo como ese email que empieza con «Buenos días a tod@s». Los verdaderos villanos son el casero que nos sube el alquiler citando el IPC, el vecino que hace obras justo cuando empezamos nuestras videollamadas, y ese compañero de trabajo que dice «saliendo de la zona de confort» de forma no irónica.

Pero en las sombras acecha una amenaza mayor: esa vocecilla que conocemos demasiado bien. La que nos dice que quizás todo este teatro corporativo no tiene sentido.

La tentación del nihilismo generacional

Ahí está, acechando en las sombras de nuestros feeds de LinkedIn y en los grupos de WhatsApp. Esa voz que llevamos oyendo desde que descubrimos que Smallville se parece mucho a la Seahaven donde vive Truman, que se hizo más fuerte cuando nuestros ídolos alternativos acabaron en anuncios, y que ahora susurra verdades incómodas sobre este mundo que construimos.

No es el Joker de César Romero, ni siquiera el Jack Nicholson que nos voló la cabeza en los 90. Es ese que entendemos demasiado bien porque, como él, hemos visto cada movimiento contracultural convertirse en camisetas de Los Ramones del Zara.

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Nuestras ciudades son capítulos de Black Mirror grabados en nuestros barrios gentrificados. La realidad supera cualquier distopía que imaginamos viendo V de Vendetta en los 80: los coches no vuelan, pero tenemos reuniones en el metaverso, mientras los bares de tercio y montadito se convierten en gastrobares. ¿Hay algo más punk que sobrevivir a ver cómo tu rebeldía se convierte en una expo de Casa de Cultura? El Joker tenía razón: todo es una puta broma.

Y aquí está la verdadera profundidad: no es solo un villano, es la encarnación perfecta del nihilismo posmoderno. Representa el momento en que te das cuenta de que todas las narrativas que te vendieron eran marketing, que todos los movimientos contraculturales acaban siendo productos, que toda revolución termina en merchandising. Es la tentación de dejarlo todo y reírte del sinsentido. Sartre con maquillaje blanco y una sonrisa permanente. Pero aquí está el plot twist: que te den, Joker. Hemos encontrado algo mejor.

La última ronda en el Kronen

La verdadera victoria no es haber sobrevivido a tantos cambios, sino mantener el sentido del humor a través de ellos. Mientras los milenials temen convertirse en el Joker y la Gen Z lo usa como filtro de TikTok, nosotros ya entendimos el chiste: todo es absurdo, y eso está bien. Al fin y al cabo, somos la generación que sobrevivió al paso de la peseta al euro, y a que el Fary se convirtiera en meme.

Somos la generación que vio nacer el cyberpunk y ahora vive en él, pero con ropa menos molona y más reuniones por Zoom.

Vimos cómo las tiendas de cómics pasaron de ser antros oscuros a ser templos modernos donde la gente hace cola para comprar Funko Pops. Nuestros lugares de reunión son ahora spots de Instagram, y ese bar donde bebíamos kalimotxo jugando al quinito es ahora un local de sushi con música lofi.

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Pero hay algo fascinante en esta evolución: nosotros fuimos la última generación que tuvo que defender su afición friki. Ahora ver Marvel es mainstream, ir a Comic-Con es cool, y tener una colección de figuras es «coleccionar arte pop». Vivimos lo suficiente para ver cómo lo marginal se convierte en hegemónico, cómo la cultura underground se vuelve algoritmo de Netflix. Somos arqueólogos vivientes de nuestra propia subcultura.

Mientras las nuevas generaciones consultan sobre salud mental a ChatGPT, nosotros seguimos aquí, en la terraza del bar, con nuestro vermut (artesanal, por supuesto) y nuestra ironía bien afilada, sabiendo que la verdadera locura no es reírse del abismo, sino pensar que el futuro iba a ser como en Regreso al Futuro II.

Epílogo: lágrimas en la lluvia

Al final, nuestra generación es como un cómic de Ibáñez que acabó convertido en una película de Nolan: más oscuro, más complejo, pero en el fondo igual de disparatado. Y quizás esa sea nuestro verdadero superpoder: haber mantenido el sentido del humor mientras el mundo pasaba del blanco y negro al color, de la UHF al 4K HDR con suscripción premium.

Lo que vivimos no fue solo una evolución personal, sino un cambio en las reglas del juego: del optimismo institucional de la transición al individualismo neoliberal, pasando por el despertar de la conciencia social del 15M. Superman, Spiderman y Batman son las ideologías que hemos atravesado como sociedad. Y el Joker… el Joker es lo que pasa cuando te das cuenta de que quizás ninguna de las tres funcionaba del todo.

Pero seguimos aquí, riéndonos. Porque esa es nuestra verdadera resistencia: no tomarnos demasiado en serio ni siquiera nuestro propio cinismo.

Porque sí, puede que ya no seamos Superman, ni Spiderman, ni siquiera Batman (ojalá nunca). Pero somos algo mejor: somos los que seguimos aquí, riéndonos mientras os explicamos a vosotros, la generación Z, que hubo un tiempo en que los teléfonos se usaban para llamar.

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Y esa, queridos lectores más jóvenes, es quizás la lección final: no temáis convertiros en el Joker; temed convertiros en alguien que ya ni siquiera puede reírse del caos. Nosotros, la Generación X, seguiremos aquí, con nuestra ironía y nuestro vermut, viendo cómo el mundo arde mientras murmuramos «Meh, en los 90 molaba más»… y lo decimos en serio, aunque sea en broma.

Porque al final, ¿no es esa la mejor broma de todas? Que pasamos de querer salvar el mundo a conformarnos con salvar el mes, y de alguna manera, eso nos hace más héroes que cualquier tipo en mallas.

Todos esos momentos permanecerán. Como el sabor del kalimotxo, como la música del walkman, como la esperanza de que, cuando llegue el día, habrá dinero en la hucha de las pensiones. Como Ruiz Mateos vestido de Superman gritando en televisión.

Hemos visto cosas que vosotros no creeríais. Y todas ellas nos han traído hasta aquí: una generación que aprendió a reírse del absurdo porque era la única forma de no volverse loco.

Es hora de pagar Netflix.

 

Óscar Bilbao es Uno de los Herederos de Rowan

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Patrick Thomas

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