Parece mentira, pero en pleno siglo XXI, meterse con dios sigue siendo un negocio peligroso. Si bromeas con Mahoma, te pegan cuatro tiros, y si lo haces con la madre del dios de los católicos, o sea, con la Virgen, el mismo papa amenaza con darte de hostias, nunca mejor dicho. ¿Dónde quedó lo de poner la otra mejilla? Las religiones no están para bromas hoy. El espeluznante asesinato de los humoristas de Charlie Hebdo ha centrado el debate en torno a la libertad de expresión y la amenaza del yihadismo, pero tanto o más preocupante es la constatación de que dios sigue dividiendo a la humanidad y la humanidad se sigue matando por ello.
Aunque el ser humano cree haber alcanzado el futuro porque ha inventado la tele, internet, los satélites, la microcirugía, la nanotecnología, el móvil y los cupcakes, la realidad es que sigue sumido en las mismas guerras de religión del medievo. Es más, parece que una de las consecuencias de la moderna globalización ha sido reabrir con fuerza las viejas heridas que enfrentaron durante siglos a los grandes credos. Tras las razones económicas, energéticas y geoestratégicas, el enfrentamiento Oriente-Occidente es un conflicto entre cristianismo e islamismo, y lo que ocurre en Oriente Medio y Próximo es un combate entre Yahvé y Alá a ver quién es más sádico. Hemos vuelto a las cruzadas.
En sus muy recomendables memorias Me odiaría cada mañana, el guionista Ring Landner Jr., uno de los 10 de la lista negra de Hollywood durante la caza de brujas del macartismo, lamentaba que ni siquiera los grandes avances de la ciencia hubieran conseguido que millones de personas dejen de creer en religiones, mitologías y supersticiones que han provocado genocidios y siguen derramando sangre, que discriminan a la mujer y a los homosexuales, fomentan la xenofobia, castigan los placeres mundanos, niegan los avances científicos y «tratan de imponer sus rígidas normas sobre lo que es o no aceptable en arte, literatura, teatro, cine y televisión». Y en el humor, como hemos visto.
La clave de su pervivencia la adelantó Federico el Grande, el rey prusiano ilustrado y filósofo, quien ya dijo en el siglo XVIII que «la religión es una farsa, pero debe ser mantenida para las masas». De nada ha servido que otro Federico, Nietzsche, matase a Dios y certificase su defunción hace más de un siglo. La tragedia es que el pobre acabó loco perdido. Sin embargo, creer que existe la vida eterna y la resurrección de los muertos, que hay un paraíso con 72 vírgenes esperando a los mártires de la yihad, que las transfusiones son pecado o que dios eligió a los judíos entre todos los pueblos del orbe no se considera una locura. Al contrario, la locura es atreverte a hacer un chiste al respecto.
Qué poco le conocen los que creen en él. Yo estoy convencido de que a dios le harían gracia los chistes, si existiese. El mundo es la prueba de que le encantan las bromas pesadas. Si dios existiese, sería humorista satírico y trabajaría en Charlie Hebdo. Pero no existe por una sencilla razón: nosotros. El hombre es la prueba irrefutable de la inexistencia de dios. No me digan que no.
Prueba irrefutable de la inexistencia de dios
