Al despertar Gregorio S. una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama con que el mundo era un lugar inhabitable. Decidió que a partir de ese día todas sus acciones (y omisiones) tendrían como fin último hacer del planeta un lugar mejor, más sano, más solidario y más respetuoso con la naturaleza.
Pronto dejó de comer carne por plantearle demasiados problemas éticos e higiénicos. Luego eliminó de su dieta los pescados grandes, después los pequeños. Más adelante dejó de comer huevos, lácteos y derivados, y se hizo vegano. Pero descubrió los cultivos transgénicos y el oscuro imperio de Monsanto… Decidió convertir la terraza de su casa en un huerto autosuficiente. Y fue más allá; primero vivió una fase de frugívoro (solo comía frutos) y más tarde llegaría su etapa de germinóvoro (solo ingería semillas) para perturbar lo mínimo el ecosistema.
La trazabilidad le obsesionaba ¿de dónde venían las cosas que consumía? Quiso minimizar al máximo su huella de carbono, por lo que decidió no volver a viajar nunca más, excepto trayectos cortos y a pie. Y si sentía gases después de comer garbanzos orgánicos se aguantaba los pedos, para no contribuir al efecto invernadero.
Revisó su armario, y no encontró ninguna prenda libre de sospecha de haber sido confeccionada por esclavos en algún punto de su cadena de producción. Su dilema era seguir utilizando la ropa hasta que se destruyera de puro vieja, o deshacerse ya de tan ignominiosa carga. Le habían dicho que solo las prendas con la etiqueta de Comercio Justo se ajustaban a sus loables pretensiones, pero leyó en la prensa algunos escándalos respecto al abuso de esa denominación, en los que había implicadas diversas ONG’s con las que colaboraba. Canceló sus suscripciones.
El dinero en sí le pareció un mal erradicable. Retiró sus ahorros de Bankia y buscó una entidad financiera que pudiera englobarse en la llamada “Banca Cívica”, como Triodos Bank, ING Direct o Grameen Bank. Pero pronto se dio cuenta de que en realidad un banco siempre es un banco, por lo que resolvió prescindir de un elemento tan conflictivo como el dinero, principio y fin de todas las guerras y disputas.
No utilizaba nada eléctrico en casa, y se iluminaba con velas artesanales que confeccionaba con la cera que extraía de sus colmenas.
Pero mucho antes de eso, tuvo conocimiento de que algunos de los componentes de su ordenador Mac habían sido fabricados en condiciones insalubres en remotas factorías del Tercer Mundo, a cambio de salarios ridículos. Buscó otras marcas, pero no halló ninguna libre de sospechas, y además, por aquel entonces aunque la hubiera encontrado, ya se había topado con un nuevo problema. Todos los equipos que contienen ese oro del siglo XXI llamado coltán, presente en todos nuestros gadgets y culpable de la explotación de miles de desgraciados en remotas minas africanas, son aparatos manchados de sangre…
Así que, libre ya de las ataduras de las redes, Gregorio S. se encontró en su casa desconectado de la red por primera vez en en su vida.
Como ya hacía tiempo que había dejado de comprar prensa escrita o libros, para no contribuir a la deforestación de la Amazonia, lo cierto es que podemos decir que vivía en un ecosistema aislado de cualquier ruido mediático.
Al comienzo de su viaje irreversible a la sostenibilidad, se negó a utilizar preservativos con su novia, alegando que la fabricación de látex era totalmente incompatible con un proceso medioambiental responsable. Ella le replicó que lo que no sería sostenible es quedarse embarazada. Por esa razón dejaron de hacer el amor, y de ahí a la ruptura solo había un paso: su pareja, que era activista de Greenpeace, lo abandonó.
Solo bebía el agua que caía del cielo en las ocasionales lluvias, por lo que pronto se deshidrató. Gregorio S. falleció desnudo, en silencio y a la sombra de un árbol de su terraza, mientras recibía visitas de quienes lo consideraban un santo, y confundían devoción religiosa con el deseo de ser el hombre más sostenible del mundo.
Ni siquiera encontró la paz con su último pensamiento, pues imaginó su cadáver en descomposición, y el metano que se liberaría en el proceso, y sintió muy a su pesar, que contribuiría al calentamiento global.
Gregorio S. cerró los ojos por última vez, y soñó que conducía un Hummer mientras se comía una hamburguesa y escuchaba a Rammstein en su iPhone 6.
Descanse en paz.