Desde tiempos inmemoriales, los movimientos políticos que propugnan el regreso a un pasado edénico lo hacen como rechazo a la ciudad y lo que en ella se cuece. Hasta los hippies en los 60 del siglo pasado traían la modernidad en comunas alejadas del mundanal ruido. Sin embargo, nada ha conseguido hasta ahora detener el poder de atracción de la urbe. Un espacio en el que todo cambia demasiado rápido y al que de alguna manera, como animales sociales, parecemos determinados.
Según las Naciones Unidas, actualmente un 55% de la población mundial vive en ciudades, pero se calcula que en 2050 esta proporción llegue al 70%. En 2030, puede que un 92% de británicos ya lo estén haciendo. Esas concentraciones de población modifican el mapa de un país en todos los aspectos, pero también a las personas. Es un fenómeno que comenzó hace miles de años y sobre el que solo cabe preguntarse ¿tenemos elección?
La antropóloga Mónica L. Smith en su libro Cities, the first 6.000 years (Viking, 2019) da a entender que las ciudades son intrínsecamente humanas. Cuando los españoles llegaron a América, cuenta, lo que tuvo que ser para ellos como una odisea espacial, las ciudades que se encontraron tenían los mismos componentes que las que habían dejado atrás. Estaban ante una civilización desconocida, pero sabían interpretar perfectamente lo que tenían delante porque lo ya lo habían visto.
Es algo que ahora pueden confirmar los arqueólogos. Ocurre con las urbes de todo el mundo aunque las levantasen culturas que no tenían contacto entre sí. La antigua Roma y el Tokio moderno, afirma, son dos mundos aparte, pero como ciudades reúnen idénticas características.
[pullquote]Nada ha conseguido hasta ahora detener el poder de atracción de la urbe[/pullquote]
Para la autora, el salto de la humanidad del campo a la ciudad solo puede compararse con lo que ha supuesto para la población contemporánea la llegada de Internet. El núcleo urbano ofrecía ante todo la posibilidad de comunicarse y actuar con gente diversa, establecer un contacto constante y prácticamente instantáneo con ellos. Una vez descubiertas, los que experimentaron la ciudad ya no podían prescindir de ella.
Entre sus muros se aprendió a convivir. Por primera vez, la gente se relacionaba con personas que no tenían nada que ver con ellas, no eran sus familiares ni sus vecinos. Había que tratar con gente que tenía culturas diferentes e incluso otras lenguas y costumbres. Ese primer urbanita inició a su vez otro fenómeno inédito hasta entonces, el de la clase media. La ciudad también moldeó al ser humano.
Hay fragmentos del ensayo que hacen que la antropología suene como poesía. Cuando explica, por ejemplo, que la ciudad se define por el movimiento. Si en el medio rural uno se tenía que llevar bien con los que le rodeaban para poder atravesar sus tierras, la ciudad se caracteriza por la desaparición de las obligaciones sociales para procurarse el tránsito.
[pullquote]Las ciudades funcionan porque cualquiera puede interpretarlas. La antigua Roma y el Tokio moderno son dos mundos aparte, pero como ciudades reúnen idénticas características[/pullquote]
Ida y venida al mercado, producción, entrada y salida de productos para el consumo. Un movimiento continuo ha sido lo que ha definido siempre a la ciudad. El arqueólogo Scott Branting midió al microscopio el impacto de las pisadas y los carros sobre la arena sedimentada en Kerkenes, Turquía, una urbe del 700 AC, y encontró que el emplazamiento había estado caracterizado por el tránsito. Por lo que ahora se llaman arterias.
Pero también los núcleos urbanos se han distinguido desde que aparecieron por sus elementos estáticos. Por ejemplo, en los primeros mapas de ciudades algunos lugares venían marcados con el vagabundo que siempre estaba tumbado en la misma esquina o los lugares donde se ataban frecuentemente a los animales.
[pullquote]La cercanía de reservas minerales no es lo que hizo fuerte la ciudad. El verdadero valor fue la interconectividad[/pullquote]
Otros pasajes suenan a biología, como al relatar que de las necesidades de la ciudad surgen los caminos y las grandes vías que la comunican con otras y sirven para abastecerlas. Cuando se analiza su crecimiento, vemos que es similar a la mitosis celular. Cada ciudad empieza con un conjunto de funciones, tales como mercado, baños, teatro… Cuando crece, otro conjunto idéntico con las mismas características aparece al lado. Luego otro y otro y así sucesivamente hasta que, finalmente, la muralla trata de acotar esos barrios, el territorio urbano, con el fin de cobrar impuestos a la entrada de mercancías y garantizar una mejor defensa unificándolos.
Porque fue la interconectividad lo que hizo fuerte a la ciudad más que cualquier otro recurso. Al contrario de lo que se pensaba, no fue la cercanía de reservas minerales o de campos fértiles lo que situó a las ciudades más importantes en el mapa.
Un ejemplo está en Mesopotamia. Según la vieja creencia, las primeras urbes deberían haber aparecido en lugares paradisíacos, pero Brak, Ur o Uruk estaban en unas tierras áridas y secas, la agricultura era pobre. La desembocadura del Tigris y el Eúfrates era en realidad un cúmulo de cenagales insalubres. Además, el arqueólogo Richard Redding demostró la adversidad de la vida y la irregularidad de las cosechas en esta región a partir de la frecuencia de rebaños sacrificados que encontró en los estratos Tepe Sharafabad.
Tampoco tenían cerca minas ni canteras importantes. Las piedras con las que se construyeron los edificios de estas ciudades provenían de lugares muy lejanos, en algunos casos de la India. La vida en Mesopotamia era adversa, dura y difícil y, sin embargo, ahí estuvo la clave que las hizo prósperas. Para sobrevivir en ese entorno, reflexiona la autora, los habitantes tuvieron que ser más creativos que en ningún otro lugar.
Con imágenes analizadas por satélite, el arqueólogo Jason Ur encontró que las ciudades mesopotámicas no tenían dos o tres caminos que las conectaban con otras, sino docenas, tantas como los radios de una rueda. Como resultado, una ciudad siempre podía obtener lo que le faltaba cuando fallaban los cultivos u otras comunicaciones se interrumpían por una guerra. La capacidad de abastecerse gracias a la interconexión, la fortaleza de la red de la que formaban parte, fue lo que las hizo crecer y perdurar. Cobraron sentido e importancia en relación a las ciudades a las que estaban unidas, no por sí mismas.
[pullquote]La basura. Es la condición sine qua non para que pueda hablarse de urbe[/pullquote]
La prueba del valor de estas comunicaciones es que en una cultura aislada de Asia Menor, la americana, ofrecían las mismas características. Las ciudades mayas tampoco eran entidades singulares, sino eslabones de una cadena que conectaba centros urbanos. Mediante el sistema LIDAR (un dispositivo para hacer mediciones por láser) se ha encontrado que entre el sur de México y América Central, entre la selva, había una red de caminos uniendo urbes, algunos de hasta 80 kilómetros, una «verdadera red de autopistas».
Solo falta una característica más aparte del tránsito, la clase media y la interconectividad para definir a las ciudades a lo largo de los milenios: la basura. Es la condición sine qua non para que pueda hablarse de urbe. De hecho, en los primeros tiempos, la porquería era una señal del estatus. Un marcador de clase a través del consumo que se demostraba, del que se podía presumir. Porque esa es también una de las razones de ser de una ciudad y la forma esencial que tiene el ciudadano de relacionarse con ella y mantenerla viva: consumir.
Si un yacimiento ha servido para comprender la antigüedad del consumo en toda su dimensión ha sido el de Sisupalgarh, en la India, en el VII a. C. En los espacios destinados para arrojar la basura, se encontraron brazaletes, colgantes, anillos y pendientes, también piezas de arcilla y todo ello con algo en común: se tiraron en perfecto estado. Habían sido desechados antes de gastarse. Solo puede haber un motivo, concluye Monica L. Smith, se habían pasado de moda. Aún más lejos, en los basureros mayas han aparecido figuras rotas, pero arrojadas ahí no porque se estropearan, sino porque fueron fabricadas expresamente para romperlas.
El hecho de que en la basura los desperdicios hallados estén relacionados con un consumo frívolo prueba que desde que apareció la ciudad esta trajo consigo la producción en masa y barata de bienes. Hay también muy poca diferencia entre el ciudadano de las urbes que datan de antes de Cristo y las actuales, también les movía el consumismo. Aunque quizá los arqueólogos del futuro expliquen mejor cómo era nuestra vida hurgando en vertederos como los discos duros de Cambridge Analytica.