¿Eres una persona elegante?

29 de julio de 2013
29 de julio de 2013
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“Y dígame usted, ¿cómo podemos salvar el mundo?”. El psicólogo social Pablo Fernández Christlieb cuenta que “un reportero con veneno de buena calidad” se mofaba de las periodistas que hacían esta pregunta en los “periódicos light”. “Para salvar el mundo”, dice el mexicano, “siempre se necesita más dinero, a veces para armas, a veces para medicinas y alimentos, a veces para campañas, comisiones y programas de educación, información y concienciación, y a veces para fundaciones caritativas que reparten regalitos a los niños pobres en navidad”.
“El caso es que siempre consiste en aplicar las soluciones que uno tiene como si las soluciones existieran en el país de la teoría y los problemas en el territorio de la práctica”, continúa. La aplicación se basaría en llevarlas de un lado al otro. La teoría se trasladaría a la práctica “mediante la aplicación y santo remedio”. Pero ocurre una cosa. “El santo remedio nunca acaba de llegar y por eso, por lo común, se necesita más dinero para más aplicación”.
El psicólogo social arranca con esta teoría social para adentrarse, a continuación, en su concepción de la elegancia individual y dice que “se supone que la aplicación del conocimiento sirve para mejorar el mundo (o salvarlo, como dicen las reporteras), aunque sea tantito, disminuyendo las desgracias en un poquito por cierto, aunque a la larga toda aplicación se conforma con arreglar desperfectos para que todo siga como estaba, aunque lo curioso del mundo es que los desperfectos nunca se corrigen, solo aumentan, de suerte que siempre se requieren más aplicaciones felices y, a fin de cuentas, parece que el único resultado que produce una aplicación es más aplicaciones”.
Fernández Christlieb explica en su ensayo La elegancia de la sociedad que la teoría del caos ya lo advirtió. “Lo que produce una causa no es un efecto, sino algo genuinamente desconocido” y, por eso, cuando una madre dijo a Freud: ‘Ay, doctor, no sé cómo educar a mi hijo’, el inventor del psicoanálisis, en su prudencia (según el mexicano), contestó: ‘Edúquelo como quiera. De todos modos, lo va a educar mal’.

Freud
El neurólogo y padre del psicoanálisis Sigmund Freud

El escritor piensa que “la realidad sigue su marcha con sus defectos y virtudes independientemente de cuanta aplicación por todos los medios se haga”. La tecnología, por ejemplo, solo ha cambiado la superficie. “Todos los avances técnicos modernos, desde la locomotora de vapor hasta la clonación, pasando por misiles y naves espaciales, por la televisión y las computadoras, no parecen hacer verdadera mella en la sustancia de fondo de la sociedad. La sociedad sigue esencialmente tan contenta o tan descontenta como en el siglo XVII, con sus mismas ilusiones, miedos y alegrías. Es decir, toda la aplicación tecnológica no ha logrado transformar la sociedad en lo que tiene de esencial, en lo que es verdaderamente la sociedad. Asuntos esencialmente sociales como la muerte, que siempre llega; el amor, que a veces no; el desamor; la soledad; la confianza o la ternura siguen siendo los mismos y puede incluso decirse que culturas preaplicacionistas tenían un mejor consuelo ante la muerte que un seguro de vida”.
El psicólogo social considera que “la realidad no es tan simplona como para que se arregle con una aplicación, porque no tiene en esta punta un emisor teórico y en la otra un receptor práctico que se conectan con líneas de aplicación, ni tiene un departamento de causas y luego un departamento de efectos que mediante el papeleo y el acarreo correspondientes sean llevados de un lado al otro. Ni la realidad es una cosa lineal ni la sociedad es una mente cuadrada”.
Los acontecimientos han demostrado, según el autor, que “la sociedad tiene un pensamiento esférico que no empieza por ningún lado y que termina por todas partes a la vez”. Un pensamiento en el que “los rasgos de la realidad, el pasado y el presente, el aquí y el allá, el yo y el tú, las palabras y los objetos, la teoría y la práctica, la cultura y la realidad, son la misma entidad unitaria que no usa posiciones ni direcciones ni sucesiones, sino solamente intensidades”.
El pensamiento es esférico. La sociedad es esférica. La realidad es esférica. Y en estas figuras “no es posible moverse con eficiencia”, según el psicólogo social. “Si acaso, hay que moverse con elegancia para no romper lo que no se sabe cómo está hecho, o sea, con un toque de escepticismo, humildad y humor. Tres cosas que le faltan a toda aplicación”.

La elegancia

La elegancia es “un modo de ser que abarca maneras de pensar, hablar, comportarse, mirar y morir”. Y un modo de ser es, en definitiva, una manera de vivir. Lo curioso es que, para Fernández Christlieb, la elegancia es algo “más o menos reciente”. Dice que aparece en el siglo XIX y que no hay nada “más contrario a la elegancia que cualquier Luis XVI, XV o XIV o los muebles que dejaron”.
Para el columnista de El Financiero, “la elegancia es una actitud, de serenidad fastidiada, de superioridad con flojera, a la que le parece una animalidad eso de luchar por tener posesiones con ansiedad y optimismo”. “Los optimistas y los entusiastas no pueden ser elegantes porque quiere todo, creen en todo y logran todo, es decir, son muy aplicados, mientras que los elegantes, en vez de aplicados, son más bien replegados”, argumenta.

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El diseñador francés Jean Patou (Wikipedia.org)

Los optimistas quieren ser el centro de atención, dice Fernández Christlieb. Los elegantes, en cambio, quieren alcanzar el margen porque no les preocupa ni el fracaso ni la escasez. Su ambición es estar más allá del éxito y la abundancia. “Borges decía que la derrota tiene una elegancia que la ruidosa victoria no merece”, parafrasea. “Esta es la actitud que preconizó la ropa de Coco Chanel, junto con Jean Patou en los años de entreguerra del siglo XX, que era una alta costura hecha de simpleza con ganas de bajar al nivel de la calle y a la que se llamó la indigencia dorada”.
El mexicano piensa que “los elegantes no traen necesariamente cosas caras, sino muy bien escogidas”. En su ensayo cuenta que Jacqueline Kennedy apenas tenía dinero para comprar ropa. Su vestuario estaba formado por tres vestidos. Solo tres, pero muy bien escogidos. Iba con ellos a restaurantes de moda para mostrar su elegancia y luego desaparecía porque no podía pagar la cena. “La palabra elegancia proviene de elegir y eso es lo que hay que hacer aunque no haya opción”.
“La cara del elegante no es la del que ha logrado algo, sino la del que se ha cansado de tanto logro”, escribe. “Por eso utiliza más bien las tonalidades del negro, el color que no se ve y, por lo tanto, está más bien en la gama de los transparentes (…). La elegancia tiende a salirse de las modas, sea en ropa, en ideas o en gustos. Asimismo, utiliza los ademanes de la discreción, el tono de voz de la descripción, que es diferente al de la epopeya y la gesta heroica, como si la elegancia quisiera hacer notar que no se nota, expresar que no es muy expresiva y, por eso, el truco clave de la elegancia es el gesto casual, como si se fuera así sin querer”.
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El diseñador Yves Saint Laurent

El pensador cree que “los flojos, los derrotados y los incrédulos tienen siempre un toque de elegancia. Pero es un gesto dificilísimo, razón por la cual el 90% de los que pretenden volverse elegantes fallan y se equivocan, sobre todo porque se aplican, se aplican a la tarea y se empeñan demasiado en serlo, y cometen errores obvios como buscar su árbol genealógico, aprender de vinos o practicar golf, pero sacan el cobre, porque la elegancia no es un curriculum vitae, sino una actitud, un modo de mirar el mundo, y entonces, paradójicamente, para ser elegante hay que empeñarse en no empeñarse, tarea sutil, refinada e inteligente como pocas y, por eso, decía Yves Saint Laurent que la elegancia no estaba en las pasarelas, sino en las calles, en las maneras espontáneas y desenfadadas de caminar, de cansarse, de amarrarse el suéter en la cintura, de arrastrar los pies de la gente de diario. Y Christian Dior sabía que era tan difícil de alcanzarse que, por eso, una mujer no podía ser elegante antes de los treinta años y un hombre antes de los cuarenta, ya que requiere ese escepticismo que solo da la sabiduría, o al revés, esa sabiduría que solo da el escepticismo”.
La elegancia es “una actitud ante la vida” y también “una política”. Por eso, según el mexicano, no tiene nada que ver con el dinero ni la dominación ni las clases altas, que “por lo común, tienen demasiados estorbos que les impiden ser elegantes”. “La elegancia”, asevera, “se puede dar el lujo de no traer dinero, cosa que no les está permitido a los nuevos ricos”.
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Retrato oficial de Jacqueline Kennedy en la Casa Blanca

Esta cualidad tiene más de femenino que de masculino y, además, tiene “una forma democrática”. Fernández Christlieb lo justifica con dos razones. La primera porque, “como pensaba Miterrand, es francamente de mal gusto ser autoritario, acaparador de la palabra, centro de atención, sabelotodo y mandamás. Atenta contra el estilo. Qué elegancia puede tener el estar de acuerdo con un dictador orangután, con un presidente norteamericano que quiere imponer la libertad de los McDonald’s a todo el planeta”.
“La segunda es porque la elegancia, igual que la democracia, es un juego, que, como todo juego, requiere de un trabajo arduo y una disciplina rigurosa, pero que siempre se debe procurar que allí no se note que hay trabajo ni disciplina, sino pura facilidad graciosa, y como este es precisamente el objetivo de la elegancia, el hacer notar que no se nota, entonces puede decirse que, por regla general, todo juego tiende a la elegancia. También el de la democracia”.
El exhibicionismo del dolor o la euforia son poco elegantes. Es una forma de imponer una sensación al resto de la sociedad, según el humanista. “La falta de elegancia parecería que consiste en imponerle a los demás sus gustos, sus pertenencias, sus razones, su cociente intelectual, sus insistencias de salvar al mundo, que equivalen a ponerse enfrente de los demás y taparles la vista y taponearles sus pensamientos y cerrarles el paso, obligando a los demás a ver, oír y responder lo que no les interesa. Quien acapara una conversación no puede ser muy elegante. Quien hace sentir mal a los demás, tampoco”.
La elegancia es, ante todo, “sutil, tenue y, por eso, lo elegante tiende a ser esbelto, estilizado, lento, vaporoso, como para no estorbar el paisaje de nadie con sus aspavientos, como si solo estuviera ahí para embellecer la situación, pero no para ocuparla, como es esa vieja frase educativa de que «procura que lo que vayas a decir sea mejor que el silencio». En efecto, el color de la elegancia es transparente, como el de los perfumes, con el que se pintan las cosas con el fin de no interrumpir”.
La fama, en consecuencia, no puede ser elegante. La elegancia aparece, más bien, “como un movimiento de protesta, de queja o de burla, contra el espectacularismo y la imposición de una manera de arreglar las cosas a martillazos”. “La elegancia”, sentencia, “es el modo de hacer que los tecnócratas se sientan tontos”.

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