Quizás por deje profesional, el periodista Adharanand Finn (Londres, 1974) siempre había tenido preguntas rondando en la cabeza, pero nunca una que le obsesionara de una manera tan particular. Este redactor freelance de The Guardian no conseguía entender por qué demonios de los 50 maratones más veloces de la historia a nivel mundial, 28 de ellos habían sido ganados por corredores keniatas. El resto de victorias tampoco estaban diversificadas. 21 triunfos para sus vecinos etíopes y un marroquí que se hizo con el galardón que queda.
No se trataba del caso de una superestrella al estilo Usain Bolt que arramplase con todos los títulos. Eran muchos individuos capaces de colgarse un oro y cuyo único factor común, en principio, era haber nacido en uno de esos dos países africanos. ¿Cuál sería el secreto?
Harto de divagar, Finn agarró maletas, mujer e hijas y abandonó su Inglaterra natal para irse a vivir a la pequeña ciudad de Iten, en Kenia, la cuna de los mejores atletas de maratón del planeta. Estaba dispuesto a sudar lo que hiciera falta para descubrir la pócima de aquel talento.
“Hace cuatro años que ningún atleta que no sea keniata o etíope gana una gran maratón”, pone Finn sobre la mesa el germen de su interrogante. Corredor de algún que otro medio maratón y aficionado a la marcha y al cross de adolescente, cuenta que desde que era niño miró con fascinación las carreras en las que participaban corredores keniatas. “También había oído hace tiempo la historia de una atleta junior finlandesa llamada Annemarie Sandell que fue a entrenar en Kenia y cuando volvió ganó el campeonato del mundo”, recuerda. “Me preguntaba qué pasaba allí. Y quería saber la contestación”.
Por casualidades del destino, años más tarde, su cuñada acabó viviendo precisamente en ese país africano. Fue ella quien sugirió a Finn que fuese allá a correr el maratón Lewa, una prestigiosa carrera en la que los atletas “corren a través de un paraje natural en el que son necesarios helicópteros siguiendo a los participantes por el riesgo de que los leones o los guepardos se acerquen a ellos”, explica el periodista.
“De pronto encontré tan irresistible la idea de correr ahí y entrenar con los keniatas, que dije: tengo que ir”. No simplemente participaría en la competición, como le había sugerido su cuñada, se mudaría a Kenia con su familia entera. Iba a emprender su marcha al templo del atletismo de larga distancia en busca de la respuesta que nunca había logrado encontrar. ¿Qué les convierte en unos vencedores natos? Se quedaría en Kenia hasta averiguarlo. Cuando lo hiciera, contaría el secreto en un libro que ha titulado Correr con los keniatas, (Running with the Kenyans en su versión en inglés).
La mudanza desde Devon, la ciudad donde vive, la llevó a cabo en diciembre de 2010, dejando a sus padres preocupados, a unos cuantos amigos celosos y a varios conocidos pensando que era un loco por irse hasta allí con sus dos hijas, que tenían en ese momento uno y siete años de edad. La instalación “no fue sencilla”. Tanto para lo deportivo como para lo cotidiano, se había acabado el european way of life.
“La casa que teníamos en Iten era muy básica. La mayoría de las noches la electricidad se cortaba y el agua dejaba de funcionar. ¡Aprendimos que el agua es mucho más importante que la energía!”, cuenta Finn sobre su experiencia. “A las niñas les faltaba el confort al que estaban acostumbradas y en el colegio, donde las clases duraban 10 horas, las aulas eran de 50 estudiantes, eran el centro de atención [por ser las europeas] y muchas clases eran en swahili; resultó una experiencia demasiado intensa para ellas”.
En la faceta deportiva los inicios fueron igual de duros. “La zona era demasiado alta para mí y todo el mundo era rapidísmo. No solo eran los más resistentes, sino que también eran veloces”, recuerda. “Tenía que buscarme las maneras para poder seguir sus entrenamientos, como recortar en las esquinas”, confiesa.
Al poco de llegar tuvo la oportunidad de correr junto a los mejores del país en una carrera de fondo “y eso fue simplemente humillante. Abandoné a la mitad de camino después de ser superado ¡por casi la mitad del campo!”. Después de corroborar lo lejos que le quedaba el nivel, se propuso llevar un ritmo de trabajo estricto tanto en la práctica como en la investigación del secreto de esos corredores.
“Día tras día me levantaba a las 5:30 de la mañana y agitaba mi cabeza para creerme lo que iba a hacer: entrenar con los corredores más rápidos de la tierra. Cada mañana corríamos 75 minutos y después volvía dando un paseo lento a casa. Desayunaba con mi mujer y las niñas y me iba a hablar con gente acerca de correr. Si me quedaba tiempo, escribía. Por la tarde había que salir a correr de nuevo”, describe el periodista un día cualquiera.
Al fin la cosa fue mejorando. En poco tiempo, sus hijas ya se pasaban horas en la calle perdidas y jugando con sus nuevos amigos keniatas, Finn era capaz de mantener el ritmo y los profesionales con los que hablaba le iban revelando el secreto que había ido a buscar. Como quien busca respuestas en el Tíbet, habló con atletas, exatletas, managers y con los mejores entrenadores. Quería conocer qué cosa, conjuro o situación había creado en un país sin apenas oportunidades a atletas de la talla de David Rudisha (rival directo de Usain Bolt), Sammy Wanjiru (el considerado mejor corredor de maratones) o Patrick Makau (el recordman de esta modalidad). Al final todos coincidían en que no existía un secreto concreto, sino que “la receta perfecta para el éxito, se había producido entre los keniatas por casualidad y por circunstancias”.
Finn empezó a entender. La pócima no era una, sino una mezcla de ingredientes. El autor desglosa uno por uno en su libro los hechos que han llevado a esta sociedad a coronarse como los reyes de los maratones: “Correr de niños sin zapatos, su actividad, la capacidad para soportar el fracaso por las infancias difíciles que viven, el sistema de apoyo que existe en el país para animar a los corredores, las largas distancias que se ven obligados a recorrer para sus actividades diarias, la posición de su cuerpo al correr, la falta de alternativas, una dieta (impuesta por su realidad) que en gran parte está libre de grasa , una gran cantidad de modelos a seguir, una fuerte ética de trabajo…”, va detallando sus hallazgos.
Además, comprobó que la diferencia más importante que tenían respecto a los atletas de otras partes del mundo no estaba en el entrenamiento, sino en el descanso. “Los atletas de allí están totalmente focalizados en una vida como corredores, y por eso descansan muy bien entre sesión y sesión de carreras, algo que los deportistas de otros lugares del mundo o no hacen o no pueden hacer. Eso realmente marca una diferencia”.
Reconoce Finn que aunque son más los keniatas en el top de los maratones, los corredores de Etiopía, por donde también pasó, son los otros grandes de este deporte. Al final cayó en la cuenta de que las características de vida y la manera en la que se tomaban las carreras ambos eran prácticamente idénticas. Algo que corroboraba haber dado con las respuestas acertadas.
Después de siete meses atesorando saber, respirando Kenia y sudando en cada entrenamiento, Finn estaba preparado para enfrentarse al gran maratón Lewa antes de volver a Inglaterra. “Fue una experiencia increíble”, explica el reportero. “Para mí era la culminación de un compromiso de envergadura. No podía dejar de llorar después de la llegada”.
A su vuelta a Devon, en julio de 2011, Finn trajo en la maleta el proyecto de su libro, la preparación que le hizo ganar los 10 kilómetros de la carrera de Exeter (Devon) y mejorar su marca en el medio maratón de los 86 a los 78 minutos (“que es mucho”) y unos recuerdos “difíciles de superar”. “En la cabeza llevo a un grupo de keniatas en el campo africano, el sol que sale por delante de nosotros, el golpeteo de los pies en la tierra seca”. Ahora tiene en su poder la pócima que siempre había soñado encontrar.
En busca de la pócima de la velocidad
