Me fui al abismo porque me lo dijo el GPS

25 de noviembre de 2014
25 de noviembre de 2014
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Qué duda cabe de que el GPS, la geolocalización, Google Maps y demás virguerías tecnológicas de nuestro smartphone nos han sacado de más de un brete. Incluso han propiciado encuentros y toda clase de hallazgos inesperados. Sin embargo, la automatización de los procesos que antes llevábamos a cabo a través de nuestras destrezas cognitivas implica algunos efectos negativos: en pocas palabras, nos vuelve más perezosos, torpes y, en definitiva, tontos.
Disponer de vitrocerámica nos ha hecho perder la destreza de hacer fuego con un pedernal en mitad del bosque. No se trata de eso. No es que perdamos habilidades concretas. Es que la automatización de procesos cognitivos profundos, como la orientación espacial, reduce ciertas áreas cerebrales; sin contar que nos hace cometer errores estúpidos.
Algunos poblados inuit, por ejemplo, que se han caracterizado por un sentido de la orientación extraordinario, ahora están sufriendo accidentes mortales a causa de su confianza en los dispositivos GPS. Pero no hace falta viajar hasta comunidades perdidas en los confines del mundo para percibir esta clase de fallas. Todos somos víctimas de ellas. Es lo que los psicólogos llaman complacencia automatizada o sesgo por la automatización.
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Los taxistas listos, los ciudadanos tontos
Los taxistas de Londres, que deben lidiar con un dédalo de calles que hubiera enloquecido al Minotauro, han desarrollado físicamente, anatómicamente, su cerebro un poco más que el resto de londinenses (y el mundo en general). En concreto el hipocampo, la región del cerebro asociada a la memoria y la manipulación de representaciones espaciales.
Se pasan tantas horas al volante tratando de orientarse en aquel inextricable laberinto que finalmente han desarrollado destrezas casi sobrenaturales, tal y como se descubrió después de que se escanearan los cerebros de diversos taxistas londinenses con varios años de experiencia al volante.
Sin embargo, el GPS está reduciendo estas capacidades. Y no solo las de los taxistas, sino las de todos los conductores. Ya no es necesario memorizar las calles, ni tampoco orientarse. De hecho, depositamos hasta tal punto nuestra autonomía a esos cacharros de voces melifluas que más bien semejamos ratas encantadas como las de Hamelín.
No estoy exagerando. Durante la semana de 2006 que estuvo cortado el puente sobre el río Avon, los vecinos del pueblo inglés de Luckington, en el condado de Wiltshire, tuvieron que sacar del agua una media de dos coches diarios. Todos esos conductores habían sido hipnotizados por el GPS, que no se había actualizado según las nuevas circunstancias. Los propios conductores, al ser rescatados del río, reconocieron haber ignorando las señales a ambos lados de la carretera.
En Seattle, en 2008, el conductor de un autobús demasiado alto colisionó contra un puente de hormigón que no disponía de la suficiente holgura: el conductor confesó a la Policía que estaba tan abstraído siguiendo las instrucciones del GPS que no había atendido a las señales y luces que avisaban de un puente bajo. Tal y como abunda en ello Nicholas Carr en su libro Atrapados:

Incluso personas que se dedican al transporte pueden desplegar una falta alarmante de sentido común cuando deciden confiar en la navegación por satélite. Ignorando señales de circulación y elementos del entorno, seguirán rutas arriesgadas y acabarán, en ocasiones, chocando contra pasos a nivel o viéndose encerrados en calles estrechas de ciudades pequeñas.

El caso más sonado, casi al estilo Titanic, sucedió en la primavera de 1995 con un transatlántico con 1.500 pasajeros que navegaba desde las islas Bermudas a Boston: el Royal Majesty. El barco estaba equipado con un GPS de última generación que, sin embargo, se averió una hora después de zarpar.
Sus indicaciones seguían funcionando, así que ni el capitán ni la tripulación se dieron cuenta de la avería. El GPS, no obstante, dejó de ofrecer indicaciones precisas. El barco se desvió casi veinte millas hasta que encalló en un banco de arena próximo de la isla Nantucket. Lo importante de este caso es que el vigilante de guardia, al no avistar una de las boyas localizadoras por la que debían pasar, no dio la alarma: confió demasiado en que el GPS no podía equivocarse.
Un estudio británico realizado por Gary E. Burnett halló que quienes usan demasiado el GPS desarrollan recuerdos menos vivos de rutas e hitos en el camino que quienes emplean mapas tradicionales. Otro estudio de Elliot P. Fenech, de la Universidad de Utah, señalaba rasgos de «desatención» en usuarios de GPS, lo que mermaba el sentido de la orientación. Otro experimento japonés realizado por Toru Ishikawa señalaba que estos problemas también se producen con los peatones: los que usan el GPS de su smartphone toman rutas menos directas y formaban recuerdos menos claros que quienes usaron mapas.
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Pasividad tecnológica
El uso de software que sustituye o fortalezce nuestra capacidades intelectuales produce inevitablemente que se reduzca nuestra implicación en cualquier proceso, adoptando un rol más pasivo, como demostró en 2004 Christof van Nimwegen, un psicólogo cognitivo de la Universidad de Utrecht, en Holanda.
Tras dividir en dos a un grupo de personas, les propuso resolver un juego de ordenador que era un acertijo clásico: se debía transportar a través de un río cinco pelotas amarillas y cinco pelotas azules, usando para ello una embarcación en la que no caben más de tres pelotas cada vez. La regla es que nunca puede haber más pelotas amarillas que azules en un lugar.
Los voluntarios de un grupo se enfrentaron al acertijo usando un software que ofrecía asistencia paso a paso. El otro grupo no tuvo ayuda. Si bien el primer grupo progresó más rápidamente al principio, al final fue el segundo grupo el que resolvió el rompecabezas más eficientemente porque desarrollaban una planificación más exitosa.
En otras palabras, la asistencia de la tecnología que coopera con nuestras destrezas cognitivas nos puede hacer más eficientes, pero también más dependientes y, quizás, más ciegos a según qué aspectos, lo que a la larga puede suponer menor eficiencia.
¿Qué hacer? Honestamente, no se sabe. Nuestro cerebro se ha pasado millones de años evolucionando sin ayuda externa. Hace relativamente poco que construimos las primeras máquinas, como calculadoras sencillas o libros donde anotar instrucciones. Desde hace apenas un cuarto de siglo, el cerebro coopera por primera vez con una suerte de inteligencia artificial superior a él en diversos aspectos. Eso parece que nos vuelve tontos ahora, pero quizá sea solo temporal. O tal vez las inteligencias artificiales del futuro tendrán en cuenta el menoscabo que representan para nosotros, y tratarán de «educarnos» como lo hacemos nosotros con nuestros hijos. Quién iba a pensar que deberíamos enfrentarnos a tantos problemas incluso antes de que Skynet cobrara consciencia de sí misma.
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Imágenes | Pixabay

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