El primer zumbido me sorprendió a las siete de la mañana. Aunque no me despertó mi sentido del oído, sino el picor en el dorso de la mano derecha. Me palpé a oscuras con la izquierda y visualicé la picadura como si supiese leer braile dermatológico.
­­Hijo de puta…
Encendí la luz de la habitación con el interruptor de la cabecera y me levanté rabioso. En mi antiguo dormitorio apenas quedan vestigios de mi presencia adolescente. Algunos libros. Una guitarra. Las paredes están desnudas y recién pintadas de un amarillo pálido sobre el que destaca cualquier punto negro. Como el cuerpo hinchado de hemoglobina de un mosquito.
Tardé dos minutos en localizarlo y otros dos en encontrar el arma: una revista malísima que me había comprado en un aeropuerto. Enrollé sus páginas repletas de publicidad hasta tener una buena maza editorialista, y lancé el brazo contra la pared. Seco. Directo. El porrazo despertó a toda la casa y mi padre llamó a la puerta para saber qué cojones estaba haciendo a las siete de la mañana golpeando paredes. Le grité que no abriese bajo ningún concepto, mi presa podía escaparse al pasillo, y retiré lentamente la esquina espachurrada de la portada. Nada. Había volado.
Escruté el gotelé hasta el principio de ceguera y decidí apagar la luz y volver a acostarme. Tenderle una trampa conmigo como cebo. Cuando estaba a punto de quedarme dormido, escuché cómo descendía en pequeñas espirales sobre mí. Zzzzzzzzzz. Encendí de nuevo la bombilla y lo perseguí con la mirada fija a riesgo de quedarme estrábico. Terminé acorralándolo en una esquina y aplaudiéndolo con rabia. Mientras me limpiaba los restos de su pequeño cuerpo de insecto-cabrón en la pileta del baño, pensé fugazmente que no apreciaba restos de sangre, pero estaba seguro de que me había picado.
No le di más vueltas y volví a acostarme en paz.
Treinta minutos más tarde me arrancó de un precioso sueño el dolor en el hombro destapado. Escribo dolor y no picor porque dolía. Miré el despertador: 08:45. El alba comenzaba a imponerse tras las rendijas de la persiana. ¿Ahora qué? Recurrí a la luz eléctrica para minimizar las sombras, y entonces lo vi.
El mosquito más grande del mundo.
El Mosquito-Rey de los mosquitos.
El patético insecto que había destrozado entre mis palmas una hora antes parecía un mosquito de marca blanca a su lado. Retrocedí, temeroso, hasta dar con mi espalda contra una estantería y comencé a buscar objetos que lanzarle. Estrellé a su lado el capitán pirata del barco pirata de Playmobil y ni se inmutó. Es más, despegó con suavidad en un vuelo controlado y se dirigió directamente hacia mí. El cazador cazado. Empecé a correr en círculos por la habitación dando pequeño gritos nada masculinos y en la tercera vuelta giré el picaporte y salí al pasillo cerrando tras de mí.
Lo oía zumbar dentro de la habitación, furioso. La puerta temblaba y yo agarraba el picaporte con todas mis fuerzas para evitar que abriera desde dentro. Mi padre volvió a aparecer cual extra de la campaña de Padres en slip y le expliqué la situación. Asintió con gravedad y corrió al estudio a por un bate de Soft Ball que mi abuelo emigrante trajo desde Santo Domingo. República Dominicana.
Nos hicimos esas señas silenciosas que los comandos intercambian en las películas y entramos al unísono. La oscuridad era total. Pulsé el interruptor principal varias veces y no sucedió nada. Debía haber destrozado la bombilla. Mientras nuestras pupilas se acostumbraban a las tinieblas, lo sentíamos moverse por el espacio del dormitorio. Unas veces parecía sobrevolar nuestras cabezas y al momento se posaba en la esquina contraria de la habitación. Estaba jugando con nosotros.
De repente, me vi empujado por detrás por unas patas con fuerza sobrehumana. Cuando quise incorporarme el Mosquito-Rey agarraba a mi padre por la espalda mientras le clavaba su boca punzante en la yugular. El sonido de succión me dejó helado, como el de una pajita gigante con la que estaba sorbiendo a mi padre. Él gritaba de agonía.
¡No!
Cogí el bate caído en el suelo y golpeé al enorme insecto entre las alas. Liberó a mi padre, que cayó como un fardo al suelo, y se abalanzó sobre mí.
¡Tú mataste a mi hijo! ¡Prrrepárrrrate a morrrirrrr! –me dijo en un dialecto insectoide que sonaba a ruso.
Y guiado por el terror, golpeé de nuevo con el bate abriéndome camino a través de la piel membranosa del Mosquito-Rey y todas mis fases de sueño. Respiré profundamente para desembarazarme de las últimas imágenes de la pesadilla y corrí al dormitorio de mi padre.
Eh, ¿estás despierto?
Mmmm… Sí. ¿Qué hora es?
Las nueve. Hoy hago yo el desayuno.
¿Qué te ha dado?
Nada.
Comencé a exprimir las naranjas con la mano derecha, rascándome cada poco la picadura.
 

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Patrick Thomas

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