[pullquote]«Al amor, al baño y a la tumba se debe ir desnudo».
Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), escritor español[/pullquote]
Según las estadísticas, pasamos un año y medio de nuestra vida en los cuartos de baño. Piénsalo bien: un año y medio encerrado entre cuatro tabiques, muchos de ellos sin iluminación natural ni ventilación en condiciones. Siendo así, uno no puede evitar preguntarse: ¿por qué se descuida tanto su diseño?
Los aseos suelen ser habitaciones pequeñas, frías e impersonales. Y poco confortables, a pesar del tiempo que pasamos en su interior. Se parecen más a laboratorios que a cualquier otra estancia de nuestra casa. O a las gasolineras, que están pensadas para que paremos, repostemos combustible lo más rápido posible y desaparezcamos de allí como si nuestra vida dependiera de ello.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Empecemos por el principio. El asentamiento humano cerca de ríos y cuencas hidrográficas ha sido fundamental para el desarrollo de las grandes civilizaciones. En lugares como Egipto, China o Mesopotamia, la cercanía al agua facilitó el riego de cultivos, el sustento del ganado y el abastecimiento de toda la población. Como para no tenerlo en cuenta.

Durante el Imperio Romano fueron conscientes de ello y desarrollaron dos grandes estructuras para suministrar y drenar agua a sus principales núcleos urbanos: los acueductos y la Cloaca Máxima. Parecía parte de nuestra naturaleza evolutiva, pero llegó la Edad Media. El investigador Joel Sanders relata que estas prácticas fueron desapareciendo, ya que el feudalismo propició una sociedad menos cohesionada, y lo de que hombres y mujeres se bañasen juntos en público ya no estuvo bien visto. Vamos, que asearse dejó de estar de moda.
Durante los siglos XVIII y XIX se produjo un cambio de mentalidad en la población y la higiene personal se volvió a introducir como un hábito saludable. Las ciudades comenzaron a invertir en infraestructuras para mejorar los sistemas de saneamiento, mientras que las clases medias y altas retomaron la práctica de lavar sus cuerpos con agua caliente.
En aquel entonces, aún no existía una sala específica para estos propósitos dentro de la vivienda, por lo que era común encontrar artefactos de aseo en las habitaciones. Los barreños, jofainas de cerámica y jarras aguamaniles eran portátiles y no ocupaban un espacio fijo dentro de la casa. Gracias a los avances en los sistemas de alcantarillado y las redes de fontanería, durante la segunda mitad del siglo XIX, se experimentó un perfeccionamiento de los elementos sanitarios.
El antiguo modelo de letrina se volvía obsoleto ante la llegada del inodoro con descarga de agua, y las duchas comenzaron a instalarse en los hogares de la época. La sociedad estaba experimentando cambios significativos, con una creciente preocupación por las enfermedades e infecciones que afectaban gravemente a los núcleos urbanos.
Así llegó el baño privado, entendido como un espacio independiente del resto de las estancias domésticas. Los hogares disponían de una habitación dedicada en exclusiva a la higiene y a eliminar residuos, algo nunca antes visto en la historia. Estas salas eran amplias y ostentosas, con muebles de madera maciza, pisos de mármol y cortinas de terciopelo que decoraban el ambiente. También llenas de obras de arte, porque el cuarto de baño se convirtió en una estancia lujosa de la cual enorgullecerse, digna de mostrar a los invitados cada vez que visitaran el hogar.
Tenemos que esperar hasta 1960 para encontrar ejemplos de nuevos materiales, griferías y componentes decorativos que propusieron un cambio en la apariencia de los aseos, propiciados por el incremento de poder adquisitivo de la clase media dentro de la sociedad de consumo.
Es impensable concebir una casa sin un cuarto de baño en la actualidad. Sin embargo, la mejora de sus elementos también ha dado lugar a nuevas consideraciones, como replantear el funcionamiento de cada uno de los sanitarios en base a las necesidades de nuestro propio cuerpo, así como la ubicación de los mismos dentro de la habitación.

Existen numerosos estudios que indican que nuestra postura natural para defecar es agachada y en cuclillas, mientras que los inodoros convencionales están diseñados a una altura que no favorece esta posición. Al estar sentados, nuestro torso forma un ángulo de 90 grados con las piernas, cuando la posición ideal sería un ángulo agudo, con las rodillas más cerca del pecho. De esta manera se le facilita al colon su trabajo.
Lo curioso es que, en lugar de diseñar inodoros que favorezcan esta postura, la solución propuesta es la de sentarse con un pequeño taburete que levante nuestras piernas. Algo que, más que una solución definitiva, parece un parche temporal. Entonces, ¿cuál es el motivo de que estos sanitarios sigan repitiéndose con las dimensiones que todos conocemos?
El arquitecto Lloyd Alter defiende algunos de estos conceptos, como la insuficiente altura de los lavabos (que cumplen una función similar a la ducha, pero a una escala diferente) y la práctica de llenar de productos tóxicos una habitación que suele estar mal ventilada. También nos invita a reflexionar sobre los efectos de ubicar el inodoro cerca del lavabo, ya que al tirar de la cadena llenamos el ambiente de bacterias, con nuestro cepillo de dientes a poca distancia.

También señala el hecho de que gastamos cientos de litros de agua al día para luego contaminarla con residuos que podrían eliminarse de otras formas. Y eso no es todo. John Mueller y Mark G. Stewart, en su estudio titulado Terrorism and Bathtubs: Comparing and Assessing the Risks, equiparan las bañeras a trampas mortales dentro del hogar, cobrándose la vida de más de 400 estadounidenses cada año. En su investigación resaltan el hecho de que se destina un mayor presupuesto a combatir el terrorismo en comparación con otros aspectos aparentemente inofensivos, pero más perjudiciales para la sociedad.
No es de extrañar que los baños tradicionales japoneses se hayan vuelto a poner en el punto de mira. En cuanto a eficiencia de recursos no les gana nadie, ya que utilizan solo una décima parte del agua que se emplea en las duchas convencionales. Los sento son espacios separados de los inodoros para que los japoneses se sienten en taburetes, mojen una esponja en un cubo con la cantidad adecuada de agua y jabón, y vayan frotando su cuerpo hasta que quede limpio. Y aunque no parezca una actividad cómoda, no estoy seguro de hasta qué punto es una decisión basada en la lógica o está condicionada por nuestras costumbres culturales.
Es posible que sigamos diseñando los cuartos de baño y sus elementos de la misma manera debido a nuestra falta de reflexión sobre la optimización de cada uno de sus procesos. No estamos considerando que, quizás, exista una manera de fabricarlos más adecuada en términos de salud y medio ambiente. Tal vez llegará el día en que dejen de parecer laboratorios o gasolineras domésticas y se conviertan en estancias más agradables.