En el archipiélago de Svalbard los muertos no se descomponen, simplemente se congelan. Como los nuggets de pollo. O los palitos de merluza. Este descubrimiento no lo hizo el capitán Pescanova, sino las autoridades locales después de exhumar uno de los cuerpos del pequeño cementerio de Longyearbyen, la ciudad principal de Svalbard.
Fue entonces, a mediados del siglo XX, cuando, animados por el sueño de la criogenización, decenas de personas solicitaron ser enterradas en el lugar poblado más al norte de la tierra.
Morir en Svalbard
Es de noche, aunque tu reloj marca las 12 del mediodía. Ya van tres meses de oscuridad total en Svalbard. Caminas sobre la nieve, a la altura del paralelo 78. Estás saliendo de los límites de la ciudad, aunque sabes que no debes hacerlo. No sin un arma. Tras 10 minutos caminando decides montar el trípode y la cámara. Tus manos parecen muñones: los 30 grados bajo cero han convertido tus dedos en un miembro fantasma. De pronto, la nieve cruje a tus espaldas. Te giras de inmediato y alumbras con la linterna: dos ojos brillan a 30 metros de ti, en mitad de una enorme masa blanca.
El oso polar lanza un gruñido.
Tú te agarras a la cámara.
El oso comienza a correr hacia ti.
Tú no tienes arma. Tú no tienes arma…
Entre el caos de pensamientos, dudando si correr, llorar o mearte encima, se te ocurre que, quizá, podrías pedirle al animal que respete las leyes locales, recordándole gentilmente que está prohibido morir en Svalbard.
Criogenización en la isla polar
A mediados del siglo XX, Svalbard casi se convierte en un Varanasi polar. Animados por la fantasía de la criogenización, muchos humanos quisieron dejar allí sus restos para poder ser reanimados en un futuro, cuando la tecnología lo permitiese. Para atajar el problema, fue necesaria una ley que prohibiese los enterramientos en todo el territorio. Esto sucedió en 1950. Pero había más razones para evitar que se enterrasen cuerpos en la isla.
En el año 1998, un grupo de científicos desenterró varios cuerpos del cementerio de Longyearbyen. Eran mineros que habían muerto 80 años atrás producto de una epidemia de gripe que diezmó la localidad. Los científicos encontraron en ellos indicios del virus causante de la epidemia.
Hoy día, la ciudad principal de Svalbard acoge a 2000 personas. En ella hay un museo (el museo más al norte de la tierra), una iglesia (la iglesia más al norte de la tierra), una mina abandonada, el buzón de correos más grande de la tierra, algunos hoteles y un puñado de casas. Junto a la iglesia, se encuentra el que también podría ser nombrado cementerio más inútil de la tierra. Ya nadie es enterrado allí. Tras exhumar los cuerpos y a causa de la prohibición, se obliga a todo individuo moribundo o en riesgo de muerte a ser trasladado al continente.
La población actual del archipiélago se divide en científicos, personal de hostelería, turistas y algún que otro policía. Lejos quedan los tiempos en los que esta tierra era pisada por cazadores de ballenas y mineros. Desde 1596 –cuando la descubrió el holandés Willem Barents– hasta 1920, Svalbard fue tierra de nadie, sirviendo de base ballenera para españoles, holandeses e ingleses durante los siglos anteriores. Con el tratado de Svalbard, firmado en 1920, el archipiélago pasó a formar parte de Noruega, aunque reconociendo la igualdad de derechos en el acceso a los recursos naturales de la región (principalmente, minas de carbón).
Días sin luz en Svalbard
En Svalbard no se ve la luz del día durante cuatro meses al año. Asimismo, durante otros cuatro meses, el sol no deja de brillar. Pero a los locales lo que les mata es la oscuridad.
«Lo peor, con diferencia, son las noches polares», explica Olena Hindseth a Yorokobu. Olena lleva más de cinco años en Svalbard. Es la encargada de reservas de uno de los alojamientos turísticos de la ciudad. Llegó a la isla junto a su marido, que trabaja en una de las bases científicas de Barentsburg, una pequeña población a pocos kilómetros de Longyearbyen. «Durante los meses de invierno –continúa Olena– mucha gente sufre depresión. Además, también es un momento en el que se producen bastantes infidelidades».
Pero los humanos no están solos en Svalbard. Sus compañeros de isla y, de hecho, la especie predominante, son los osos polares, con más de 3000 miembros. Pese a su condición de especie protegida, el riesgo inminente que supone tener un oso polar como vecino obliga –por ley– a que toda persona o expedición que salga de la zona poblada lo haga en posesión de un arma. Las muertes por oso polar no son muy frecuentes. Pero son.
En los últimos años el turismo ha aumentado mucho y con ello las infraestructuras para poder sostenerlo. Aun así, podría decirse que Svalbard es una isla de científicos. Meteorólogos, físicos, oceanógrafos… Y también botánicos. Pese a su climatología extrema, la isla tiene el privilegio de albergar la mayor diversidad de especies de cultivo de todo el planeta. Concretamente a varios metros bajo el suelo, en un búnker con paredes de hormigón. Se trata de la llamada Bóveda del fin del mundo o Bóveda Global de Semillas, una enorme despensa subterránea que alberga semillas de miles de plantas de cultivo de todo el planeta para salvaguardar la biodiversidad en caso de una catástrofe mundial.
La tierra donde está prohibido morirse, allí donde el riesgo de muerte está a pocos pasos de tu casa, donde los muertos no parecen muertos y un búnker de hormigón guarda la vida del planeta, es un lugar donde se nota que el humano está al límite de la supervivencia. Es un invitado que, a duras penas, consigue sostenerse en un horizonte carente de signos humanos.
Y es también el lugar en el que Frank Darabont desearía grabar un capítulo de The Walking Dead.