Si un trabajador, en el mejor de los casos, puede comprarse una casa en la playa o en la montaña juntando los ahorritos de toda su vida, ¿qué se puede adquirir si rompen sus cerditos siete amigos a una? “Un pueblo entero. Y compartirlo”. Lo dice Joan Nadal Queralt, arquitecto y uno de los siete socios que tuvieron la idea de comprar las ruinas de una aldea abandonada hace 60 años para rehabilitarla, reconstruirla y realizar un sueño: Pasar su tercera juventud “en un paraje de privilegio” y “rodeados de amigos”. La experiencia de la vida en grupo en su proyecto de comuna ‘business class’.
“La idea empezó a gestarse en nuestras citas anuales de Nochevieja”, cuenta Nadal; “nos juntamos cada año en la casa de alguno y siempre hablábamos de que sería maravilloso tener un lugar que nos perteneciese a todos”.
Un día el arquitecto telefoneó a sus amigos. Había dado con “el sitio”. Se trataba de un pueblo milenario del pirineo catalán abandonado a mediados del siglo pasado. “El lugar perfecto” se llamaba Llirt. El enclave, ubicado en Vals de Valira, reúne todos los pros que buscaban estos colegas, cuyo benjamín ya ha soplado las 52 velas. Nadal lo describe como “un enclave bucólico y soleado en el verde del Pirineo”, en la misma Cabecera del Segre, a escasos cuatro kilómetros de la urbe y los servicios de Seu d’Urgell y, apenas, a dos horas del aeropuerto de Barcelona.
Convencidos de la idoneidad de Llirt para localizar su proyecto, en el año 2000, los amigos decidieron formar una sociedad para comprar alrededor de 50 propiedades en ruinas que se iban desmoronando en la aldea. Las poseía un hombre que en los 70 se había encargado de hacerse con cada uno de los inmuebles para utilizar el pueblo de vivero.
Compradas las ruinas, llegó el trabajo duro. Una maratón de papeles, diseños y permisos para adquirir las licencias que les permitiesen reconstruir. La lenta burocracia, de momento, tan solo les ha dejado acometer la obra en un caserón; “aunque va avanzando”, suspira Nadal. Su idea es rehabilitar, “de forma autogestionada”, una veintena de viviendas siguiendo el patrón de piedra y madera de las que existían, hacer un albergue juvenil con espacio para ensayos musicales, una fonda, una estabulación para 60 vacas y una piscina biológica sin cloro ni bordillos. Al conjunto han decidido denominarle el Falansterio, como los históricos internados espartanos y como denominó el pensador Charles Fourier a sus utópicas comunidades de producción y consumo autónomo.
Sin embargo, la recuperación del espacio no es lo más llamativo de su proyecto, sino el modo en el que lo quieren utilizar. Piensan crear zonas comunes donde compartir actividades y momentos. “Cada uno tendrá su pequeño espacio individual”, explica Nadal, “pero habrá una gran cocina para todos, un gran salón, una piscina común… Convivir codo con codo en un ambiente como este no tiene precio”.
Tampoco pretenden que se les confunda con unos “hippies trasnochados”, bromea el arquitecto. De hecho, cada uno ha colaborado con una media de entre 400.000 y 500.000 euros para el proyecto. Están abiertos a aceptar más socios, pero existe una regla inexorable para poder ingresar en la sociedad: “Hacerse amigo del grupo. Porque no hay un fin mercantil, sino un proyecto entre personas queridas”.
Además, aprovecha para promocionar entre otras ‘pandillas’ la vuelta a la tranquilidad de la vida rural y la rehabilitación de los pueblos abandonados. “Primero, con el desarrollo de las comunicaciones ya no es necesario permanecer en las ciudades y, segundo, la gente no se da cuenta de que nos hemos acostumbrado a vivir una vida individual y compartimentada y no ven que juntando recursos económicos y esfuerzos el resultado puede ser increíble. Mil veces mejor. Con mis libros y los de mis amigos, tendremos una biblioteca de más de 40.000 volúmenes”, utiliza como ejemplo, “además, por cómo lo hemos pasado estos años preparándolo todo, ya habría merecido la pena”.
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Este artículo fue publicado en el número de enero de Yorokobu