El pasado 9 de abril, la administración estadounidense presidida por Donald Trump aumentó los aranceles a la práctica totalidad de países, y entre ellos, a China, considerada la fábrica del mundo. El resultado, aunque previsible, ha sorprendido a algunos: los precios se han encarecido incluso dentro de Estados Unidos, mientras muchas empresas han sufrido importantes caídas en sus cotizaciones. Las causas parecen evidentes: gran parte de los bienes que se consumen en el mercado estadounidense son fabricados en China —lo mismo sucede en Europa—, y esta externalización de la producción, unida a las nuevas políticas de Trump, causa que ahora, de repente, esos bienes se encuentran gravados por los aranceles.
Esta externalización de la producción es un punto clave en el mundo globalizado que hemos construido. Las naciones más ricas pueden aprovecharse de la mano de obra eficiente y barata que proporciona el gigante asiático, de modo que es más barato pagar por la fabricación y transporte de bienes que producirlos cerca de casa. De este modo muchas empresas venden más barato y, a la vez, obtienen mayores márgenes de beneficio. Pero además, esta práctica propone una ventaja adicional: aumenta la riqueza de la región —medida como producto interior bruto, PIB— sin aumentar los impactos medioambientales, e incluso reduciéndolos.