Se sabe desde hace tiempo que esta es una era de plagios, engañifas, timos y espejismos. Y la cosa va a más. El modelo industrial de consumo es un modelo de sucedáneos. Por todas partes proliferan los falsos restaurantes japoneses regentados por chinos (que, a lo mejor, son coreanos) y la comida se produce y se tira por toneladas. En los parques temáticos se reproduce la realidad de ciudades emblemáticas y las ciudades se parecen cada vez más a parques temáticos. Solo importa lo que se ve, la superficie de las cosas, no lo que son.

La información es un tweet y las fronteras, siempre difusas entre lo real y lo que sabemos de lo real, parecen importar cada vez menos. La idea social de lo real se inclina cada vez más del lado de la pura apariencia, la sombra. Esa apariencia ha de ser siempre jugosa y brillante, como una hamburguesa de anuncio del Burger King. La paranoia por conseguir que todo lo que no tenga buen aspecto quede alejado de los ojos del público y vivir de cara a la galería: el síndrome del escaparate perpetuo lo contagia todo.

En 1984, George Orwell ya arrojaba luz sobre el régimen informativo del mundo industrial. En aquella distopía clásica había tres países que siempre estaban en guerra entre sí, pero que, mediante la propaganda, iban cambiando siempre de aliados, negando la verdad de la guerra pasada. En la misma época en que fue escrita la novela, Stalin pasaba el rato enviando a los miembros de su partido que le caían mal a Siberia a plantar boniatos. Acto seguido los borraba de las fotos oficiales para hacer ver que el Partido era intachable y que ese enemigo del Estado nunca había sido miembro ni se había echado al cuerpo unos cuantos vodkas a la salud del Primer Ministro.

De igual manera, el gobierno norcoreano ha estado obligando durante años a la población de Pyongyang a negar la existencia, innegable para todo ser con ojos, de un enorme hotel piramidal a medio construir que pretendidamente iba a ser el símbolo de la nueva Corea y que hasta hace poco parecía haberse quedado en agua de borrajas.

Pero aquí no hay demonios rojos que valgan. Nuestras sociedades son expertas en mentirse a sí mismas. Nuestras ciudades son cada vez más una imagen de ciudad a la que nosotros, sus ciudadanos, nos hemos de adaptar. Igual que la economía de la que tanto se habla hoy no es real, sino un sistema de previsiones abstractas; las ciudades se construyen en torno al marketing y los flujos comerciales y la idea de que todo lo que es desagradable a la vista ha de ser borrado. No solucionado. No comprendido. Simplemente ignorado o escondido debajo de la alfombra para que los medios y los turistas no se asusten.

Hace poco saltó a los periódicos, de forma bastante absurda, una noticia que no hubiera tenido por qué serlo. En un par de librerías de Barcelona, vinculadas a equipamientos municipales, se estaban vendiendo unas chapas con imágenes que, para cualquiera que realmente viva en la ciudad, son habituales, como lateros, prostitutas, mossos d’esquadra violentos, vendedores de rosas, ladrones… Una vez vistas, resultan ser unas chapas en sí bastante inocentes; en parte, críticas; en parte, humorísticas; ideadas en pleno rebote por dos arquitectos barceloneses que, por lo que se ve, estaban un poco hartos. Normal.

El hecho no debería haber pasado de ahí. Las chapas hubieran tenido más o menos éxito y cuando se acabaran las existencias, pues a otra cosa. Pero no, las chapas fueron inmediatamente retiradas de ambos establecimientos, se estudiaron sanciones y expedientes, se temieron represalias. Se acusó a los creadores de las chapas de «aprovecharse del incivismo». Y la prensa venga, a soltar titulares.

Al final, lo que más sorprendía era el enfado de las autoridades ante unos objetos que, en realidad, tienen mucho de coña marinera y humor ácido. Unos señores pusieron su creatividad al servicio de una idea y otros montaron en cólera. Se apresuraron a hacer lo que hacen siempre: meter la basura debajo de la alfombra y culpar al denunciante. A la persona que, simplemente, dijo una verdad como si ese fuera su crimen, haciendo valer una vez más que lo que no se nombra deja de existir. Como cuando un niño se tapa los ojos y cree que como él no ve nadie le ve.

Una ciudad es un ente cambiante, complejo, un sistema de infinitos nódulos potenciales, pura entropía. Siempre hay problemas y soluciones, cosas buenas y malas. Y los problemas se gestionan, no se dejan que se pudran mientras te gastas el dineral en dar buena imagen. La gente que vive en la ciudad, el ciudadano, no necesita que se le venda ningún mensaje.

Ellos pisan las calles, hacen la compra, quedan con los amigos, se enamoran y desenamoran en las plazas y pagan los impuestos correspondientes a los servicios públicos. Saben de qué va la película. Y las ciudades deberían hacerse para ellos.

Nadie debería indignarse por unas chapas que simplemente reflejan una realidad que todos conocen. Pero ya se sabe, ese tipo de cosas no atraen al turismo. Y así, la ciudad va poco a poco desactivándose y haciéndose inofensiva, fachada, proyección, una mentira volcada al exterior y arrinconando la verdad de sus habitantes a los escasos rincones públicos de los que disponen en un entorno cada vez más restringido y menos libre.

Natxo Medina

Foto:  Klearchos Kapoutsis reproducida bajo licencia CC

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