Por qué (ni siquiera) los modernos compran periódicos de papel

20 de noviembre de 2024
20 de noviembre de 2024
5 mins de lectura
leer periódicos en papel

Mis amigos modernos no compran periódicos de papel. Mi madre y mi abuela tampoco; dejaron de comprarlos hace años, pero esto es menos sorprendente que lo anterior. Ellas no están a la moda. Mis amigos sí. Y la moda es lo analógico.

En 2024, un moderno sale un rato antes del trabajo para ir a hacer cola en el mercado Maravillas y conseguir un vinilo firmado de su grupo favorito. Al llegar a casa, lo cuelga en el salón, desde donde será admirado por sus compañeros de piso, también modernos. Es posible que ninguno de ellos tenga una máquina para reproducirlo. No importa: el vinilo ya es suyo.

Conozco a muchos modernos, incluso vivo con alguno. Sé que les encantan las cámaras de carrete, una buena Polaroid. Salimos de fiesta o nos vamos de viaje y, un mes después, alguien manda por un grupo de Whatsapp una foto de las fotos reveladas. Nos alegramos mucho de vernos de nuevo, así en antiguo.

Atención a lo que voy a decir: mis amigos modernos son grandes lectores. O al menos grandes compradores de libros. Siempre en papel. Los más actualizados incluso están inscritos en los clubes de lectura más rebuscados de Madrid. En algunos hay competición por entrar, yo todavía no lo he conseguido. Podríamos decir lo mismo de los relojes de pulsera, los juegos de mesa, o incluso del walkman. ¿De pronto es guay el parchís? Lo único que no hace un moderno antes de comerse una gilda en La Gildería es comprarse un periódico, con lo analógico que es caminar con El Mundo bajo el brazo un domingo.

leer periódicos en papel

¿Cuál es el motivo de que el periodismo, tan necesitado como está de atraer a los jóvenes, no haya logrado incorporarse al renacimiento del objeto físico? Según explica Karelia Vázquez en un artículo publicado hace unas semanas en el suplemento Ideas de El País, una de las razones por las que la generación Z consume productos analógicos es que comprar un disco o pegar en la pared los negativos de una cámara de carrete otorga—o, al menos, genera la ilusión de hacerlo—«identidad y estatus», y
les diferencia de quienes se limitan a consumir música o contenido de manera digital.

La identidad se construye a través del consumo. Quienes llevan esta premisa al extremo, según cuenta Iñaki Domínguez en Sociología del moderneo (Melusina, 2017), son precisamente los modernos. El triunfo de su estilo depende de la originalidad que demuestren a la hora de consumir. «Quieren ser contemplados como seres socialmente diferenciados», afirma Domínguez.

La compra de objetos físicos, a diferencia del contenido digital, añade capas a su máscara social. El alma se construye en soledad, la identidad se compra en las tiendas vintage de Malasaña. Esta es una de las razones del resurgimiento de lo material. El problema es que, salvo el asesino en serie que acumula recortes de las noticias de sus homicidios, nadie colecciona periódicos de papel. No están hechos para ser acumulados. Su naturaleza es
efímera: quemar después de leer.

Trump no tiene la culpa de todo. El motivo por el que un moderno no compra prensa escrita no es la desconfianza hacia los medios de comunicación, que afecta a un 40% de los españoles, según el informe Reuters de 2023. El moderno no vota a Trump ni a Alvise. Es más: se ríe de las conspiraciones, entiende suficientemente bien el lenguaje de internet
como para no tragarse los bulos: no es un geek, es un gran insider. El moderno no compra El País porque quién demonios se va a enterar de que lo ha comprado, si ese mismo día el periódico acaba en la basura.

Miguel Carvajal Prieto, experto en modelos de negocio periodístico, se muestra muy poco optimista en cuanto al futuro de la prensa escrita. «No tiene sentido el concepto de «paquete informativo en papel»; de periodicidad diaria cuando vivimos hiperconectados a una realidad
informativa constante y en un ciclo de 24 horas», asegura.

Señala que el formato en papel seguirá teniendo relevancia «en productos periodísticos de nicho, aquellos con audiencias leales que valoran la experiencia física de tener, coleccionar y disfrutar del contenido impreso».

A la pregunta: ¿Y qué opina de un gran periódico semanal? ¿Un gran periódico de los domingos funcionaría? Contesta: «Un periódico semanal puede tener más sentido, pero no dejará de ser un producto residual para un tipo de lector muy específico. El modelo general de los diarios debe
sostenerse en productos digitales. En lugar de convertirse en un periódico dominical, ¿por qué no dar el salto y transformarse en una revista semanal, en un formato más atractivo?»

Periodismo coleccionable

En febrero de 2007, un artículo de la revista británica Prospect admiraba «el periodismo lento, el periodismo literario, la no ficción, las piezas largas y trabajadas» de revistas estadounidenses como The Atlantic, Rollling Stone o The New Yorker. La autora del texto, Susan Greenberg, profesora de la Universidad de Roehampton, acuñó entonces el término de slow journalism como una forma de hacer periodismo que «se permite el lujo de dedicar
tiempo».

El periodista Martín Caparrós define esta forma de hacer prensa como una rebeldía: «Son el refugio del mejor periodismo: ante la renuncia de la mayoría de los medios, que temen pagar intentos de cierta envergadura y usar su espacio para publicarlos, algunos de los periodistas más preparados, más inquietos, encuentran en ellos el lugar donde sí pueden hacer su trabajo».

En 2009, el periodista Gary Kamiya vaticinó la muerte del reportaje largo en el libro El fin de los periódicos (Duomo Ediciones). Argumentaba que no existía un modelo de negocio viable para el reportaje online, ya que estas piezas no son las que generan más visitas. Predijo que «los reportajes basados en documentos y de estilo académico reemplazarían al trabajo
de campo, y que el ideal de objetividad periodística sería sustituido por piezas más personales y tendenciosas».

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En realidad, Kamiya solo acertó a medias. Aunque proliferan los telerreportajes, donde la falta de presupuesto obliga a realizar el trabajo de campo por teléfono, los periódicos han encontrado una salida en el modelo de suscripción. Este sistema recompensa los reportajes
bien elaborados y ha permitido el desarrollo de una nueva narrativa digital que combina texto, audio y vídeo.

El slow journalism que defiende Caparrós ha encontrado su razón de ser en las ediciones web de los periódicos y también podría hallarla en la prensa escrita, aprovechando precisamente la moda de lo analógico. En lugar de Menús de prensa preparados para leer en cinco minutos, puede que la solución al desencanto de los jóvenes hacia la prensa tradicional pase por invertir en artículos más largos y elaborados.

Lo envidiable del modelo de negocio de las revistas estadounidenses no son solo los reportajes de 10.000 palabras de The New Yorker, sino también que el 90% de los adultos jóvenes de entre 18 y 34 años leen revistas, según el estudio The Magazine Media Factbook 2021 de MPA.

En España, los hábitos de lectura son diferentes: solo el 45% de
las mujeres y el 38% de los hombres leen revistas con regularidad, según datos de Statista. Cualquiera que haya estado en una redacción sabe que el problema no es la incapacidad de los profesionales para generar un producto cuidado y atractivo, sino la falta de recursos mínimos para hacerlo.

He aquí una propuesta desesperada: ¿y si todo el tiempo que se
dedica cada día en las redacciones a confeccionar un periódico en papel se empleara en crear una gran revista que atrajera a todo tipo de públicos? Un objeto bello, divertido, social, que merezca la pena conservar en casa. Un periodismo coleccionable, ni más ni menos.

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Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

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