Viajar en tren se ha convertido en privilegio de unos pocos, un capricho anacrónico a veces o un baño de sana rapidez en otras. Mientras Elon Musk perfecciona su Hyperloop, que viajará por tierra a más de 1.000 kilómetros por hora, otros prefieren el lento traqueteo que les hará cubrir la distancia de más de 9.000 kilómetros que separa Moscú de Vladivostok en una semana.
Ver desfilar las estepas de Mongolia por la ventanilla mientras se paladea un plato de Strogonoff regado con champán francés es quizá uno de los cada vez más escasos placeres que se sustraen a la inclemente tiranía del calendario.
Agatha Christie mostró que la sangre también se puede derramar en el Orient Express, y Harry Potter viajaba en el Jacobite Train para acceder a la escuela de magia Howarts. Los trenes de vapor que surcan el Reino Unido, convenientemente restaurados para disfrute de los nostálgicos y curiosos, disfrutan del calor de numerosos aficionados que adquieren con anticipación los billetes para estos recorridos. En nuestro país apenas quedan operativos un puñado de trenes de vapor, como el Tren de la Fresa, el Minero de Utrillas o el Tren de Soler; todos ellos estacionales y excesivamente turísticos.
Instalados en la comodidad de un AVE veremos que por sus elegantes pasillos discurren carritos con bebidas y amenidades muy semejantes a los de los aviones. Hay una diferencia: la cubertería es de metal, apta para degollar a una azafata o para secuestrar el convoy.
Hoy día los viajeros de primera se desplazan en tren de alta velocidad, pero dentro de ese grupo de privilegiados, encontramos las clases Turista y Preferente, separadas por el vagón cafetería, interfaz entre ambos mundos que comparten ese espacio neutro con prensa gratuita y sándwiches a precio de entrecot.
En Turista no existe la figura del revisor, pero sí en Preferente, para evitar que alguien sienta la tentación de cruzar la cafetería y atisbar el mundo de los privilegiados. Allí los asientos son más amplios, más acolchados, menos concurridos; el carrito de la prensa gratuita circula solícito y es posible tomar bebidas, también alcohólicas, sin abonar ni un céntimo adicional. Por si esto fuera poco, el menú está firmado por chefs prometedores curtidos en prestigiosos fogones.
Ir de Madrid a Soria (233 kilómetros) consume tres horas de nuestro tiempo, casi lo mismo que hacer el viaje entre Madrid y Barcelona (630 kilómetros). Pero no es posible ir en Preferente a Soria, por ello tampoco hay cafetería en sus vagones, y la oferta del menú del chef se reemplaza por un par de impersonales máquinas expendedoras de sustancias tóxicas envueltas en papeles brillantes.
Si Madrid estuviera en nuestros pies y Barcelona en la cabeza (y que nadie haga lecturas políticas de esto), Soria estaría más o menos en el corazón, o en los pulmones. Viajar en preferente de la cabeza a los pies, o viceversa, requiere de una cafetería que nos separe de los turistas. A lo largo de la vida, quien viaja por nuestro cuerpo y por nuestra mente también lo hace segregado en diferentes clases.
¡Qué necesaria se nos antoja la figura de un revisor!, ¡cuántos disgustos y sinsabores nos evitaría al vigilar ese tren interior e impedir que algunos pasajeros camparan a sus anchas en el vagón equivocado!