Manuel Liñán es de esos creadores que todo cuanto hace y despliega te coge, te atrapa, se hace contigo, te revuelve y te devuelve a la normalidad con una nueva perspectiva —tan interesante como necesaria— sobre ella. Bailaor, coreógrafo, director e incansable investigador del flamenco y la danza, Liñán es, además, un poderoso creador de bellísimos posibles, como claramente demuestran todas y cada una de sus geniales obras. No porque sí ha recibido el Premio Nacional de Danza (2017), cuatro Premios Max (2009, 2013, 2017, 2020) y numerosos premios más.
¿Cómo, cuándo y dónde empieza la historia de Manuel Liñán con el baile?
Empieza en Granada, cuando tenía cinco años, y empieza en el colegio en el que estudiaba, un colegio de monjas. El primer recuerdo que tengo es la imagen de una mujer bailando con un vestido con un montón de vuelo, que fue lo primero que me sedujo, porque pensé: «Uy, ¿esto qué es?». Y, entonces, empiezo a bailar en clases de flamenco extraescolares que había en el colegio —que se impartían en el horario de recreo y por la tarde—, al principio como un juego. Luego, al final del curso, hubo una exposición de lo que habíamos aprendido. Y recuerdo que mi madre decía: «El niño este, con lo vergonzoso que es, no va a bailar». Yo ya no me acuerdo, pero, al final, el niño apareció, me puse a bailar y mi madre dijo que mi actitud era de superenterao, todo lo contrario a la timidez. Y así es como empiezo.
¿Por qué y para qué se introduce aquel Manuel en el baile?
Pues mira, yo te cuento toda la historia. Como te decía, al principio, la cosa empieza como un juego, pero luego, la profesora le dice a mi madre: «Llévate al niño a una academia, porque parece que le gusta y puede seguir estudiando». Nosotros venimos de una familia humilde, mi madre no podía costear una academia y mi maestra, Marichú, a la que estaré eternamente agradecido, le dijo que no se preocupara, que no teníamos que pagar nada.
Así, me sigo formando progresivamente y, con 12 años ya empiezo a bailar con guitarra y cante, y empiezo a ver la potencia que tiene el flamenco, y a sentir que, cuando cantaba el cantaor, había una energía especial y diferente. Entonces, mi cuerpo comienza a recibir todo eso de una manera concreta; y hay un día que recordaré siempre en el que, bailando con un cantaor y un guitarrista —que era una noche especial porque le rendíamos un homenaje a un cantaor que había fallecido–, me di cuenta de que el baile es una herramienta especial para comunicarnos. Y, en aquel momento, enviarle nuestra energía a ese hombre que ya no estaba entre nosotros.
Aquel día empecé a darme cuenta de la fuerza del baile y empecé a elegir la danza como lenguaje de expresión. Porque esa noche pude expresar cosas que no podía expresar hablando porque era una persona muy tímida, me escondía mucho y escondía mucho mi manera de ser –porque siempre me insultaban–. Esa noche empecé a darme cuenta de que el baile me permitía ser más libre, pensar y emocionarme –sin que nadie se diese cuenta de por qué me estaba emocionando–, y, a partir, de ahí, elegí el baile como la herramienta para poder comunicarme en la vida.

¿Qué es para ti el baile? ¿Y el arte de la danza? ¿Son lo mismo?
Bueno, el baile digamos que sería la interpretación del intérprete, el resultado de lo que hace un bailarín o una bailarina. El arte de la danza creo que implica muchas más cosas, es una forma de comunicarte, una herramienta con la que puedes construir un espectáculo o una coreografía y, además, es algo que engloba el conocimiento y los valores de la danza en sí misma para construir, desarrollar herramientas, compartir y crear diálogos.
¿En qué momento piensas «pufff, aquí hay mucha tela que cortar», y te pones a investigar? Porque eso, parece, es determinante en tu carrera, y es lo que te conduce hacia la coreografía y la dirección.
Ya de pequeño era muy fantasioso y muy creativo, incluso cuando no estaba dentro del mundo del baile. O sea, cuando jugaba con mis amigos, jugábamos al circo y yo lo organizaba todo, diciéndole a todo el mundo qué tenía que hacer, cómo y cuándo hacerlo; yo ya disponía. Así que la cosa, en realidad, viene de lejos.
Y cuando me decían: «Tienes que montar este baile», pronto pensaba qué iba a ponerme y cómo iba a estar dispuesto y a evolucionar todo lo que me rodeara durante mi actuación. Ya te digo, era muy fantasioso, por lo que la creatividad ha estado ahí siempre.
Luego, cuando empiezo a bailar y a trabajar de manera más formal dentro del sector flamenco, me topé con una puerta muy dura: la de la seriedad. «Manuel, tienes que ser un bailaor serio y tienes que bailar y comportarte como un tío en el escenario, no nos vayas a defraudar». Ahí, de repente, todo este mundo te carga una mochila de responsabilidad que dices tú: «Guau, si yo lo que quiero es esto, pero de otra manera». Entonces, me encuentro con una frontera en la que te tienen que poner un visado para aceptarte, sin defraudar a quien te lo tiene que poner. Y eso lo arrastras, lo vas arrastrando, porque bailas de una manera, pero tus inquietudes quieren más cosas.
Después, me voy a Madrid, veo mundo, veo espectáculos, conozco a mi amigo Marco y a mi amiga Olga, con quienes tengo una gran complicidad, y retomo aquellas fantasías que tenía cuando era chico, porque «a nosotros nos han dicho que hay que bailar así, que seamos esto y lo otro, pero, ¿a vosotros no os gustaría que montáramos algo diferente? ¿Sí? Pues, venga, vamos a hacer esto». Y recuerdo que al principio íbamos con cuidado, por lo que nos pudieran decir, pero empezamos a fantasear. Y en el 2004, con Olga, nos presentamos al Certamen de Coreografía Española de Flamenco de Madrid, cada uno con nuestra paranoia, y ahí empezamos a salirnos del tiesto de quienes se habían erigido como los garantes del flamenco. Pero no había tiesto alguno. Ahí es donde empieza, para mí, el mundo de la creatividad y de la liberación, muy poco a poco.
El flamenco es tradicional, clásico, vanguardista, experimental, etc. Es una corriente de agua que se va renovando. Y, para mí, lo importante del flamenco es eso, la discusión, no el enfrentamiento, qué es, qué no es, qué se prueba, qué se hace…
Si yo te digo flamenco, ¿qué me dices tú?
Creo que el flamenco es muy amplio y muy generoso. El flamenco es un género, y tenemos que reconocerlo como tal. El flamenco es tradicional, clásico, vanguardista, experimental, etc. Es una corriente de agua que se va renovando. Y, para mí, lo importante del flamenco es eso, la discusión, no el enfrentamiento, qué es, qué no es, qué se prueba, qué se hace… Porque todo ese diálogo es lo que hace que sea una corriente de agua limpia, que no se estanca, pues en el momento en el que algo se estanca se pone verde y huele mal. Para mí el flamenco es agua fluida, que cae, y que entra un río, y el río dice «no, que esto no es así», pero la corriente sigue, a lo suyo, aunque también escuchando…
El flamenco es un género muy amplio. Es convivencia, expresión, represión, política, inclusión; es todo eso y más. Ya te digo, tradición y vanguardia, un diálogo constante. Y creo que es muy importante que sea así. Lo que estamos viviendo ahora es algo nuevo que, sin embargo, ya se ha vivido antes. Las palabras cambian de significado, y hay palabras que se transforman y que, con el tiempo, abarcan más de lo que abarcaban antes; palabras que utilizamos ahora, que son las mismas palabras, pero tienen un significado más amplio y diferente. Todo eso es, para mí, el flamenco.

¿Qué significa Granada para ti? ¿Y Madrid?
Pues mira, Granada es mi infancia, la aspiración, la nostalgia… En Granada me formé. Granada es la raíz que se te clava y que te dice: «Pum, esto ya no te lo vas a quitar más, vete a donde quieras». Como decía Lorca, de Granada no se puede escapar, y te persigue.
Y Madrid es muy importante. Es creación, fue la liberación, el encontrarme conmigo mismo, la honestidad, crecer, mis primeros estudios, mis primeras compañías, mi primer trabajo, mi independencia. En Madrid sentí que no había fronteras y, desde que llegué allí, me sentí acogido, sin verme como alguien de fuera. Allí podía esconderme y estar a la vez. Madrid significa mucho para mí, mucho.
Convivencias, Sinergia, Nómada, Reversible, Baile de autor, las poderosas ¡Viva! y Muerta de amor, y el enérgico Pie de hierro. ¿Qué podemos encontrar en un espectáculo de Manuel Liñán? ¿Cuáles son las razones de ser de las obras de Manuel Liñán?
Siempre hay un antes y un después con cada una de mis creaciones. Primero están las que hago con Olga y con Marco, y las que empiezo a hacer yo solo también, que son experimentales, en el sentido de que estoy haciendo flamenco pero estoy moviendo gente y estoy alterando los palos del flamenco, etc.; o sea, experimentación sobre la raíz que traía ya en mi cuerpo, de lo que me habían enseñado, es decir, alteración de lo tradicional.
Luego empiezo a darme cuenta del poder que tiene la creación, y no es que deje de experimentar, pero comienzo a desarrollar más la parte emocional. Así, cuando me pongo la bata de cola y el mantón, empiezo a darme cuenta de todo el revuelto que hay ahí. Porque no se trata de ponerme solo una bata, sino que hay una tradición, un juicio social, una discriminación, una mochila… Ahí empieza la historia emocional. Qué significado tiene para mí ponerme una bata, qué significado tiene para el público, qué sigue pasando, qué le molestó a la gente que me vio con una bata y un mantón. Y ahí es donde empiezo a contar mi historia.
Ahí es donde empiezo a hacer ¡Viva!, que es una autorreflexión con respecto a todo eso. Cuando era pequeño y no podía travestirme —algo que siempre quise hacer—, pues lo hacía a escondidas, en mi casa, para hacer el baile que hacían las niñas en la academia. Me ponía la falda, me ponía flores, me ponía los pantalones de peluca –que tenían gomilla– y cerraba la puerta. Y ahí era Manuel. Y recuerdo que cuando salía de esa puerta, había una gran mentira por mi parte, porque me comportaba como la sociedad quería, incluso con mis padres. Yo aprendí muy pronto a mentir. Y ¡Viva! es traer a toda la gente a ese cuarto, para que vea lo que pasaba ahí, la ilusión que tenía ese niño por travestirse, por bailar y por comportarse como era. Eso es ¡Viva!
Por eso, tras la fase experimental, empiezo a hacer creaciones con las que rebusco todo lo que tengo dentro y todo lo que ha marcado mi forma de ser, mi comportamiento, mi manera de estar ante la vida y la sociedad, cosas y cuestiones que no quería seguir guardando, que no quería que siguieran generando conflictos internos en mí, ni más mentiras. Es que, pufff, si lo analizas, ¡Viva! lo hice con 39 años, ¡ya está bien! Para quitarte el miedo y ponerte una bata de cola y un mantón, y decir este soy yo, ¡ya está bien!
Así es como veo y siento el poder de la danza, lo que puede contar, lo que me puede sanar. Y hago Pie de hierro, que es un homenaje a mi padre, un homenaje con la tradición. Mi padre representa la tradición y ese peso social por el que los hijos tenemos que repetir los patrones de los padres. En mi caso, no pude hacerlo, y hay un conflicto de amor-odio. De odio, porque no me gusta; y de amor, porque no puedo complacerte; y de familia, porque eres mi familia y la culpa por defraudarte es aún mayor. Y, entonces, pasan tantas cosas, que le hago un espectáculo, una corrida de toros a mi manera, con todo el odio del mundo, porque no quiero ser torero, pero con todo el amor, porque quiero complacerte a ti. Así surge Pie de hierro, que es el segundo apellido de mi padre. Y le hago su espectáculo para él.
Y empiezo a coger carrerilla. Luego hablo del amor, porque me parece muy importante analizar, comprender y mostrar cómo nos afectan las relaciones que tenemos, en nuestro comportamiento, en nuestra vida, nuestro futuro y, por supuesto, en nuestra manera de bailar y de comunicarnos, y en nuestro cuerpo. Así es como nace Muerta de amor, que busca enseñar qué pasa en nuestro cuerpo cuando nos relacionamos, qué nos deja la otra persona, cómo nos convertimos, qué ganamos, qué perdemos, qué aporta todo eso a nuestro baile. Y en esas estoy.
Evidentemente, no todas mis creaciones son así. Ahora, por ejemplo, he estrenado Bailaora, que es un recital de baile en el que no tengo que contar nada, sino hacer cuatro bailes y punto. Porque, a veces, también necesito bailar y nada más. Y el flamenco tiene una cosa para mí muy importante y muy guay, y es que con un baile, por ejemplo, una soleá, puedes contar una película entera. Y ahora mismo estoy en eso, buscando un espacio para poder bailar y desahogarme con un baile más, digamos, de corte clásico; que no va a ser de corte clásico del todo, pero sin una dramaturgia tan emocional.

¿Qué busca Manuel Liñán con su trabajo? ¿Hacia dónde apunta con su pensar-hacer?
Lo que yo hago, lo hago porque lo tengo que hacer. He tenido que hacerlo porque mi educación ha sido de una manera diferente a la del resto. Y lo que el travestismo supone para mí, para otro puede ser una payasada, pero para mí es un gran paso. Entonces, mi manifestación está ahí para que cada uno haga una lectura, la lectura que quiera. Se han hecho lecturas malas, pero también se han hecho lecturas muy buenas. Pero no puedo ni quiero ser representante de nadie ni de nada.
Lo que hago es mi película, mi historia, y vengo a compartirla con todo el mundo porque tengo la necesidad de liberarme, de abrirme y de ser completamente honesto con todo. Yo he venido a esta vida para hacer esto; este soy yo, y ahí la interpretación de cada uno es totalmente libre. Ahora bien, si lo que hago ayuda a romper barreras y ayuda a que la gente se pueda sentir identificada, pues estupendo, por supuesto.
Lo que el travestismo supone para mí, para otro puede ser una payasada, pero para mí es un gran paso. Que cada uno haga una lectura, la lectura que quiera. Se han hecho lecturas malas, pero también se han hecho lecturas muy buenas. Pero no puedo ni quiero ser representante de nadie ni de nada.
¿Cómo es el proceso en el que una idea en tu cabeza termina materializándose en un proyecto vivo? ¿Cómo se gesta y deviene una obra de Manuel Liñán?
Eso es lo más guay que tiene la creación. Y, en ese sentido, volvemos, en parte, a lo que te comentaba sobre mi infancia y lo fantasioso que era en ella. Porque, cuando empiezo a crear, soy una persona muy tozuda, y todo lo que pienso tiene salida. Cuando las cosas se piensan, nadie las conoce, nadie las ve y nadie las intuye. Y, con mis creaciones, todo lo que pienso, todo, todo, todo, tengo que tener la capacidad de sacarlo de ahí, ponerle cuerpo, ponerle color —si lo tiene—, ponerle música, ponerle forma, etc. Y eso es, para mí, lo bonito de la creación, la fantasía.
Obviamente, cada uno tiene su método. El mío es un proceso muy lento. Al principio, requiere mucha reflexión, mucha soledad, mucho estar en el limbo, pensando si lo que tengo en la cabeza puede salir o no. Porque, cuando algo, alguna inquietud, se me viene a la mente, la dejo un buen tiempo aparcada, la visito, me pregunto si merece la pena contarla, si merece la pena bailarla o no, la dejo ahí… Y si persiste, digo: «Sí, hay que hacerlo».
Para no marearte mucho y que la gente pueda entenderlo, después de esa reflexión, después de esa soledad, lo que viene es un proceso de creación, de residencia, de armar un equipo profesional —diseño, iluminación, vestuario, música—, de debate en grupo para compartir lo que piensa cada uno, buscar líneas de pensamiento y acción, y trabajar en una dirección. Aunque, cuando tengo las cosas claras, no hay debate que valga, porque todo lo demás me molesta, pues, a la hora de darle forma, cuerpo, color, música, vestuario, emoción y reflexión a todo lo que tengo en mi imaginario, soy muy cabezón.

¿Qué tal con el odio? ¿Cómo te encuentras?
Desgraciadamente, pasa cada cierto tiempo. Me lleva pasando desde que era chico, pero sigue, sobre todo desde que estoy con ¡Viva! Cuando empecé a ponerme la bata de cola, hubo un antes y un después, hubo muchísimos comentarios, mucha gente que dejó de saludarme… Con ¡Viva!, igual, hicimos una campaña para la marca de Nike, vestidos con la bata de cola, que salió en el New York Times, y había pantallazos de gente vomitando.
Todo lo que he podido denunciar lo he denunciado, por supuesto. Pero llega un momento en el que dices: «Joder, otra vez los mismos gilipollas de siempre». Y lo peor es que llegas a normalizarlo. Nunca entro a discutir directamente, pero me afecta, claro que me afecta, a mí, a mi familia…
Y esta última vez, pues como siempre, salió un vídeo, lo vi, vi que se había viralizado, me pregunté si la gente sabía que esto pasa y, evidentemente, lo denuncié. Porque tenía que denunciarlo, que vamos de modernos: que si las redes sociales, que si la última tecnología, que si el futuro…, pero mira qué futuro. Lo bueno es que igual que se viraliza una cosa, se viraliza también la denuncia y hay mucha gente que sale a apoyarte, a darte su fuerza y su energía.
Pero es importante trasladar y recordar que estas cosas siguen pasando, que sigue siendo muy gratuito y muy fácil insultar sin que eso tenga consecuencia alguna para las personas que vierten sobre ti su odio.
¡Vaya! Anda que no queda por hacer al respecto… Pero, bueno, dejemos a un lado el odio y sonriamos. Con cuatro premios MAX, el Premio Nacional de Danza (2017) y un buen número de premios más, miras al pasado y ¿qué ves? ¿Cómo ha sido el viaje?
Aunque a veces ha sido un poco difícil, el viaje ha sido bonito. Me siento afortunado por haber tenido todas las vivencias que he tenido. Porque me han llevado a reflexionar, a ser firme en mi manera de ser y en mi propuesta, a ser contundente y a decir que, a pesar de todo, sí, así soy yo, yo soy este y de esta manera. Porque lo que no te mata te hace más fuerte. Estoy contento, soy una persona afortunada, independientemente de que te hayan cargado una mochila llena de tradición, aunque te hayan juzgado socialmente…
He tenido suerte; estoy aquí, estoy siendo honesto y no han podido conmigo. Soy una persona fuerte que ha priorizado su ilusión por la danza y el baile, poniéndolos por encima de muchas cosas. Y lo seguiría haciendo, porque la danza es lo que me salva de la vida, por decirlo de alguna manera. La danza y el teatro son mi mundo más sincero, pues hay más sinceridad en mi baile que en mi vida.
¿Qué queda del Manuel Liñán que empezó a caminar hacia aquí? ¿Qué le queda por hacer?
Quedar, queda mucho, porque me considero un niño y me gusta serlo, tener esa ilusión y esa inocencia que se tienen cuando eres niño. Y, conforme van pasando los años, me encanta ir aprendiendo e ir conociendo los trucos para no dejarme llevar por los análisis de la gente, el qué pasa y el qué no pasa, sin prestar atención a los egos y a las tonterías, siempre con la mirada de ese niño que no sabe de luchas, ni de posicionamientos, que no vive en un sitio en el que quiero ser más que tú, sino seguir jugando, crecer y aprender sin pertenecer al mundo de los mayores.






