Gracias al cambio climático y al retroceso de los hielos, están aflorando suculentos yacimientos fósiles antes inaccesibles. Hace escasos días un equipo ruso y surcoreano ha confirmado que dispone de material genético de mamut en perfecto estado, y que podrían implantar el embrión en el útero de una elefanta india, dadas las semejanzas entre ambas especies. Sí, pero ¿y mis padres? ¿y Marilyn?
La clonación, en cualquiera, de sus formas salpica los titulares de manera periódica y por razones muy diferentes. El desaparecido Michael Crichton destapó la caja de los truenos con su novela “Parque Jurásico”, que realmente tenía más que ver con la teoría del caos y sus implicaciones matemáticas que con los dinosaurios, pero que el sagaz Spielberg convirtió en una película tan vistosa como olvidable.
La premisa es sencilla: en el ámbar, o sea, en la resina fósil de aquellos remotos pinos, quedaron atrapados muchos insectos. De estos, los hematófagos, los que chupaban sangre, también morían con el estómago lleno, por tanto, si llegáramos a esas diminutas muestras de sangre de sus víctimas pretéritas y el ADN se encontrase en buen estado se podría replicar la secuencia y clonar la especie en cuestión.
En 1990, cuando se publicó la novela, numerosos científicos pusieron el grito en el cielo por trivializar un proceso que se les antojaba imposible, pero en 1996 la oveja Dolly, creada en unos laboratorios escoceses, vino a demostrar que la clonación ya no era ciencia ficción, sino ciencia, a secas. Alentado por estos resultados, el científico surcoreano Hwang Woo-Suk, al frente de la Sooam Biotech Research (denunciado en 2005 por publicar resultados falsos de algunos experimentos) anunció oficialmente que estaba en condiciones de clonar seres humanos.
Ya he mencionado en alguna ocasión que en cualquier subasta de Christie’s o Sotheby’s alguien adinerado podría adquirir un peine, o un objeto personal de, pongamos por caso Marilyn Monroe. Con el material genético resultante (caspa, cabellos, folículos capilares) sería posible contratar en el mercado negro un laboratorio de clonación, capitaneado por algún científico ambicioso, y buscar una madre de alquiler, talonario mediante. El caso es que, tras esperar los años que nos dictara nuestro gusto y conciencia (si la hubiera) dispondríamos de una Marilyn Monroe de carne y hueso. Podríamos replicar su estilismo, y ponerle viejas películas de Billy Wilder para que aprendiera a moverse y a actuar como la original. El pudor me impide seguir enumerando las deliciosas posibilidades de esta resurrección.
Respecto a mis padres, fallecieron hace ya bastantes años y, como es lógico, les echo mucho de menos. Conservo algunos efectos personales que me legaron, de los que sin duda podría extraer la muestra de ADN necesaria para iniciar un proceso de clonación, y en su caso no habría problema inter-especie, pues podrían ser gestados en un vientre de alquiler, sin tener que recurrir a una elefanta india.
Pero si el experimento tuviera éxito, se plantearían dilemas de incalculable alcance. Debería cambiarles los pañales, enseñarles sus primeras palabras, ir a buscarlos a la guardería, y cuando tuvieran uso de razón, mostrarles fotografías de sus originales, setenta años atrás, y explicarles que son copias. Sus parecidos físicos con mis progenitores originales serían ciertamente indistinguibles, pero no es lo mismo pasar la infancia en un Madrid machacado por los bombardeos de la guerra civil que llevar un iPad al colegio Montessori.
Me convertiría así en el padre de mis padres, pero a medida que el tiempo transcurriera y yo envejeciese y ellos maduraran, podrían cuidar de mí otra vez en mis últimos años. Y cuando me hiciera irremediablemente viejo, ellos estarían en la flor de la vida, y puede que decidieran clonarme para perpetuar un círculo vicioso del que no saldríamos nunca.
La tecnología ya permite este desarrollo, pero la bioética, la religión, o la política simplemente quedan sobrepasadas por un debate así, por lo que me he visto obligado a hacer ambos encargos de manera clandestina. Me refiero a Marilyn y a mis padres…
En mi casa no cabe un mamut.
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Foto: Public Domain Wikimedia Commons