Decimos querer políticos como Tom Kirkman, pero votamos a líderes como Frank Underwood

23 de abril de 2018
23 de abril de 2018
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Una simplificación frecuente de los primeros amores los ilustra como ese momento de tu vida en el que te vas con un malote que no te conviene para, años después, acabar sentando la cabeza con «un buen chico». El caso vale también para la vida de adulto, cuando tienes que acabar eligiendo entre esa persona tan atractiva y que tan mala vida te daría o esa otra, quizá menos apasionante, pero mucho más predecible y estable.

En la política, como en el amor, todo es cuestión de elecciones. Una cosa es lo que queremos y puede que no nos convenga y otra, lo que finalmente elegimos aunque a veces se haga tapándose la nariz. Lo que para unos es madurar para otros es, sencillamente, volverse práctico.

Nuestra vida pública está llena de ejemplos así. Cunde la idea entre los ciudadanos de que, a la luz de los constantes escándalos y chanchullos, la gran mayoría de políticos son corruptos inútiles que solo se dedican a lo que hacen para enriquecerse. Nada que ver con la realidad. Hay de esos, claro, pero no es que sean mayoría, sino que más bien son muy visibles porque nos llaman la atención.

Por definición, los «buenos», los trabajadores, honrados y constructivos, suelen permanecer en un discreto segundo plano. Es la lógica que hemos construido: preferimos seguir un liderazgo fuerte, de frases gruesas y aglutinadoras, antes que a alguien sin carisma aunque con mayor capacidad de trabajo. Por eso los partidos les promocionan y los medios les compramos el discurso.

En la ficción televisiva han venido a coincidir ambos mundos en dos series de referencia para todo friki de la política que se precie, y expone con todas sus luces y sus sombras el choque entre dos escuelas bien diferentes.

Por un lado la ya mítica House of Cards, donde Kevin Spacey da vida a un ambicioso y despiadado Frank Underwood que escala en su carrera política a base de conspiraciones, traiciones y estrategias para socavar al oponente. Por otro, la incipiente Designated survivor, donde un gris funcionario encarnado por Kiefer Sutherland se ve obligado a asumir la presidencia ante el asesinato de todo el Gabinete.

Ambas series son radicalmente diferentes, no ya por su contenido, sino por su narrativa. House of Cards es densa, pero divertida. No divertida de reírte a carcajadas, sino de sonreír maliciosamente con cada nueva ocurrencia despiadada. La típica serie en la que empatizas con el malo y, aunque sepas que es malo, no quieres que le pillen porque es divertido verle hacer el mal. Es un thriller socarrón, a ratos casi una comedia.

Designated survivor, sin embargo, es un dramón construido sobre una inteligente trama de intriga. Lo es, sobre todo, en su primera temporada –la segunda es drama continuo que convierte al protagonista en un pupas al que ya no sabes qué más se le puede volver en contra-.

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Esa es, quizá, la clave. Nuestra formación teórica nos enseña que hay que hacer el bien, pero nuestro aprendizaje práctico nos muestra que a quienes no lo hacen les suele ir mejor. A ti te puede caer una multa enorme por un error administrativo, pero otros no pisarán nunca la cárcel, aunque se hayan dedicado a robar dinero público a manos llenas.

La culpa, de nuevo, la visibilización de los malos y la invisibilidad de los que hacen lo correcto y trabajan por un bien común. Y esas son justo las lecciones que se evidencian en las tramas de ambas producciones: los valores que, aunque digamos lo contrario, preferimos en un líder. Mejor un malo si pelea por lo mío que un bueno que pelee por todos.

En la lógica de ambas series hay un pasaje que define bien ambas líneas y que, de paso, plantea cuestiones interesantes acerca de la política tradicional: los niños. Los Kirkman son un feliz matrimonio con dos hijos, y su –a veces– difícil relación, con sus sacrificios y concesiones, ahondan en la imagen de familia normal de la pareja. Los Underwood no tienen hijos, y frecuentemente se les cuestiona por ello: se les llega a describir como una pareja tan ambiciosa y volcada en su carrera política que ni siquiera quisieron tener hijos para no frenar su recorrido.

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Así las cosas, aunque nos pueda repeler –con sonrisa cómplice– un Frank Underwood, le votaríamos antes que a un Kirkman. Puede que creas que no, pero piensa en lo vulnerables que resultan los políticos que no son agresivos, esquivos y dogmáticos. Quizá por eso haya tantos Underwood y tan pocos Kirkman en las listas electorales.

Primera lección: mejor decir que hacer

Uno de los requisitos básicos para cualquier aspirante a político de primera línea es tener la capacidad de desdecirse sin sonrojarse. Ahí entra la habilidad para incumplir programas electorales, para defender algo a lo que se oponían antes o para acabar haciendo lo contrario de lo dicho para mantener el cargo. Las palabras son palabras y se las lleva el viento, y el papel aguanta cualquier cosa. Los hechos comprometen, las palabras no.

Por eso, una de las primeras cosas que intenta hacer el presidente Tom Kirkman en cuanto la situación se estabiliza en su Gabinete, es reconstruir el Capitolio tras el atentado que le coloca en el Despacho Oval, aunque eso suponga vaciar las arcas: el valor simbólico del edificio vale más que todo eso, vienen a decir durante la serie.

El presidente Frank Underwood habría dedicado los recursos a otra cosa. O, al menos, hubiera sacado tajada de hacerlo eligiendo a las constructoras adecuadas para aprovechar el brutal desembolso.

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Un presidente como Kirkman prefiere hacer a decir. Solo sale a dar explicaciones cuando hay un problema o algo se hace mal, protegiendo al pueblo de más dramas, y asumiendo de forma interna los costes del Gobierno y los problemas de gestión derivados de ser un independiente que quiere reconstruir las instituciones contentando a todos los partidos y colectivos.

Underwood, sin embargo, no dudaría en en atacar para defenderse, aunque eso implique exponer a la luz las miserias de su propio equipo. Dejaría caer a quien fuera para poder seguir medrando y ganando cuotas de poder. Los demás pueden depender de la imagen pública, pero él acaba dependiendo de sí mismo.

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Segunda lección: Siempre en guardia

Esa dialéctica de guerra continua obliga a Underwood también a estar a la defensiva de forma permanente. Un ejemplo práctico es el uso diferente que se da a lo largo de las series a las reuniones en el Despacho Oval: Kirkman la usa como lugar para reunirse, para llegar a acuerdos, para ponerse a la altura de sus interlocutores. Un lugar que siente que no le pertenece, sino al que ha llegado de rebote y por tiempo limitado, al que ir a trabajar.

Underwood, sin embargo, lo usa como atalaya. Es su fortaleza particular desde la que impone un mandato ejecutivo a través de una apariencia de democracia. Un depredador del poder encastillado tras la mesa.

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Para llegar a una posición como esa se necesita estar dispuesto a cualquier cosa. La actitud de cada uno de esos líderes de la ficción ante las obligaciones y las limitaciones define bien su forma de actuar: Kirkman evitará todo lo que pueda buscar atajos para solucionar problemas, intentando siempre lograr un acuerdo o un punto común que desagrade lo mínimo posible a todos.

Underwood, por su parte, concibe la política como un juego de supervivencia. Es como ese liderazgo que lucha panza arriba para sobrevivir en el cargo, aunque todas aquellas personas que hayan trabajado a su alrededor hayan acabado dando con sus huesos en los tribunales o las cárceles. La única diferencia es que él no está panza arriba, sino bien asentado en su posición de fuerza.

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Tercera lección: Ni una concesión

Esa lógica de combate continuo, contra propios y ajenos, obliga a no dejar cabos sueltos. Frank Underwood lo resuelve en la serie llegando incluso al asesinato, en un extremo menos creíble que el resto de la trama. Kirkman, por su parte, se esfuerza incluso por ver las razones y fortalezas de los rivales.

La lógica sobre la que opera Underwood es radicalmente opuesta. Hay, es cierto, algunos personajes secundarios alrededor de su figura con los que en un momento dado empatiza –el dueño del restaurante, el guardaespaldas, la periodista–, pero que acaban siendo convenientemente sacrificados cuando es necesario. En ocasiones se aprecia un atisbo de dolor por la decisión… pero quizá solo sera eso, un atisbo.

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¿Qué haría Kirkman ante una tesitura similar? En su serie también se dan situaciones en las que alguien cercano se ve implicado en un problema, de forma que hacerle caer sirviera para resolver el entuerto y seguir adelante. Sin embargo él sí tiene límites, y su propio equipo es el primero.

Underwood… bueno, a estas alturas es fácil hacerse una idea.

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Cuarta lección: Ante todo, desconfianza

Cabe imaginarse, por tanto, que Kirkman ejerce el tipo de liderazgo que genera adhesiones y fidelidades a su alrededor. Uno querría trabajar para alguien que va a cuidar de ti y defenderte de forma honesta y directa. Alguien que se sabe vulnerable y cuyo éxito solo puede depender de un trabajo compartido.

En el otro extremo, el liderazgo político a veces más común es el que se ejerce en solitario o rodeado de un círculo de leales que nunca llevaría la contraria a su presidente, aunque el rey estuviera desnudo. Ese individualismo extremo le lleva a ponerse en el centro de todos los razonamientos como causa y consecuencia de todo lo que sucede en su administración.

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Kirkman, ya se sabe, no es individualista. No pondría su foto en el logo de la formación ni su nombre en grandes letras corpóreas para un mítin. Hablaría de él y su equipo, se presentaría como independiente rodeado de otros y, como sucede en la vida real con los independientes, le criticarían unos y otros por vender sus lealtades. Pero no le importaría: Kirkman es así.

Los que son como Underwood, sin embargo, se expondrían ellos solos –para lo bueno– y reservarían al equipo para cuando las cosas se pongan feas. Al final, sin embargo, se podría sacrificar incluso a los propios ciudadanos para salvaguardar la imagen. «One nation under wood», que decía el trailer de la última temporada. Última, por cierto, porque a Spacey le han echado de la serie tras varias acusaciones de acoso sexual. O se creyó demasiado el personaje o es que la realidad, al final, acaba siempre superando a la ficción.

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