De cómo una tapicería de coches llegó a vender horchata y mató una gran idea

4 de diciembre de 2014
4 de diciembre de 2014
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El 1 de agosto la empresa anunciaba la incorporación de sus últimos fichajes. Lo hacían ellos mismos, en su blog. Los nombramientos no aparecían en las páginas salmón de un sesudo diario ni en la newsletter de esos confidenciales económicos que devoran los mandamases en secreto en su despacho cada mañana antes de empezar sus reuniones. Ninguno de esos fichajes venía con un MBA bajo el brazo. Trini, Sandra, Inma, Margarita y Encarna fueron las últimas horchateras en unirse a una compañía que ahora, tras una década de labor, se ha venido abajo.
La empresa de la que va esta historia no cotiza en Bolsa, ni fabrica sus bienes en China y los diseña en California, no tiene una web de diseño espectacular, ni unas redes sociales profesionales. Los protagonistas de esta historia comercian con derivados de un tubérculo al que cada vez le queda menos tierra. Tiene lugar en L’Horta, la comarca en la que la ciudad de Valencia ha ido expandiéndose y, entre pelotazo y recalificación, las tierras de huerta que bautizaron la zona han entrado en peligro de extinción. Ahí ya casi no quedan barracas, pero al menos sí se cultiva chufa con la que se hace horchata. Es un negocio que alimenta a cierta parte de la hostelería en la capital y en el pueblo de Alboraya, al que inexorablemente se acabará comiendo la ciudad de la que ya sólo un avenida le separa.
La historia de Món Orxata, que así se llama la compañía, tiene mucho de Valencia. No sólo porque su ‘core business’ sea la horchata, o porque su nacimiento y muerte haya tenido lugar allí. Tiene mucho de valenciana porque es la fábula perfecta de cómo un pequeño modelo de éxito y social acaba muriendo por la acción de una institución pública.
Vayamos por partes.
Món Orxata apareció en 2003 con la intención de vender horchata con denominación de origen, es decir, con chufa cultivada, recolectada y tratada en L’Horta. La meta era la de toda empresa, hacer dinero, pero con otros objetivos añadidos. El interés era no ya poner en valor un producto propio, sino también recuperar y refrescar la cultura de la chufa porque, para algunos, lo de la horchata se quedaba viejuno. Es una bebida muchas veces percibida como de turista, casposa.
Por eso se aventuraron con ideas como el ‘ChufaMix‘, un aparato para hacer horchata de chufa… o de cualquier otro vegetal. No sólo hacían horchata, sino también mermeladas, miel, aceites, cosméticos, turrones y alcoholes, todo tipo de productos a través de los resaltar el valor nutricional y cultural de la chufa. Lanzaron hasta un recetario con horchata. Todo en plan muy fallero -por tirar del tópico-.

Hasta aquí, el relato local de cualquier negocio agrario que intenta reflotar un sector en el olvido. Pero tenían más particularidades.
Este pasado verano cuarenta familias y un buen puñado de agricultores vivían de la empresa. Llevaban años en la calle, vendiendo horchata en las esquinas de la ciudad con un denominador común: la empresa sólo contrataba para la venta a mujeres. No modelos, chicas monas o go-gos de discoteca. A mujeres. Mayores de 40 años, para más señas. El requisito era el buen trato y la cercanía, porque lo que querían era recuperar la práctica de las antiguas horchateras y, de paso, ayudar a un colectivo (uno más) maltratado por la crisis.
Todo era redondo: ayudaban a promocionar la cultura gastronómica de la ciudad, renovaban las propuestas relativas a su consumo mientras formaban un sello de calidad, daban trabajo a agricultores y mujeres de cierta edad y todo con un negocio ecológico, sostenible y de gestión transparente. Según ellos mismos cuentan, nadie en la empresa gana más de dos veces lo que el otro. En el campo no hay zonas VIP.
La cosa iba bien. Era frecuente ver a las vendedoras apostadas en algunas esquinas de la ciudad, especialmente cuando apretaba el calor. La cosa iba hacia adelante. Hasta que hace un mes anunciaban a través de su Facebook que cerraban, de momento, el negocio. El Ayuntamiento había decidido sacarles de las calles y darle la licencia de venta ambulante de horchata a una empresa dedicada al tapizado de coches tras un sorteo con bolitas.
Bienvenidos a Valencia.

Lo de convocar un sorteo público para una adjudicación «no es frecuente», comenta Eugenio Viñas, periodista de Valencia Plaza, que ha ido siguiendo el devenir del caso. El periodo de trabajo de los carros en la calle iba de marzo a noviembre. «Nadie les había dicho nada y, de repente, montan un concurso de un día para otro». En él, según explica Viñas, no hubo requisitos de ningún tipo: ni experiencia en el sector, ni solvencia.
El resultado: la adjudicación a una empresa llamada Tapiza Dos del Automóvil, que un mes después de la adjudicación cambió su razón social: de «la fabricación, reparación, instalación o comercialización tanto al por mayor como al por menor de toda clase de tapizados» a «la fabricación de horchata, zumos, helados, bebidas, productos de panadería y pastelería», según contaba Viñas en un artículo hace unos meses. Al otorgarle la licencia a esta empresa, el propio Ayuntamiento incumplía la ordenanza municipal al respecto.
En marzo de este año salieron los nuevos carros a la calle, cargados de una horchata de cuyo origen geográfico nada se sabe , y al final de la temporada, en noviembre, han anunciado que renuncian a la concesión porque no les ha sido rentable. La empresa, que además del objeto cambió de propiedad, ha desaparecido del mapa.
¿Y ahora? Según cuenta Viñas se volverá a hacer un sorteo en febrero, aunque de momento no se conocen las condiciones, si las hay.
Durante este año perdido Món Orxata tuvo que despedir a algunas de sus horchateras. Ahora habrá que esperar a ver si deciden concurrir al concurso o si finalmente tiran la toalla y la idea que llevaron a cabo acaba donde empezó esta historia: en el suelo, bajo tierra.

Foto portada: Shutterstock

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