Hace unas semanas Alba Reche, conocida por ser una de las concursantes del talent show Operación Triunfo, protagonizó un peculiar encontronazo digital con una periodista que le había entrevistado para un medio local. La cantante, al comprobar que el artículo solo estaba disponible para suscriptores, hizo capturas de pantalla y las difundió vía Twitter.
La entrevistadora respondió airada al gesto (luego borró su tuit), a lo que Reche contestó que ella accedió a hacer la entrevista sin pedir remuneración a cambio, de forma que no le parecía justo que sus fans tuvieran que pagar para poder leerla.
A ojos de un periodista, la primera respuesta podría ser algo del estilo ‘quién se cree que es para decir tal cosa’, y escandalizarse ante la sola idea de tener que pagar para entrevistar a alguien. Ahora bien, dejando eso de lado, el incidente abre un interrogante interesante: si el medio de comunicación se va a lucrar a través de otra persona, ¿no sería por tanto legítimo que esa persona también se lucrara de alguna forma?
https://twitter.com/albarecheot2018/status/1090598353207988224
La anécdota en sí encierra muchas lecturas, pero destacan dos. Una es claramente generacional –los medios ya no son el altavoz único, ni siquiera favorito, así que los famosos no los necesitan tanto para edificar su perfil–. Otra es la del modelo de negocio: ¿habría sido más rentable para el medio cerrar el artículo para suscriptores o abrirlo y beneficiarse de los ingresos publicitarios por una –supuesta– gran afluencia de lectores?
Este tipo de debates llegan en la antesala del enésimo cambio de ciclo en el panorama mediático, el que pretende devolverle a la antigua lógica de cobrar por el contenido que publican. El problema para los medios de comunicación es que la inercia creada durante años por su cómoda inacción es demasiado fuerte como para cambiarse, al menos de forma sencilla.
Cuando llegar a tu sustento no depende de ti
Para entender la historia hay que remontarse unas tres o cuatro décadas atrás, cuando el número de suscriptores (y lectores) de medios empezó a caer. Causas hay muchas, desde el descenso de los índices generales de lectura hasta la reconversión del periodismo en una especie de negocio acaudillado por grandes empresas en busca de beneficios. A ambas cosas se unió una causa mayor poco después: la universalización digital conllevó un cambio hacia una cultura más visual, al tiempo que alteró el panorama del sector.
Los lectores fueron saltando de lo tradicional a lo digital, y –poco a poco– también lo hicieron los anunciantes. Los medios, que llevaban décadas viviendo de un negocio boyante, no se dieron prisa en abandonar su cómoda posición: la lógica les decía que si la cosa les había ido bien no tenía por qué dejar de ser así. Evidentemente, se equivocaban.
En su inacción otros ocuparon su lugar: grandes empresas nativas digitales se adueñaron del mercado más valioso que existe: llegar a los usuarios. Así, Google, Facebook o Amazon empezaron a erigirse como los líderes de opinión, en cuanto a acceso a la ciudadanía.
Para colmo de males llegó la crisis económica y aquellas gigantescas empresas de medios fueron incapaces de sobrevivir con sus desmesurados costes estructurales. Necesitaban nuevas vías de ingresos y decidieron –tarde y mal– dar el salto a donde se les habían ido los lectores. Al llegar tuvieron que reconducir su estrategia para hacerse hueco: abandonaron su modelo de ingreso primario (el cobro por la información) y abrazaron su boyante modelo secundario (la venta de publicidad). Ofreciendo su producto gratis llegarían a la gente y, total, ganarían dinero por volumen de audiencia. Al principio la cosa funcionó.
Sin embargo, olvidaron que el acceso a la audiencia ya no dependía de ellos, sino de los gigantes que les habían nacido en su ausencia. Buscadores y redes sociales eran los aliados necesarios para llegar a sus lectores, intermediarios obligatorios que a la postre podían desconectarles cuando quisieran. Para evitarlo los medios empezaron a crear contenido más pensando en contentar a sus socios que en conquistar a sus lectores: SEO, vídeos para Facebook o formatos sin anuncios para Google modificaron la forma de informar, no solo en apariencia sino en objetivo.
Como era previsible, eso no bastó y acabó sucediendo lo que más temían. La caída de los medios para milenials, absolutamente dependientes del alcance y la viralidad, es buena prueba de que los socios eran en realidad competidores agazapados. Los medios ya no eran el formato, sino apenas una arista más dentro del negocio del contenido digital, que presenta unas barreras muy borrosas entre producto, negocio y contenido.
Reconstruir el modelo anterior
Así las cosas, los medios han aprendido en este tiempo dos lecciones dolorosas: los formatos tradicionales nunca volverán a ser tan rentables como fueron y no pueden depender de otros para acceder a su audiencia en los nuevos entornos. Así, tras dedicarse durante años a intentar ser virales a costa de destruir su marca, buscan ahora la forma de volver a la idea original: ofrecer un producto de calidad por el que puedan cobrar.
https://twitter.com/JeremyLittau/status/1088503510184927233
El desafío no será igual para todas las cabeceras, ya que unas se han sumergido en el fango de los gatitos y el clickbait más que otras, pero la reconversión será costosa para todos. Primero requerirá volver a hacer periodismo pensando en la calidad y en la construcción de marca, que ya de por sí es difícil –la búsqueda de la rentabilidad se lleva mal con los planes a medio y largo plazo–. Y después, sobreponerse al clima de desconfianza hacia los medios, labrado gracias a los pecados del sector –algunos respecto a la publicidad– y a la injerencia en el terreno político y a las militancias indisimuladas.
Solventados esos dos problemas quedará algo aún más complicado: convencer a un usuario acostumbrado a lo gratis de que vale la pena pagar por lo que le ofrecen. Es una realidad que ya ha alcanzado a la industria cultural, que ha visto en pocos años como la adquisición se ha ido sustituyendo progresivamente por el acceso: ya no compramos CD de música, DVD de películas o programas informáticos en grandes almacenes, sino que pagamos suscripciones a Spotify, Netflix o Adobe para poder acceder a su catálogo en el momento y lugar que necesitemos.
Un panorama desigual
Esta enésima transición no es exclusiva de España, ni mucho menos, pero aquí afronta algunas dificultades añadidas. Las hay de todo tipo: culturales –fuimos la cuna del pirateo y el fraude–, económicas –el impacto de la crisis ha sido enorme– y hasta periodísticas –pocas cabeceras han mantenido sus marcas indemnes–.
En otras latitudes de referencia, como es el caso de Estados Unidos, el contexto ha sido propicio. Primero, cosas del sistema económico, allí la gente siempre está más dispuesta a pagar por aquellos bienes o servicios que consume. Segundo, la victoria de Donald Trump y el azote de las tan trilladas fake news sirvieron de estímulo para empujar a los lectores a apoyar el periodismo de calidad, mayoritariamente a través de suscripciones a cabeceras como The New York Times o The Washington Post.

Cualquier comparación, por tanto, es osada. Ambos medios han sabido resistirse a las tentaciones de las injerencias políticas, la viralidad y hasta la búsqueda de ingresos desaforada. Haber apostado por salvaguardar sus marcas y mantenerse fieles a hacer periodismo es lo que ahora les ha facilitado aprovecharse de la corriente de opinión favorable.
Llegados a este punto, ¿hay tabla de salvación posible para los medios en general? Claramente sí, pero pasa por una obligatoria reformulación de su producto. Por una parte, según la lógica de los negocios, nadie va a pagar por algo que puede conseguir gratis en otro sitio. Del mismo modo, nadie va a pagar por algo a lo que no aporta valor. Por terminar, nadie va a pagar por algo que no necesita.
Así las cosas, la forma de conseguir que los usuarios decidan pagar por un producto periodístico pasa por hacer algo de calidad suficiente, claramente diferenciado de lo que los demás hacen y siempre tras un necesario proceso de pedagogía: el lector debe volver a sentir que necesita la información de calidad que se le pretende ofrecer.
Parece lógico pensar, por tanto, que mientras los medios sigan publicando contenido replicado por otros, incompleto, interesado o insuficiente, nadie pagará por él. Hay caminos más sencillos, como no abandonar el modelo publicitario –aunque sean los gigantes los que se lleven el mercado–, apostar por dirigirse más a empresas que a lectores –más proclives a pagar por informes o información orientada– o incluso investigar modelos intermedios.
La única vía, por tanto, no es cerrar todo al pago, ni mucho menos. Esa es una opción solo viable para medios de referencia en nichos concretos y rentables. Hacer tal cosa implica, entre otras cosas, renunciar a las fuentes mayoritarias de tráfico como son buscadores y redes sociales –¿para qué compartir contenido de forma pública cuando la mayoría no va a poder leerte?–.
A fin de cuentas todo pasa por asumir la lección: los medios ya no son el altavoz único, ni siquiera el favorito. Deben volver a convencer a su audiencia perdida, al menos, de que son un interlocutor necesario.