El túnel más largo del mundo se encuentra entre Oslo y Bergen. El Eurotúnel o el Seikan tienen mayor longitud pero ésos no cuentan. En su interior circulan trenes. El túnel de Laerdal, en cambio, es de carretera. Mide 24,5 kilómetros y está diseñado en una suave curva constante para que los conductores no se duerman. La iluminación tampoco intenta arruinar la conducción del viajante. Imita la luz natural para no agotar su vista.
La estadística dice que cada noruego pasa una vez al día por un túnel. Y lo harán más aún. La construcción de túneles prolifera en un país donde los inviernos hacen de las vías costeras un aventura de final arriesgado.
Estas construcciones mayores están incluso en manos de los niños. Muchos de sus juguetes consisten en atravesar montañas y montar túneles.
El clima manda y parece que tampoco es aliado de las bicis. No hay muchas. Tampoco hay demasiados carriles-bici. Y si los encuentras, puede que sean así…
Pero en la costa la cosa cambia. En las poblaciones a orillas de los fiordos pueden verse pequeñas embarcaciones que llevan a los nórdicos de un lugar a otro.
En el Océano Atlántico, con la llegada de los días de sol alargado, empiezan a surcar los barcos y los cruceros de pasajeros que recorren la costa de uno de los países más ricos del mundo.
El día que empieza el crucero el orden de las cosas toma una nueva dimensión. El suelo deja de estar sobre tierra y se sustenta en el mar. A veces estará absolutamente inerte. A veces los pasos parecerán darse en falso porque el agua está meciendo tu caminar.
Esta es la historia condensada de una semana viviendo en un crucero de Pullmantur por los fiordos noruegos (Disclosure: la compañía corrió con los gastos del viaje).
En el barco viajaban más de 1.700 personas. La cifra no cabía en la cabeza. Eso podría acabar siendo una isla en el mar. Y así terminó. En la isla donde, después de ocho días, todo lo que existe mental y sensorialmente se encuentra en su interior.
Desde fuera el barco es gigante. Desde dentro lo es más aún. Los pasillos parecían infinitos pero la soledad estaba totalmente descartada. La tripulación, formada por más de 600 personas, parecía estar en todas partes. En su mayoría proceden de países latinoamericanos y, en concreto, Brasil. Un hecho que crearía durante toda la semana una extraordinaria dualidad entre la solemnidad paisajística y la calidez humana. Entre la frialdad noruega y el derretimiento inevitable ante la bossa nova.
Lo primerísimo que ocurre cuando uno sube al barco es que se ha de vestir con un salvavidas naranja flúor (precioso, por cierto) y aprender a comportarse en caso de que la Historia lo obligue a revivir las escenas del Titánic. El tema de la seguridad es incuestionable y de ahí no escapa nadie sin aprender cuál es su camino de escape y cómo se ha de colocar, en filas ordenadas, para coger el bote salvavidas a toda velocidad.
Acabado el simulacro empieza la fiesta. Es así el humor del barco. Parece como si todas las actividades propusieran blindar los pensamientos contra los males del mundo. Lo único que ocurrirá durante esos días es lo que tiene cabida en el interior de un bar, una discoteca, un pub, un casino, un restaurante asiático, un bufé, un restaurante continental, una sala de videojuegos, un gimnasio, un spa, un jakuzzi, una piscina en cubierta, un rocódromo; unas clases de baile, abdominales, yoga o pilates; unas clases de juegos de azar, unos talleres para la eliminación de toxinas, un gabinete de masaje, unas tiendas, unos conciertos en directo, unos espectáculos… La oferta es inagotable. También para la fe. Hay un sacerdote a bordo y, todos los días, uno de los bares apaga la música y monta el altar para celebrar una misa católica.
Una vez que zarpa el Empress, la embarcación se convierte en un planeta poblado por dos especies. Los pasajeros y la tripulación. Los distingue el uniforme pero, con el tiempo, resulta intrigante descubrir su mundo paralelo. Estas personas pasan a menudo siete meses en el barco y en ese caso la sensación de que la Tierra empieza y acaba en la popa y la proa es aún mayor. Tienen sus propios camarotes, su propia discoteca y sus espacios invisibles para el que anda de vacaciones.
Todo queda fuera de los ojos del pasajero. Lo único que conocerá serán los rostros y los nombres de la persona que, cada noche, le servirá la cena y que cada día, en el camarote, será la mano invisible que arregla la habitación tantas veces como uno quiera deshacer su cama.
Las mañanas comienzan con llegada a puerto. La operación de desembarque despuebla la embarcación con precisión suiza. Todo el mundo, con su número pegado a la solapa y la tarjeta de habitación que avisa al lector óptico de si se encuentra dentro o fuera del Empress.
Las tardes suponen la vuelta al buque. La cubierta se puebla. Solo un frío realmente atroz podría impedir la música al descubierto, las piñas coladas al sol, un baño en la piscina y un atardecer desde la tumbona. No siempre es fácil arrancar los ojos del escenario. La belleza funciona bajo las leyes de un imán. Pero si tal extremo sucede, en algún piso más bajo, en otra cubierta, podrás ver al capitán, con sus ayudantes, programando la salida del puerto.
El capitán es el hombre grande del barco. En esta isla con espíritu de parque de atracciones que se ha convertido el Empress nadie recibe más admiración y respeto que la figura del capitán. Quizá sea el único que apenas huele el aroma de vacaciones que impregna a la embarcación. Está lejanamente centrado en sus cartas de navegación y hasta tiene una cama dentro de la cabina por si las circunstancias requieren más atención de lo común.
El primer día del programa de los fiordos noruegos la tierra firme se encuentra en Geiranger.
Antes de que acabe la tarde los 1.700 pasajeros habrán vuelto a la embarcación. Esperarán la hora de la cena pero no avisará la luz del atardecer. Es época de sol de medianoche y hasta después de las 23.00 ni hablar de sombras. Nunca llegará la noche absoluta y el amanecer aguardará impaciente tan solo unas poquísimas horas hasta aparecer.
Al día siguiente la parada es en la isla Langevag…
y Alesund.
Después llegará Fläm.
A continuación, Bergen. Y caviar de algas con wasabi.
Un día después, el púlpito (Stavanger). Un paraje natural espectacular por su belleza y por su rematado homenaje al vértigo.
El día siguiente es solo mar y navegar. Navegar y mar.
Y, al final, Copenhague.
El orden de las cosas se descoloca de nuevo cuando ya no sirve de nada la tarjeta del camarote. El humano es un ser de costumbres adquiridas con rapidez y lo extraño ahora es que la tierra esté tan terriblemente firme. ¿Dónde está el mar que rodeaba la única isla del mundo que existió esa semana en el planeta Tierra?