¡Que echen al entrenador!

4 de diciembre de 2012
4 de diciembre de 2012
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Servidor es del Valencia. Sí, hablo de fútbol. Hace unos días echaron al entrenador. El equipo había encajado cinco goles en casa tras recibir cuatro en la jornada anterior. El público sacó los pañuelos y el presidente tomó la decisión. Llevaba tres meses entrenando. Así empieza un retrato de la política de nuestro país. ¿Política? Sí, política

El bueno de Mauricio Pellegrino -que así se llama el ya exentrenador del Valencia- había sido contratado este verano como una apuesta personal del mismo presidente que ahora le ha echado. Él mismo había sido jugador del Valencia hace unos años, más conocido porque jugó en el mejor Valencia -el de las dos finales de Champions- que por ser un crack mundial. Bueno, por eso y porque fue él quien falló el penalty definitivo que nos hizo perder -también- la segunda final de Champions.

Podríamos decir que, pese al infausto recuerdo, Pellegrino era un hombre querido. No fue un grandísimo jugador, ni tenía tampoco una enorme experiencia como entrenador (estaba en Argentina fogueándose), pero parecía un tipo serio. En cualquier caso, el equipo se ha clasificado para la segunda ronda de la Champions, está vivo en Copa y en Liga está a un par de jornadas de su objetivo. Parece evidente que, por mal que parezca que va la cosa, no se le dio tiempo.

¿Qué demonios tendrá esto que ver con la política? Mucho. Si lo piensas bien, Pellegrino no decidió con qué equipo jugar, ya que heredó la plantilla del entrenador anterior y de los fichajes que el director deportivo quiso hacer. Tampoco tenía potestad como para despedir o recompensar económicamente a nadie, ya que eso es decisión del presidente. Sin embargo, ante las iras de la grada, él fue el sacrificado.

Es una sintomática forma de gestión. El presidente, todopoderoso, da las riendas a un director deportivo y, entre ambos, lanzan un cadáver sobre la masa hambrienta que les jalea. Pellegrino, sin poder ni margen de decisión alguno, es el sacrificado, ellos siguen.

Entre los dirigentes de algo mucho más importante, como son nuestros destinos, sucede algo similar. Los grandes líderes son siempre reacios a dimitir, pero se muestran prestos a colocar la cabeza de algún pobre subordinado que ayude a aplacar a las masas. ¿Tenía margen de decisión o poder alguno alguien que, dentro de un Ayuntamiento, trabaja con los presupuestos y directrices que marca un alcalde o alcaldesa? No. Pero le ha tocado dimitir para que no sea él, alcalde, o ella, alcaldesa, quien lo haga. Un Pellegrino cualquiera.

La verdad es que en el caso del Valencia el tema es muy delicado. El presidente es un hombre de lo que fue Bancaja. Digamos que la deuda del club era (y es) tan inmensa que, agotada la capacidad de la Generalitat de ayudar (sí, con el dinero de todos, como lo lees), Bancaja accedió a no forzar la disolución del club a cambio de poner a uno de sus hombres al frente. Durante su gestión ha vendido a las grandes estrellas (Villa, Mata, Silva) y a mucha clase media cara (Joaquín, Pablo), junto a otros que, aunque no eran caros, tenían buena venta (Adúriz, Isco)

Podríamos decir que Llorente, que así se llama el presidente ejecutor, es un Mario Monti del fútbol. A él nadie le ha elegido en realidad. Digamos que se forzó a que los dos o tres grandes concentradores de acciones de la Sociedad Anónima Deportiva que es el Valencia se pusieran de acuerdo y cedieran sus valores para encumbrarle. Los mercados colocaron a Llorente en el puesto, como a Monti.

Su trabajo y su gestión, similar: dolorosísimos recortes, vender los mejores activos, intentar mantener una economía competitiva a bajo coste y recortar deudas. En concreto, de más de 500 millones de deuda del Valencia hasta los doscientos y algo actuales. Pero claro, la gente se manifiesta. No montan huelgas generales los aficionados, pero sí gritan, insultan, sacan pañuelos y mueven la silla del presidente. Y de ahí que fuera el cuerpo de Pellegrino servido en bandeja para aplacar a las fieras.

Otro símil posible para esto es una crisis de Gobierno. Imaginemos que Rajoy, que si no fuera porque la oposición casi ni existe estaría seriamente tocado por la cantidad de recortes y el creciente malestar social, decide hacer borrón y cuenta nueva. Echa a unos cuantos ministros de los más amortizados, mueve un par de cargos y a ganar tiempo. Sacrifica a los Pellegrinos de su gabinete, pero él, que era quien tomaba las decisiones, se queda. Deja, eso sí, a algún ministro de los menos queridos para que sea él el que centre las críticas. De nuevo, el parapeto.

El aficionado medio del Valencia se queja de muchas cosas. Hace unos años media selección era del equipo, porque era bueno y porque casi toda la plantilla era española. Hoy apenas queda nadie, ni bueno ni español. Digamos que los mejores han tenido que emigrar para poder progresar, como con España. Se quejan de que se contratan entrenadores y jugadores de perfil medio, lo que hace casi imposible competir con los grandes. Pero claro, tampoco la economía española permite ahora mismo pedir una silla en el G8 como hace unos años. Las cosas han cambiado.

La gran verdad es que, visto con perspectiva, lo del Valencia no está tan mal. Apenas hemos dejado de jugar en la Champions (la de verdad, no la económica que decía Zapatero) a pesar de los recortes y las ventas, y hemos empalmado temporadas siendo terceros detrás de los inalcanzables Barça y Real Madrid.

Se criticaba a Unai Emery, antecesor de Pellegrino, pero claro, con los mimbres que tenía no hizo tan mala cesta. A fin de cuentas Valencia ha echado -sin homenaje ni nada- a jugadores como Cañizares o Angulo o ha pitado a entrenadores como Hiddink, Benítez, Aragonés o el Cúper de las finales, a quien zarandeamos dentro de su coche. Los valencianistas somos así de cainitas, es una cuestión de carácter chungo. «Paternero», que llamamos por la capital levantina. La economía española, me temo, no puede decir lo mismo. La situación no es una cuestión de carácter, sino de necesidad… y con peores resultados.

Y la gestión de Llorente, como la de Monti, no es mala. Al contrario. Ellos han salvado a sus clubes, uno de la desaparición y el otro del rescate. La economía española no puede decir lo mismo todavía. Y, en fin, el fútbol es fútbol: gente animando a sus soldados contra otro ejército, una terapia reparadora y catártica, masiva y social, para liberar tensiones y equilibrar pasiones. La política, con su crisis, sus recortes, sus mercados imponiendo a gente a la que nadie ha votado y sus dimisiones forzadas de concejales, ministros y dirigentes sin responsabilidad, rige nuestra vida entera. Con sus desahuciados, sus parados y su gente durmiendo en cajeros y buscando comida en la basura. Pero ahí siguen ellos tras sacrificar a sus Pellegrinos, gobernando aferrados a la silla.

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