Recuerdos del futuro

El entusiasmo tecnológico de hoy, llámese burbuja, adicción al WhastApp, espíritu emprendedor o facebookmanía, ya nos ha pasado otra vez.
Un conjunto de circunstancias sociales, filosóficas y científicas –junto a una imaginación diarreica– hicieron posible a finales del siglo XIX que la gente ideara y se creyera asombrosas predicciones acerca del futuro. Donde dice ‘la gente’ hay que entender la población (sobre todo la alfabetizada) de los países más desarrollados de Occidente. Era un tiempo de entusiasmo por la técnica –un reflejo de lo que ocurre hoy, cuando tanta pasión (y tanto dinero) despierta la tecnología–, la ilusión por el porvenir se palpaba en libros, revistas, periódicos e incluso carteles de publicidad.
Por primera vez en su historia, el hombre sentía que tenía en su mano el futuro de la humanidad, del planeta, de todo, hasta del universo. Esto antes solo le había ocurrido a algún tirano soñador,napoleón o emperador romano. Vamos, que ‘la gente’ se sentía en esos momentos como un napoleón o emperador romano, una situación anímica que tiene que ser verdaderamente confortable. Porque da mucha entereza pensar que somos dueños del futuro y que podemos moldear la humanidad a nuestro antojo. Más que eso, en aquel entonces se pensaba que la ciencia y la técnica serían la solución a todos los problemas del ser humano. Y, caramba, estaba en nuestra mano profundizar en su solución.
Reflejo de los delirios científicos de aquella época son algunas series de dibujos creados en Francia durante esos años. En 1899, para la Exposición Universal de París de 1900, Jean Marc Côté y otros artistas dibujan para las cajetillas de tabaco unas tarjetas con escenas de cómo sería el año 2000. Algunas de ellas han anticipado invenciones que hoy resultan familiares.
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El artilugio que maneja la alegre doncella es algo más aparatoso que una aspiradora o que una máquina fregadora, pero viene a cumplir con la misma función de mantener los suelos bien limpitos. Esto ahora hasta lo hacen robots que se mueven a placer tragándose la suciedad. Pero la apuesta por las tareas domésticas no fue nada en comparación con la fijación por el buceo que aparece reflejada en los dibujos. La escafandra autónoma –consolidada por Jacques Cousteau y ÉmileGagnan– en 1943 la visten como si nada los risueños habitantes de estas estampas futuristas.
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Al parecer, con las escafandras se podría hacer de todo. Se ve a las personas, con la ropa intacta, jugando una partida de croquet en el fondo marino y hasta haciendo carreras subacuáticas con buzos, en lugar de jockeys, montados en una especie de boquerones gigantes, en vez de caballos.
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Los artistas de la época no se olvidaron del campo. En otro de los dibujos vemos a un atareado granjero manejando un invento mecánico-eléctrico gracias a palancas metálicas y un cuadro de botones. Un tendido eléctrico sirve para propulsar la máquina que, ella solita, recoge el trigo y lo acumula en simpáticos haces. Años después aparecería la primera cosechadora sin caballos.
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Aunque lo que ha superado todas las expectativas de los dibujos creados en 1899 es la guerra. En la foto de portada vemos coches de batalla armados con metralletas y con una punta de acero para embestir. Eso es todo lo que habríamos avanzado para cargarnos al vecino en el año 2000. Ahí se quedaron bastante cortos de imaginación. La siguiente escena también adolece de raquitismo: un avión que dispara un torpedo. Menos de 50 años después ya se soltaron las dos bombas atómicas.
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Perteneciente a otra serie, la que lanzó la marca de chocolates Lombart en1912 previendo cómo sería el futuro dentro de 100 años, es otra estampa que, de manera algo rudimentaria, recuerda a una videoconferencia por Skype. Unos padres utilizan una combinación del teléfono y un proyector de cine para avisar a su hijo (que tiene pinta de estar en Indochina) de que le llegará un paquete con sus chocolates Lombart.
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Estas estampas, que anticiparon algunos inventos por llegar, fueron fruto de la exaltación por la técnica. Algo parecido puede que esté ocurriendo ahora con la tecnología. Quizá también tenemos algo de ese entusiasmo desbordado, de creernos dueños tranquilos de un futuro que –cómo no– será mejor que el presente. En menos de una década las calles, hogares y trabajos se han llenado de cacharros tecnológicos de último nivel. Y ‘la gente’ (que ahora somos más numerosos que hace un siglo) cada vez confía más en la tecnología para resolver… ¿para resolver qué?
La tecnología ha sustituido a la ciencia en general como el profeta redentor de la humanidad moderna.  ¿A cuánta gente le interesa si se descubre una nueva especie animal en una fosa marina pegada a Australia? Solo a los fanáticos de La 2. ¿Y si unos investigadores descubren un nuevo material? De lo primero sobre lo que se informa es qué cacharros electrónicos se pueden fabricar con la nueva joya. Si hay un avance médico en cirugía, muchas veces es porque tal tecnología láser o cual dispositivo de tecnología punta lo ha hecho posible.
El entusiasmo tecnológico despunta. Las tabletas en los hogares, todos con cuenta de Facebook, hasta la abuela, y los dineros fluyen a startups y proyectos de tecnología (bueno, en España no tanto, aquí el dinero sigue sus propios caminos alfombrados, como el de las tarjetas de crédito de Caja Madrid; esto no está mal del todo porque, si al final hay burbuja tecnológica, podremos decir «caballeros, no hemos contribuido en absoluto a esta debacle» y criticar como posesos a los demás, que eso suele producir una dulce satisfacción). Hace poco el Financial Times publicaba que se estaban alcanzado los niveles de cotización del NASDAQ de 1999, cuando reventaron las puntocom.
Tampoco hay que ponerse agoreros y pensar que la historia se repite siempre. Entre otras cosas porque lo que frenó el entusiasmo por la ciencia acunado en el siglo XIX fue la Primera Guerra Mundial, que barrió de un cañonazo todo ese futuro idealizado en las mentes y las postales de la época dejando un reguero de pesimismo.Y siguiendo esta lógica de pensamiento acabaríamos construyendo refugios caseros antizombies. No es la idea. Pero la analogía no deja de ser curiosa, puede que también tramposa (habrá otros detalles históricos, contextuales, actuales, etcétera, que tumbarían en un minuto la comparación entre el entusiasmo y la confianza a principios del siglo XX y los de ahora).
En el pasado, después del auge de la confianza vino el desengaño y de paso unas cuantas décadas de literatura distópica, empezando por títulos como Un mundo feliz, siguiendo con 1984 y tantos otros. Hasta que internet y los teléfonos móviles nos han despertado el entusiasmo de nuevo. Si a esto unimos que el Muro de Berlín cayó y ya no hay peligro de una guerra nuclear que destruya el planeta, ¿por qué inquietarse? Con unas cuantas pantallas podemos trabajar, comunicarnos con nuestros seres queridos, entretenernos y buscar cualquier cosa que nos haga falta (y hasta encargarla para que nos la traigan).

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