En 1930, Dorothy Sayers publicó el que posiblemente sea el libro más meta de toda la edad dorada de la novela de misterio. La historia arranca cuando una popular escritora de novelas de detectives, Harriet Vane, es acusada de haber asesinado a su exnovio. Lord Peter Wimsey, el aristócrata investigador que protagoniza las novelas de Sayers, tiene de que descubrir la verdad del asunto y si Vane, un trasunto de la propia Sayers, es o no una asesina. Por hacer aún más autobiográfica la historia, el muerto es, en realidad, la versión literaria de la expareja de la propia autora.
No sé si puede considerar spoiler desvelar parte de la trama de una serie de novelas que se publicaron hace ya casi 100 años, pero tras el punto final de Strong Poison (hace bastante que no se editan las novelas de Sayers en España, pero en bibliotecas y librerías de viejo se puede encontrar como Veneno mortal), Harriet Vane acompañará a lord Peter en las siguientes entregas resolviendo crímenes.
Se convertirá así en la mujer protagonista de unas novelas escritas también por una mujer. Y, al fin y al cabo, las mujeres tenían una presencia clara en esa edad dorada de la novela de misterio: muchas de esas historias salían de sus máquinas de escribir, como las de la gran reina literaria del género, Agatha Christie.
Aun así, y a pesar de Christie, Sayers o la literaria Vane, si ahora se intenta imaginar a un detective de antaño, se pensará en un hombre, vestido con una gabardina y envuelto en una especie de permanente niebla londinense, como si llevara a todas partes consigo una máquina de humo a lo estrella del pop. Vive rodeado de tremendos peligros y resuelve asesinatos que se cometen o bien en caserones en la campiña, o en sórdidos espacios urbanos.
La realidad es bastante diferente. Los detectives privados del pasado existieron, pero ni trabajaban solo con esos complejos casos —el mundo real es a veces bastante más prosaico— ni eran misteriosos señores de gabardina. En ocasiones, ni siquiera eran señores.
Entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las mujeres fueron adentrándose en nuevas profesiones. Fue la época en la que aparecieron las telefonistas, las mecanógrafas o las telegrafistas, entre otras, pero también en la que las mujeres empezaron a resolver crímenes, al menos de forma profesional y con un sueldo.
Se suele considerar a Kate Warne como la primera mujer detective de la historia, posiblemente porque es la primera cuyo nombre conocemos de forma clara e incuestionable y porque trabajaba para una de las más populares primeras agencias de detectives profesionales. Warne empezó a trabajar en la estadounidense agencia Pinkerton en la década de los 50 del siglo XIX, después de leer un anuncio de empleo en un periódico. Cuando consiguió convencer a Allan Pinkerton de que una mujer podía llegar a lugares e información que siempre estarían vedados a los hombres, se convirtió en la primera de las mujeres detectives de la agencia. No fue la única, porque su jefe comenzó a fichar mujeres y a posicionarlas en diferentes casos.
Todo lo de la agencia Pinkerton y su personal suena, aun así, muy a película de Hollywood, lo que lleva casi a dar por sentado que eso pasaba a ese lado del Atlántico, pero no del otro. Nada más lejos de la realidad. En Europa, las agencias de detectives comenzaron también a hacerse populares y a ofrecer sus servicios de forma recurrente entre finales del XIX y principios del XX. Lo hicieron incorporando a mujeres en sus plantillas.
En Reino Unido, un cambio en la ley de divorcios creó un bum de la profesión y también la necesidad de contar con «lady detectives» que pudiesen hacer un seguimiento de los potenciales infieles. En todo el continente, eran también las mujeres quienes trabajaban para los grandes almacenes, haciendo de detectives infiltradas para detectar ladrones.
En España no había lady detectives: había «señoritas detectives». José Luis Ibáñez ha investigado sobre los orígenes de los detectives privados en la España de la época y, además de recuperar la historia de los Sherlock Holmes peninsulares (que así se vendían ellos), también ha seguido las huellas de esas primeras investigadoras. Sus conclusiones se pueden leer en Todo lo oye, todo lo ve, todo lo sabe.
Escribe Ibáñez que «aquellas detectives pioneras se enfrentaron a muchos prejuicios». No solo las juzgaban por desempeñar un trabajo considerado masculino, sino que además las «policías privadas» —como se llamaban en España las agencias de detectives— tenían mala fama.
Muchas de ellas, explica el ensayista, camuflaban su verdadera profesión presentándose como secretarias o mecanógrafas. Pero estar, estaban.
¡PAREN LAS ROTATIVAS! EL MISTERIO DE LAS AGENCIAS DE DETECTIVES
Aunque las agencias de detectives tienen ese aura misteriosa y glamurosa del cine, lo cierto es que se puede reconstruir su historia con la prensa. Sus servicios se anuncian en los faldones e incluso en las menos brillantes secciones de anuncios por palabras de las cabeceras que se pueden encontrar en Prensa Histórica del Ministerio de Cultura o en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España. «Las señoritas detectives y los agentes internacionales de la Agencia Hispania de Policía Privada lo descubren todo», prometía así el anuncio de una de estas agencias en 1914.
¿En qué y cómo trabajaban estas señoritas detectives? Los anuncios dan algunas —aunque escasas— pistas. La Agencia Internacional promete, también por esas fechas, que sus mujeres detectives hacen «vigilancias privadas». Las señoritas también hacen pesquisas. José Luis Ibáñez ha conseguido en su libro más detalles sobre en qué consistían exactamente esas vigilancias gracias a los casos judiciales de la época. Su trabajo era similar al de los detectives hombres, que observaban y tomaban notas de qué ocurría. Alguna agencia, añade, insistía en sus anuncios en que sus detectives eran «señoritas distinguidas».
Aunque hoy nos vendría muy bien un reportaje siguiendo a alguna de estas pioneras detectives, los artículos que las sitúan como protagonistas absolutas son escasos. En 1914, cuando aparecen en Madrid las primeras señoritas detectives, una columna en El Tiempo insiste en esa idea de que las mujeres pueden llegar a áreas que los hombres no pueden alcanzar. También, eso sí, concluye que serán más hábiles extrayendo información porque para lograrlo solo tienen que enamorar a sus investigados.
Mucho peor es la visión que aporta el conservador Heraldo Militar, donde su columnista está harto de las mujeres «que quieren desempeñar cargos masculinos». «Y para terminar, yo aconsejaría a esas jóvenes que busquen novio, y que se casasen, y que después, ante una cuna, en la que habría un chiquillo muy mono, cantasen», indica, poniendo el estribillo de Que viene el coco como máxima aspiración femenina posible a resolver misterios.
El único reportaje que realmente parte de lo que hacen las mujeres detectives es el que publica Crónica en 1934. Nunca identifican, por razones obvias, a la detective, que lleva 8 meses trabajando en una agencia de Madrid y que investiga, sobre todo, a maridos infieles. Su trabajo consiste en seguirlos allá donde vayan para comprobar si lo que sospecha su mujer es o no cierto, para lo que se disfraza con lo que sea necesario y va a donde sea preciso, cabarets incluidos.
LA DETECTIVE MÁS FAMOSA DE LONDRES
Las señoritas detectives no solo se quedaban entre las piezas anónimas de la plantilla de las agencias de principios del siglo XX. A veces, como en las novelas de misterio, eran ellas las grandes protagonistas. José Luis Ibáñez ha identificado a la primera detective que tuvo su propia agencia en España. Se llamaba Carolina Bravo y montó en los años 20 una agencia en Barcelona, que prometía lograr informaciones tanto en el país como en el extranjero. Poco más se sabe de ella: el ensayista le pierde la pista en 1926, cuando sus anuncios en prensa desaparecen.
Aunque para saber más sobre estas líderes pioneras, el mejor ejemplo es el de Maud West, la más popular lady detective en el Londres que va de 1905 a finales de los años 30. Maud West era una presencia habitual en la prensa de la época, no solo en la británica, con sus anuncios y reclamos, sino también en la de otros países en la que publicaba artículos en los que contaba sus investigaciones. La Maud West de la prensa parece casi un personaje más de la novelesca edad dorada del crimen, pero era una persona real, como ha demostrado Susannah Stapleton en The Adventures of Maud West, Lady Detective. Stapleton ha peinado archivos y seguido pistas inesperadas para descubrir quién era exactamente la detective.
Sus descubrimientos ayudan a visualizar cómo eran esas pioneras señoritas detectives. West era, al fin y al cabo, una de muchas mujeres que trabajaban como detectives en la época. Fue una, además, que supo crear una imagen pública ajustada a lo que se esperaba de una investigadora, siempre rodeada de peligros y altamente ingeniosa. En su agencia trabajaban varias personas, que investigaban cuestiones tan poco glamurosas como infidelidades para lograr divorcios.
Maud West posiblemente se hizo detective porque era una profesión que le permitía acceder a una fuente de ingresos y sostener así a su amplia familia: tenía un marido que trabajaba para ella y, mientras resolvía misterios y crímenes, tuvo seis hijos.