Imaginemos un grupo de jóvenes ingenieros y diseñadores que inventan un revolucionario teléfono móvil. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguna empresa ya establecida encontrara un resquicio para pedir compensación por infringir su propiedad intelectual? En el momento en el que el dispositivo se convierte en una amenaza para los intereses establecidos, ¿una compañía como Apple sería capaz de llevarlos a juicio por usar tecnología táctil e incluso por tener esquinas redondeadas? Viendo el panorama actual, muchos creen que sí.
Tras unos pocos meses de trabajo, estos emprendedores en potencia verían sus aspiraciones truncadas. El proyecto probablemente se metería en un cajón. Una oportunidad perdida para la innovación y el avance de la sociedad.
Este escenario extremo y ficticio no está tan alejado de la realidad y se puede aplicar a muchos sectores donde innovar implica enfrentarse a toda una serie de intereses rentistas que exigen su peaje. Una evolución que crea precedentes peligrosos en el que no gana quien más innova, gana el que mejor y más rápido patenta creaciones que dificilmente se pueden atribuir a una sola compañía.
En EE. UU. el fenómeno ha tomado una dirección todavia mas preocupante con la proliferación de los trolls de patentes, empresas sin oficio ni beneficio que se dedican a comprar patentes absurdas y a llevar a juicio a otras compañías que sí están haciendo cosas por supuestas vulneraciones de sus licencias.
El primer problema que surge con estos juicios es que el acusado es el que tiene que probar que no ha infringido la patente. «La carga de la prueba está sobre el demandado y se tarda bastante en conseguirlo», explica en una presentación en TED, el fundador de Fark, Drew Curtis, que logró vencer a un troll de patentes el año pasado.
Las compañías que les hacen frente normalmente ganan, pero otros prefieren negociar antes para evitar costosos juicios. «De media, cuesta 2 millones de dólares y se tarda 18 meses defenderse de este tipo de acusaciones», dijo Curtis. Un precio imposible de asumir para una startup que está intentando salir adelante. Más complicado todavía cuando empresas grandes en la misma situación de Fark decidieron llegar a acuerdos de antemano por cuestión de costes. «Es más barato negociar con ellos que meterse en un juicio», añadió Curtis.
Casos como este no son la norma, pero vuelven a poner de manifiesto la necesidad de repensar las patentes y la propiedad intelectual. Las cláusulas sobre el copyright incluidas en la constitución estadounidense dicen que fueron creadas para promocionar el progreso de la ciencia y las artes, pero están siendo utilizadas para hacer lo opuesto. En industrias tecnológicas, las patentes frecuentemente carecen de sentido.
Para las startups, la ejecución es mucho más importante que la idea. Facebook no fue la primera, ni mucho, menos en inventar el concepto de red social pero supo ejecutarlo mejor que nadie.
Casos como el de Google, en el que la compañía gasta miles de millones de dólares para comprar patentes de forma defensiva, son otra muestra de ello. Ese dinero podría haber sido destinado a crear nuevos negocios pero el riesgo de juicios ha llevado al buscador a seguir esta fórmula para blindarse de eventuales problemas legales.
En el caso de los medicamentos se podría argumentar que los miles de millones que cuesta desarrollar medicinas necesitan estas protecciones para poder rentabilizar su inversión. Pero incluso en este sector hay muchos que argumentan que las cosas tienen que cambiar.
Según The Guardian, el senador Bernie Sanders ha propuesto crear un fondo que compra patentes para que nadie tenga el monopolio sobre un medicamento. El gobierno se gastaría 80.000 millones de dólares recuadados en un impuesto especial a aseguradoras privadas para pasar estas patentes al domino público. La competencia para venderlas bajaría el precio y significaría un ahorro de más de 250.000 millones de dólares para los programas públicos de medicamentos.
En el caso de la moda, las patentes apenas existen. Lo que no se puede copiar son los logos pero el sampleado, la inspiración y la copia es algo que se hace sin ningún tipo de reparo. Lejos de perjudicar la industria, la beneficia. Solo hay que ver su facturación para constatarlo.
¿Acabamos entonces con las patentes?
Michael Boldrine y David Levine, dos catedráticos de la universidad de St. Louis, piensan que ha llegado el momento de plantearse su abolición.
Su tesis, recogida por The Atlantic, argumenta que el mundo sería mucho más innovador si lográsemos deshacernos de estos obstáculos. Para ellos, tanto los regímenes de protección de patentes débiles como los fuertes representan una barrera al progreso.
Dicen que las presiones a los políticos para endurecer la protección vienen casi exclusivamente de industrias tradicionales y estancadas. No de «compañías nuevas e innovadoras». Un ejemplo que se puede aplicar perfectamente a la Ley Sinde, que se creó para proteger unos intereses anquilosados en detrimento de nuevos modelos de negocio digitales.
La mejor solución, concluyen, es «abolirlas totalmente y buscar leyes que sean menos proclives a ser influidas por los lobbies y rentistas».
El quid de la cuestión está en que no existe ninguna relación entre el incremento de patentes y una mayor productividad de la economía. Entre las soluciones propuestas está la de acortar gradualmente su duración.
A lo largo y ancho de occidente crecen las quejas de una creciente élite rentista que controla la economía y que influye en la agenda de los políticos en contra del bien común. El excesivo celo que muestran para proteger sus intereses perjudica cualquier oportunidad para que las personas innoven, cambien las cosas y estimulen la economía.
Si realmente creemos en la igualdad de oportunidades, esto puede ser un buen punto de partida para acabar con las desigualdades. Sea cual sea la fórmula, empieza a existir un consenso de que algo tiene que cambiar.
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