Si tienes un trabajo de oficina, es probable que hayas pensado en mandarlo todo a la mierda alguna vez. De hecho, es probable que lo hayas pensado esta semana. Hoy mismo, incluso. «Me hago pastelero», «monto un bar, que eso siempre funciona», «me voy al campo y vivo de lo que me dé la tierra».
Exactamente así es como comienza Stardew Valley, un videojuego independiente del año 2016. A primera vista es un simulador de granjas: el juego va de sembrar, regar, recolectar, criar gallinas y dar paseos por el pueblo. Al rascar esa superficie, enseguida queda claro que el juego tiene muchísima más miga.
Al comienzo del juego, el abuelo del protagonista (diseñado a imagen y semejanza del jugador o la jugadora, pero a partir de aquí asumiremos que el protagonista es un alegre granjero barbudo como el que firma este artículo) lee su testamento en su lecho de muerte.
La herencia de su nieto está sellada dentro de un sobre y la conocerá cuando llegue el momento adecuado: «La vida moderna se convertirá en una carga y tu espíritu alegre se desvanecerá ante un vacío cada vez mayor. Cuando eso ocurra, habrá llegado el momento de aceptar mi regalo».
Ese momento llega veinte años después, cuando el protagonista está trabajando y se da cuenta de que necesita salir de ahí. Al abrir el sobre se descubre el pastel: su abuelo le ha dejado una granja en Pueblo Pelícano, en la región de Stardew Valley.
Aquí es donde arranca el juego. El granjero novato cuenta con las antiguas herramientas de su abuelo: una azada, un pico, un hacha, una guadaña y una regadera. A partir de ahí, puede hacer lo que quiera en su finca y en los alrededores para obtener recursos y sobrevivir en el pueblo. Talar árboles, plantar semillas, recolectar verduras, picar piedra en las minas, vender todo lo que ha conseguido trabajando.
Stardew Valley no idealiza el trabajo en el campo. Entiende que es agotador y que un muchachito de ciudad no va a montar una granja de la noche a la mañana. El cansancio es una constante en el juego, especialmente en las primeras horas. Después de un rato trabajando, el personaje no puede más y su rendimiento baja. Puede comer algo para recuperar energías, pero si trabaja hasta su límite, se desmaya y aparece al día siguiente en su cama con una nota del doctor del pueblo recomendándole que se cuide.
El juego limita las fuerzas del protagonista para que el jugador no trabaje durante todo el día, para que no se obsesione en la granja. Es una invitación a salir de la granja, visitar el pueblo y charlar con los vecinos. La vida social es una parte muy importante del juego.
Cada vecino tiene su vida y su historia, y dedicarles tiempo puede desenterrar dramas familiares o despertar romances (el protagonista puede terminar casándose con cualquiera de los vecinos solteros del pueblo). El ocio no consume energía. Pero también puedes echarte a dormir a las cuatro de la tarde y mañana será otro día, porque en Stardew Valley no existen las prisas.
Stardew Valley invita a la calma, a viajar a otro lugar durante un rato y a olvidarse de las preocupaciones de la ciudad. Quizá por esa razón sorprende tanto que Eric Barone, su creador, viviera un infierno durante su desarrollo. Su historia está recogida en el libro Blood, Sweat and Pixels, del periodista Jason Schreirer.
En 2011, Eric Barone acababa de terminar la carrera y quería dedicarse a un proyecto personal antes de buscar trabajo. Vivía con su novia y con sus padres. No era rico, ni mucho menos. Pero quería hacer algo sencillo, que le llevara unos seis meses. Decidió desarrollar un videojuego sin tener ni idea de cómo se hace un videojuego. Se inspiró en uno de sus juegos favoritos de siempre: el Harvest Moon de Super Nintendo, un juego sobre montar una granja, vivir la vida rural, ser vecino de tus vecinos y formar una familia.
Los seis meses se convirtieron en cinco años de desarrollo. Fueron cinco años muy difíciles para Barone y su pareja, Amber Hageman. Cuando se fueron a vivir solos, ella hacía malabarismos con dos trabajos para pagar las facturas.
Después de graduarse, consiguió un trabajo en un laboratorio que les dio cierto desahogo económico, pero nunca fueron especialmente holgados en ese aspecto. Barone también tuvo algún empleo a tiempo parcial durante esta época, pero básicamente se centraba en hacer Stardew Valley.
En el libro se explica cómo estos cinco años afectaron mucho a Barone: «Hubo momentos en los que estaba deprimido y pensaba: “¿Qué estoy haciendo? Tengo un título de ingeniería informática y estoy trabajando en un cine por el salario mínimo”. La gente me preguntaba: “¿haces algo más?”. Y yo decía: “Hago un videojuego”. Y me sentía avergonzado. Debían pensar que era un perdedor», cuenta.
Barone aprendió a hacer videojuegos sobre la marcha y lo hizo todo solo. Los gráficos, la música, el diseño, la programación. Todo. Cuando llevaba dos años haciendo Stardew Valley, había mejorado muchísimo en todos esos aspectos, así que prácticamente empezó desde cero. Hubo momentos en los que era incapaz de avanzar y seguir produciendo. Momentos en los que odiaba su juego. Momentos en los que no sabía cómo iba a venderlo. Momentos de pánico en los que no sabía si iba a funcionar.
Pero al final consiguió terminarlo, consiguió un publisher y consiguió que el público se interesara por él. Fue un éxito. Seis meses después del lanzamiento, Barone tenía doce millones de dólares en la cuenta del banco, apareció en la lista de 30 de menos de 30 de la revista Forbes y conoció al mismísimo creador de Harvest Moon, el juego que le había inspirado cinco años antes.
Es sorprendente que un juego capaz de transportarte al campo y hacerte olvidar el estrés del trabajo y la ciudad se haya desarrollado en unas condiciones como estas. Al menos la historia de Barone, como la del protagonista de Stardew Valley, también tiene final feliz.